Va al contenido

Huellas N.02, Febrero 2020

PRIMER PLANO

Fe y soledad

Julián Carrón

¿Qué quiere decir de verdad estar solos? ¿Y cómo se puede vivir la «infinitudfinita» que somos? Un viaje por la necesidad más profunda de cada uno y por la respuesta del cristianismo. La intervención del presidente de la Fraternidad de CL en el congreso «Enemiga soledad» con motivo de la II Jornada nacional contra la soledad
(Florencia, 16 de noviembre de 2019)


La soledad es un fenómeno que tiene muchísimas facetas, que serán sin duda afrontadas de forma provechosa en este congreso. La definición misma de soledad que aparece en el programa atestigua ya la variedad de significados que esta palabra puede asumir: la soledad es «definida como la sensación subjetiva de la falta de un apoyo en el momento de la necesidad. [...] La soledad [...] ejerce una influencia negativa sobre la salud» (de la página web nemicasolitudinez019.com). Pero incluso cuando es percibida de este modo, siempre queda abierta la pregunta acerca de la naturaleza de la necesidad y de la ausencia que provoca la soledad.
Vienen a la mente los versos del poeta Mario Luzi:

«¿De qué es ausencia esta ausencia,
corazón,
que de repente te llena?
¿De qué? Roto el dique,
te inunda y te cubre
toda tu indigencia...
Viene,
quizá viene,
de fuera de ti
un reclamo
que ahora, porque agonizas, no escuchas.
Pero existe, custodia su fuerza y su canto
la música perpetua... Volverá.
Estate tranquilo»
(Sotto specie umana
, Garzanti, Milán 1999, p. 190).

El interrogante que plantea el poeta agrava la necesidad de comprender a fondo la naturaleza de la soledad.
En el ámbito de un congreso que quiere ofrecer, como se lee en el programa, «una panorámica de las causas principales que determinan hoy la soledad de las personas de cualquier edad, en particular si son ancianas», se me ha pedido
que hable sobre fe y soledad. Pero para indicar la contribución que puede ofrecer la fe, antes es necesario identificar con precisión en qué consiste la soledad humana, que en las personas ancianas adquiere un dramatismo especial.

1. Soledad: en el corazón de todo compromiso serio con la propia humanidad

La soledad es una experiencia elemental del hombre. El genio poético de Giacomo Leopardi lo documenta de forma insuperable en su Canto nocturno de un pastor errante de Asia:

«A veces, si te miro
tan silenciosa, encima del desierto llano,
que allá, en el horizonte lejano, cierra el cielo, [...]
o cuando veo
arder allá en el cielo las estrellas, pensativo me digo:
“¿Para qué tantas estrellas?
¿Qué hace el aire infinito, la profunda serenidad sin fin? ¿Qué significa esta inmensa soledad?¿Y yo quién soy?”»

(«Canto nocturno de un pastor errante de Asia», vv. 79-89, en G. Leopardi, Poesía y prosa, Alfaguara, Madrid 1990, p. 179).

Al mirar la luna y todo lo que en el cielo remite a la inmensidad del cosmos, el pastor errante no puede evitar plantearse la cuestión que nos apremia. «Pensativo me digo: [...] ¿qué significa esta inmensa soledad?». La pregunta acerca del significado de semejante cósmica e inmensa soledad lleva enseguida al poeta a interrogarse sobre la naturaleza del hombre: «¿Y yo qué soy?». Leopardi intuye que la soledad inmensa de la luna, de las estrellas, del aire y del cielo tiene que ver con su humanidad, con su soledad, la implica, porque en ella encuentra su sentido convirtiéndose en imagen suya. Solo el hombre puede darse cuenta de la soledad. En este sentido, el yo es la autoconciencia del cosmos. Emily Dickinson capta muy bien la diferencia que hay entre la soledad que experimenta el yo y la soledad inconsciente del mundo natural:

«Hay una soledad del espacio,
una soledad del mar,
una soledad de la muerte.
Y no obstante parecen compañía
comparadas con esa más profunda,
-intimidad polar, infinitud finita:
la del alma consigo»
(Poemas selectos
, Ed. Universidad de Antioquía, Medellín 2003, p. 80).

