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Huellas N.10, Noviembre 2007

IGLESIA - Paolo Pezzi

Es como si Cristo me preguntase: «¿Me amas?»

a cargo de Alberto Savorana

El nuevo Arzobispo de Moscú rememora la trama de circunstancias que le han llevado al corazón de Rusia. Su lema episcopal, “Pasión por la gloria de Cristo”, expresa el deseo de ser para el pueblo ruso un testigo que señala el camino hacia la unidad

«Estoy conmovido y asombrado por verme tan amado, querido, preferido; no sólo por el honor de la tarea que se me asigna –Dios no me mira según mis capacidades–, sino porque es como si Cristo me preguntase: “¿Me amas?”, al igual que le preguntó a Pedro en ese diálogo que leo todos los días. Este nombramiento me introduce de manera muy especial en la intimidad de la relación de Cristo con los suyos». Son las primeras palabras del padre Paolo Pezzi al teléfono, el mismo día de su nombramiento como arzobispo metropolitano de Moscú. Cuarenta y siete años, oriundo de Russi, en la provincia de Rávena, sacerdote de la Fraternidad de San Carlos Borromeo, nos cuenta, en vísperas de su consagración episcopal, la historia que le ha llevado al corazón de la Iglesia católica en tierra rusa: «experimento al mismo tiempo asombro y gratitud por la experiencia de Comunión y Liberación, porque este nombramiento ratifica la grandeza del carisma de don Giussani y de su