Ninguna soledad es comparable con la del alma con respecto a sí misma. Se trata de algo que existe en nosotros de forma estructural: infinitud finita. Parece una contradicción in terminis, pero esta es justamente la paradoja del hombre.
Por ello, cuanto más conciencia toma un hombre de sí mismo, tanto más surge ante sus ojos la naturaleza de la soledad que experimenta. «Cuanto más descubrimos nuestras exigencias, más cuenta nos damos de que no las podemos satisfacer nosotros mismos, ni tampoco pueden los demás, hombres igual que nosotros. El sentido de impotencia acompaña a toda experiencia seria de humanidad. Y es este sentido de impotencia lo que engendra la soledad. La verdadera soledad no proviene tanto del hecho de estar solos físicamente cuanto del descubrimiento de que nuestro problema fundamental no puede encontrar respuesta en nosotros ni en los demás. Se puede perfectamente decir que el sentido de la soledad nace en el corazón mismo de cualquier compromiso serio con la propia humanidad. Puede entender bien esto todo aquel que haya creído haber encontrado la solución a una gran necesidad suya en algo o en alguien; pero luego esto desaparece, se va o se revela incapaz. Estamos solos con nuestras necesidades, con nuestra necesidad de ser y de vivir intensamente» (L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, p. 61).
Cuanto más consciente es el hombre de la dimensión ilimitada de su deseo y de su igualmente ilimitada impotencia para responder a él, más advierte esta soledad: el problema de la vida «no puede encontrar respuesta en nosotros ni en los demás». Es una soledad de la que tratamos a menudo de escapar, porque resulta difícil convivir con ella. «Poco a poco -escribe Nietzsche-, he ido viendo claro cuál es el defecto más general de nuestro tipo de formación y de educación: nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad» (F. Nietzsche, Aurora, Tecnos, Madridzoi7, pág. 343).

2. La soledad, ¿enemiga o amiga?

El título de este congreso parece sugerir que, ante la pregunta acerca de la naturaleza de la soledad, ya se ha dado una respuesta de partida: «Enemiga soledad». Pero el hecho de que se haya querido proponer este tema hace pensar que puede existir todavía espacio para una percepción distinta de la misma. Por tanto, preguntémonos: ¿es posible no padecer la soledad como enemiga?
El encontrarse solos constituye para todos una poderosa provocación, nos pone contra las cuerdas y nos obliga a echar cuentas con nosotros mismos, desafiando de forma radical nuestra razón y nuestra libertad. Dependiendo de cómo la vivamos, la soledad puede ser una condena o una conquista. Ella representa por tanto una encrucijada, un drama abierto. Para el sociólogo Zygmunt Bauman, renunciar a la soledad puede representar una grave pérdida: «Al huir de la soledad, se pierde la oportunidad de disfrutar del aislamiento, ese sublime estado en el que es posible “evocar pensamientos", sopesar, reflexionar, crear y, en definitiva, atribuir sentido y sustancia a la comunicación» (44 cartas desde el mundo líquido, Paidós, Barcelona 2017, p. 17). En este sentido, la soledad es todo lo contrario de enemiga. «La soledad no es en absoluto una locura, es indispensable para estar bien en compañía», recitaba una canción de Gaber («La Solitudine - 1976», del álbum Liberta Obbligatoria, Carosello, 1976).
En cambio, hay otras personas que tienen la percepción contraria. Una de las más impactantes expresiones literarias de una experiencia negativa de la soledad es la que nos ha dejado Pascoli en el poema Los dos huérfanos, en el que describe de forma punzante el diálogo que se da entre dos hermanos que están en la cama de noche, después de la muerte de su madre:

«“Ahora nada nos conforta,
y estamos solos en la noche oscura”.
“Ella estaba allí, detrás de esta puerta,
y se escuchaba un murmullo fugaz,
de cuando en cuando”. “Y ahora madre
está muerta”.
“¿Recuerdas?”. “Entonces no estábamos
tan en paz
entre nosotros...”. “Nosotros somos
ahora más buenos...”
“ahora que no hay nadie que se complazca
con nosotros...”
“que ya no hay quien nos perdone”»

(Poesie, Garzanti, Milán 1994, pp. 354-355 [trad. cast. en 25 poemas, Comares, Peligros-Granada 1995]).

Conquista o condena: son dos modos distintos, contrarios de vivir la soledad. Lo testimonia de forma clara Etty Hillesum, joven judía muerta en Auschwitz. «Conozco dos tipos de soledad. Una me pone triste hasta la muerte y me hace tener la impresión de estar perdida y sin dirección. La otra, por el contrario, me hace fuerte y feliz. La primera proviene del hecho de tener la impresión de no estar ya en contacto con mis semejantes, de estar totalmente separada de cada uno de ellos y de mí misma, hasta el punto de no comprender ya qué sentido puede tener la vida. Me parece que la vida ya no tiene coherencia alguna y que no encuentro mi sitio en ella. Pero la experiencia de la otra soledad me hace fuerte y segura de mí misma: en ella me siento en comunión con cada uno, con todo y con Dios. Me siento insertada en un gran todo pleno de sentido, y tengo la impresión de que también puedo compartir con otros esta gran fuerza que hay en mí» (Diario, Anthropos, Barcelona 2016). Por tanto, lo que establece la diferencia entre las dos formas de soledad no es estar solos o acompañados, sino vivir una vida llena de significado o no.

El psiquiatra Eugenio Borgna, que se ha enfrentado durante toda la vida al drama de la soledad tal como se presenta en la enfermedad mental, nos ayuda a identificar lo que está en juego en la diferencia entre estas dos formas de soledad. «Soledad y aislamiento son dos formas radicalmente distintas de vivir, aunque con frecuencia se identifiquen. Estar solos no quiere decir sentirse solos sino separarse temporalmente del mundo de las personas y de las cosas, de las ocupaciones cotidianas, para adentrarse en la propia interioridad o la propia imaginación, sin perder el deseo o la nostalgia de la relación con los demás, con las personas amadas y con las tareas que la vida nos ha confiado. En cambio, estamos aislados cuando nos encerramos en nosotros mismos porque los demás nos rechazan o cuando, a menudo, seguimos la estela de nuestra indiferencia, de un triste egoísmo que es consecuencia de un corazón árido o seco» («La solitudine come rifugio ai tempi del social network», entrevista a cargo de Luciana Sica, la Repubblica, 18 de enero de 2011; traducción nuestra). Es decir, estas dos formas no se imponen mecánicamente en la vida humana, de modo que el hombre no pueda hacer nada. En cualquier acto humano está siempre de por medio la libertad. Por consiguiente, en ambos casos cada uno elige «estar solo», es decir, separarse temporalmente de las personas y de las cosas para descubrir el significado de sí mismo, o bien «aislarse», encerrándose en sí mismo porque no hay nada que descubrir.
Pero el hombre no está condenado a vivir la soledad como encerramiento, sin vínculo con nada y con nadie, cualquiera que sea la situación en la que se encuentre, con sus propias heridas y grietas, como documenta una conocida periodista en un artículo titulado Mi grieta. «Desde la adolescencia, incluso quizá desde antes, siempre tuve la idea de que había nacido con algo que no estaba bien. Algo que no funcionaba como debía, como si yo fuera una casa y eso que no marchaba bien en mí fuese una profunda grieta en un muro de carga. [...] Era el dolor de vivir que describe Móntale en una poesía suya: “Era el arroyo estrechado que brota a borbotones, era la hoja reseca, era el caballo desplomado", estudiábamos en el colegio, aunque nadie en clase planteó la duda de si estaba hablando de nosotros. Cuando era joven, me miraba por las mañanas en el espejo, me sonreía, pensaba en mi grieta y me decía: venga, de qué te preocupas, eres joven, eres guapa. Sin embargo, según crecía la grieta parecía hacerse más profunda y negra sobre mi muro blanco interior. Se ensanchó, se volvió melancolía: pasó a ser patológica, a convertirse en una depresión severa. Fui a los médicos, me cuidaron, me sentí mejor. Después nuevamente, de forma intermitente, la grieta salía a la luz, doliente, y susurraba: no estás curada [...]. Leí a Mounier: “Dios pasa a través de las heridas", decía. Me hizo pensar que quizá mi grieta, como un agujero en una pared impermeable, fuera una laceración necesaria. [. ] ¿Por qué esa herida? Si ella no existiera, yo, físicamente sana, yo, nada pobre, yo, afortunada, no necesitaría nada. Ese muro roto, esa falla, es una salvación. A través de ella puede entrar un torrente de gracia incontrolable y fecundar la tierra árida y endurecida» (M. Corradi, «La mia crepa», Tempi, 19 de octubre de 2017, p. 46). Esta es la tensión dramática, la lucha que describe Etty Hillesum. «Al fin y al cabo siempre llevamos todo con nosotros, Dios, el cielo y el infierno, la tierra, la vida y la muerte y siglos, muchos siglos. Los decorados y la acción de las circunstancias externas cambian. Pero nosotros lo llevamos todo con nosotros. Las circunstancias no son decisivas nunca, ya que siempre hay circunstancias, buenas o malas, y hay que aceptar el hecho de que haya buenas y malas circunstancias. Ello no impide que uno dedique su vida a mejorar las circunstancias. Pero hay que saber por qué motivos lucha uno. Y hay que empezar por uno mismo, cada día otra vez consigo mismo» (Diario, op. cit., p. 117).
¿Qué razón podemos tener para emprender esta lucha? Solo un amor a nosotros mismos. De hecho, incluso el dolor más profundo puede llevarnos a descubrir horizontes absolutamente desconocidos; pero para abrirse a esta posibilidad es preciso mirarlo con esa apertura positiva que define la naturaleza más profunda de la libertad humana. «El dolor del alma -escribe Borgna- es una experiencia que forma parte de la vida en definitiva, y que no puede ser considerada como exclusiva consecuencia de una patología». El dolor del alma hunde sus raíces en la experiencia humana y no se puede reducir a una patología cualquiera. «Incluso en la depresión y en la angustia, [...] el sufrimiento no pierde nada de su dignidad, [...] dilata drásticamente nuestras inclinaciones a la introspección, a la búsqueda de las experiencias interiores más profundas» (La solitudine dell’anima, Feltrinelli, Milán 2013, p. 51; traducción nuestra). Lo confirma de nuevo Etty Hillesum: «Si todo este sufrimiento no conlleva ampliar el horizonte, si, además de quitarse de encima los asuntos más insignificantes y secundarios, esto no trajera consigo una humanidad más profunda, entonces todo habrá sido en vano» (Diario, op. cit., p. 155).

He aquí entonces la verdadera naturaleza de la soledad
que aísla. «La soledad, en efecto, no es estar solo, sino vivir con ausencia de significado» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 124). No nos sentimos solos porque estemos solos, sino porque falta el significado que da perspectiva y consistencia al instante, que nos liga a los demás y a las cosas. Y creo que esta falta de significado es justamente la característica del vivir más extendida hoy en día, como reconoce Umberto Galimberti. «En 1979, cuando empecé a trabajar como psicoanalista, los problemas tenían un trasfondo emocional, sentimental y sexual. Ahora tienen que ver con el vacío de sentido». Esto no afecta a una edad en particular, porque se puede vivir «la vejez a los veinte años»; de hecho, «los jóvenes no están bien, y ni siquiera entienden por qué. Les falta la finalidad» (U. Galimberti, «A 18 anni via da casa: ci vuole un servizio civile di 12 mesi», entrevista de S. Lorenzetto, Corriere della Sera, 15 de septiembre de 2019; traducción nuestra).
Lo había previsto Teilhard de Chardin hace más de sesenta años. «El mayor peligro que puede temer la humanidad de hoy no es una catástrofe que le venga de fuera, una catástrofe cósmica, no es tampoco el hambre y la peste; es, por el contrario, esa enfermedad espiritual, la más terrible porque es la más directamente humana de las calamidades, que es la pérdida del gusto de vivir» (El fenómeno humano, Taurus, Madrid 1965, p. 279). Esta pérdida vuelve a las personas cada vez más frágiles dentro del contexto social. El fruto amargo de esta vulnerabilidad es vivir como extraños a sí mismos y a los demás, es decir, aislados aun en medio de la muchedumbre.

3. Soledad, el lugar en donde descubrir la compañía original

Pero existe otra soledad que hacía decir a san Bernardo: «O beata solitudo, o sola beatitudo» (expresión latina atribuida a san Bernardo de Claraval). Es lo opuesto del aislamiento. Si no bloqueamos la exigencia de significado que permanece a pesar de todo en el corazón del hombre, si la miramos hasta el fondo, nos conduce a descubrir en la profundidad de nosotros mismos una «compañía [...] más original que la soledad». De hecho, la exigencia de un significado para vivir «no ha sido engendrada por un querer mío; me ha sido dada», es constitutiva de nuestro yo, pero no ha sido producida por una iniciativa nuestra, proviene de otro sitio. Por ello, «antes que la soledad está la compañía que abraza mi soledad, de manera que esta ya no es una verdadera soledad, sino un grito que recuerda la compañía escondida» (L. Giussani, El sentido religioso, op. cit., p. 86).
Pero, ¿qué es esta compañía escondida? ¿Cómo descubrirla? «La conciencia de uno mismo, cuando ahonda, percibe en el fondo de sí a Otro [...].
El yo, el hombre, es un determinado nivel de la naturaleza en el que esta se da cuenta de que no se hace por sí sola. Así que el cosmos entero es como una gran periferia de mi cuerpo, sin solución de continuidad. [...] Existo porque soy hecho. [...] Así pues, ya no diré “yo soy" conscientemente, de total acuerdo con mi estatura humana, sino identificándolo con “yo soy hecho"» [ibídem, p. 153).
Etty Hillesum nos ofrece un poderoso testimonio de ello en su Diario. «Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese pozo y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo» (Diario, op. cit., p. 4i)-Y añade: «Cuando, tras un proceso largo y dificultoso, que prosigue día tras día, se penetra en las fuentes originales de uno mismo, que me gustaría llamar ahora sencillamente Dios, y cuando uno se ocupa de que el camino hacia Dios se mantenga libre y sin obstáculos -y eso ocurre “trabajando consigo mismo"-, entonces se renueva siempre la fuente y no hay que temer que se malgasten las fuerzas» [ibídem, p. 184).
Se trata por tanto de reconocer y de vivir la relación con el Otro -Dios, el Infinito-, una relación que está al alcance de todos en cualquier circunstancia. Lo escribe Borgna. «Incluso cuando estamos solos [...] nos es posible escuchar el infinito que hay en nosotros. [...] El infinito, esa secreta dimensión de la vida, está en nosotros palpitante y vivo; y no se elimina en la medida en que no nos dejamos fascinar y devorar por el tumulto, por el bullicio» (La solitudine dell’anima, op. cit., p. 24; traducción nuestra). Este Otro, este Infinito, solo puede alcanzarlo quien se compromete hasta el fondo consigo mismo, sin dejarse distraer o devorar por el tumulto y por el bullicio.
«La vida se expresa ante todo, por consiguiente, como conciencia de relación con el que la ha hecho [...]. Solo así desaparece la soledad: en el descubrimiento del Ser como amor que se entrega a sí mismo sin cesar», haciéndome existir ahora. Existe Otro que quiere que yo exista, para el cual es precioso que yo exista y gracias al cual nunca estoy solo. Por ello, «la existencia se realiza sustancialmente como diálogo con la gran Presencia que la constituye, como compañero inseparable. La compañía está en el yo, no existe nada que hagamos solos [porque en cada instante somos generados por Otro]. Toda amistad humana [todo intento de respuesta a esta soledad] es reflejo de la estructura original del ser [es decir, de la compañía original que Otro nos hace al darnos la vida ahora], y si lo niega peligra su verdad» (L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, pp. 111-112).
Para explicarlo, don Giussani se sirve de una analogía. «La conciencia verdadera de uno mismo está muy bien representada por el niño cuando está entre los brazos de su padre y de su madre: entonces puede meterse en cualquier situación existencial con una tranquilidad profunda, con la posibilidad de estar alegre. No hay sistema curativo que pueda lograr esto, a no ser mutilando al hombre. Pues ahora, con frecuencia, para quitar el dolor de ciertas heridas, se censura al hombre precisamente su humanidad» (El sentido religioso, op. cit., pp. 153-154), con el resultado de agravar todavía más el drama de la vida.
A pesar de esta posibilidad de descubrir la compañía que existe en el yo, accesible para todos, el hombre es tan frágil que vive con frecuencia prisionero de las circunstancias y se pregunta: «¿Quién me librará de esta situación mortal?». De hecho, incluso «en el mundo de hoy, tan desierto de presencia, en donde el hombre está tan solitario, [.] está tan solo y es por tanto tan maleable (tiene la fragilidad de un niño, pero de forma repugnante porque ya no es un niño, es un adulto-niño, presa de cualquiera que lo tome primero, que lo aferre primero, incapaz de crítica, incapaz de cultivar una mirada crítica, de usar categorías más justas y menos justas), en un mundo en donde el hombre está tan prisionero de quien, del modo que sea, se presenta como más fuerte que él, en este mundo permanece intacta, en el fondo, la espera de la salvación» (L. Giussani, In cammino. 1992-1998, BUR, Milán 2014, p. 43; traducción nuestra).
Esta espera puede expresarse de las formas más diversas, y resiste a pesar del nihilismo tan extendido hoy en día. Un caso emblemático es el del novelista francés Michel Houellebecq, que identifica la necesidad de salvación con el deseo de ser amado, es decir, de no estar solo. Es un deseo inextirpable, que está dentro de las fibras del ser de cada hombre, incluso de un no creyente acérrimo como Houellebecq. En una carta pública a Bernard-Henri Lévy, describe así esta espera indestructible: «Tuve cada vez más a menudo -me es penoso confesarlo- el deseo de ser amado. Un poco de reflexión me convencía cada vez, por supuesto, de que este sueño era absurdo; la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión era inútil, el deseo persistía; y debo confesar que persiste hasta la fecha» (F. Sinisi, «Michel Houellebecq. “La vida es rara", Huellas, n. 6/2019, p. 47). Esta es la irreductibilidad del hombre: el deseo de ser amado permanece y la experiencia lo demuestra continuamente.

4. La soledad solo puede ser vencida por una presencia

Y así volvemos a Leopardi y a la «soledad inmensa» del pastor errante de Asia, metáfora del hombre en camino. Desde hace dos mil años tal hombre -el hombre que es cada uno de nosotros- se ve alcanzado por un anuncio: Dios, el origen de todo lo que existe, se ha hecho hombre; la finalidad de esa «profunda serenidad sin fin» y del «aire infinito» es «el Dios hecho hombre». Y «cuando descubres que el valor de todas estas cosas es el Verbo encarnado [. ] entonces la serenidad y la profundidad del aire [...] adquieren riqueza y belleza. Las miras, por ejemplo, con mayor paz, porque sabes hasta dónde llegarás con ellas, sabes que no se te quitarán jamás, sabes que gozarás de ellas para siempre» (L. Giussani, Afecto y morada, Encuentro, Madrid 2004, p. 411). Es algo que don Giussani experimentó en su propia piel, y por eso puede ser un testigo fiable para cualquiera que se halle en una situación de soledad. En su última entrevista al Corriere della Sera, el día de su 82 cumpleaños (15 de octubre de 2004), pocos meses antes de morir, casi sintetizando el recorrido de su larga existencia, dijo: «Hoy el hombre vive cierta dispepsia existencial, una alteración de las funciones elementales que le hace estar dividido. [...] Ante la soledad brutal a la que el hombre se condena a sí mismo como para salvarse de un terremoto, el cristianismo se ofrece como respuesta. El cristiano halla una respuesta positiva [a esta situación existencial] en el hecho de que Dios se hizo hombre: este es el acontecimiento que sorprende y conforta la que de otra manera sería una suerte funesta. Pero Dios no puede concebir su acción para con el hombre más que como un “desafío generoso" a su libertad». Dios no se impone al hombre, sino que espera ser acogido libremente. Por ello, «la objeción moderna de que el cristianismo y la Iglesia reducirían la libertad del hombre se ve anulada por la relación que, como una aventura, Dios establece con el hombre. Por el contrario, a causa de una idea limitada de libertad, hoy es inconcebible pensar que Dios se comprometa en la angosta relación con el hombre, casi negándose a Sí mismo. Esta es la tragedia: el hombre parece más preocupado por afirmar su propia libertad que por reconocer esta magnanimidad de Dios, la única que establece en qué medida participamos en la realidad y que, de esta manera, nos libera realmente» («lo e i ciellini. La nostra fede in faccia al mondo», entrevista a cargo de Gian Guido Vecchi, Corriere della Sera, 15 de octubre de 2004, p. 33; trad. cast.: «El compromiso de Dios ante la sociedad brutal del hombre», en Huellas-Litterae communionis, n. 10/2004).

Una presencia. Este es el mayor desafío a la razón y a la libertad del hombre, la respuesta a la búsqueda de significado. Una Presencia que se ofrece como verdadera compañía al hombre consciente de la impotencia que le constituye. «Te he amado con amor eterno, por eso te he atraído hacia mí, he tenido piedad de tu nada» (cf. Jr 3i,3ss). Dios se ha conmovido hasta tal punto por la nada que somos, por la soledad que no sabemos vencer con nuestros esfuerzos, que ha enviado al mundo a su Hijo. Y al igual que el Padre, también Cristo experimentaba una piedad infinita por aquellos que se topaban con Él. En el Evangelio se narra un episodio que describe esta conmoción que vive. Jesús está caminando por los campos con sus discípulos cuando ve un cortejo; es el funeral del único hijo de una madre que se ha quedado viuda. Se le acerca y le dice: «¡Mujer, no llores!» (Le 7,11-17). ¡Quién sabe cómo se sentiría aferrada por ese abrazo que superaba cualquier sentimiento humano y le devolvía la esperanza! Aquella muerte no era el final de todo, esa madre viuda no estaba condenada a permanecer sola, porque la semilla de la resurrección estaba presente en aquel Hombre que le decía aquellas palabras inauditas y que inmediatamente después le devolvió vivo a aquel hijo. Entonces el dolor -que tantas veces aísla e interrumpe las relaciones, incluso las más íntimas- ya no bloquea, sino que se convierte en problema, como escribe C.S. Lewis. «En cierto modo, el cristianismo más bien crea el problema del dolor, en lugar de resolverlo; ya que este no sería problema alguno si no hubiéramos recibido, junto con nuestra experiencia cotidiana de este mundo doloroso, la certeza de que la realidad esencial es justa y amorosa» (cf. El problema del sufrimiento, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 2003, p. 25). Como gran conocedor del drama humano, observa Paul Claudel: «Una pregunta se presenta continuamente ante el ánimo del enfermo [esto vale también para quien vive la soledad]: “¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué tengo que sufrir?" [...]. A esta terrible pregunta, la más antigua de la humanidad, a la que Job dio su forma casi oficial y litúrgica, solo Dios, directamente interpelado y llamado a juicio, era capaz de responder; y la cuestión era tan enorme que solo el Verbo podía afrontarla, proporcionando no una explicación sino una Presencia según estas palabras del Evangelio: “Yo no he venido a explicar, a disipar las dudas con una explicación, sino a llenar, o mejor, a reemplazar con mi presencia la necesidad misma de la explicación". El Hijo de Dios no ha venido para destruir el sufrimiento, sino para sufrir con nosotros» (Toi, qui es-tu?, Gallimard, París 1936, pp. 112,113; traducción nuestra). Es decir, ha venido al mundo para acompañarnos a la hora de vivirlo, se ha hecho compañía para el hombre en cualquier situación en que se encuentre.
En este sentido, la fe ofrece una contribución a la solución del problema humano al situar al yo en la condición óptima para buscar una respuesta a esa soledad que, como hemos mencionado al principio, «nace en el corazón mismo de cualquier compromiso serio con la propia humanidad». Ante la pregunta del pastor errante, el cristianismo responde con una presencia que se vuelve compañía para el hombre dentro de la materialidad de la existencia. ¿No es acaso una presencia lo que necesitamos para poder afrontar sin miedo la fatiga cotidiana de la vida? ¿No es acaso esto lo que necesitan las personas ancianas que están solas? «Cuando nos hacemos viejos, [...] nos volvemos más solitarios, pero con esa soledad que, de forma cada vez más consciente, domina todo lo que nos rodea, el cielo y la tierra. Es lo que me decía mi pobre madre un día a finales de invierno, cuando acaba de empezar la primavera, al ir a misa por la mañana temprano, a las 5:30. Yo tenía cinco años, y a grandes zancadas intentaba seguirla porque caminaba veloz. En aquella serenidad total, cuando quedaba en el cielo una única estrella, [...] me dijo [...]: “Qué hermoso es el mundo y qué grande es Dios". [...] Es irracional pensar en la realidad contingente, en la que nada se hace por sí mismo, sin implicar ese algo misterioso del que todo fluye, de lo que cada cosa obtiene su ser. “Qué hermoso es el mundo y, por tanto, ¡qué grande es Quien lo hace!"» (L. Giussani, Avvenimento di liberta, Marietti 1820, Génova 2002, p. 14; traducción nuestra).

Para un hombre consciente de sí mismo, la soledad puede llegar a ser la amiga de sus días, porque está llena del diálogo ininterrumpido con el Misterio que hace todas las cosas, que se ha hecho hombre y que permanece presente en la historia a través de una realidad humana hecha de los hombres que constituyen su signo. Esta es la contribución que ofrece la fe, no para soportar la soledad, sino para aceptarla y vivirla -por muy costosa e incluso dolorosa que sea- con la conciencia de que hay Uno que ha establecido una alianza con nuestro corazón y para el cual somos preciosos tal como somos.
El papa Francisco ha descrito la soledad como «el drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres. Pienso en los ancianos abandonados incluso por sus seres queridos y sus propios hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres dejados por su propia esposa y por su propio marido; en tantas personas que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no escuchadas; en los emigrantes y los refugiados que huyen de la guerra y la persecución; y en tantos jóvenes víctimas de la cultura del consumo, del usar y tirar, y de la cultura del descarte» (Homilía en la Santa Misa por la apertura de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 4 de octubre de 2015).
Un grito surge de toda esta humanidad herida y nos llama a cada uno de nosotros a una responsabilidad. Cuántas personas están solas porque nadie posa su mirada sobre ellas, nadie les dice: «Tú vales. Tal como eres, tu yo vale más que todo el universo». Es el testimonio de muchas personas que se dedican a los ancianos a través de una miríada de iniciativas -de la que vosotros sois un ejemplo impresionante-, luchando de este modo contra lo que el Papa llama «cultura del descarte». Personas con una mirada que sepa valorar el patrimonio de vida de los ancianos, haciéndoles compañía en la última etapa del camino, son una contribución decisiva para responder al vacío de sentido que está en el origen de esa soledad -esa sí, enemiga- a la que cada vez están más condenados los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos hoy en día, descartados porque son considerados inútiles. Pero nadie es inútil, cada persona tiene un valor inconmensurable, según cuanto nos recuerda el Evangelio: «¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16,26). ¿Se puede imaginar una afirmación más plena de la dignidad absoluta de cada individuo y una mirada que valore más lo humano que esta?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página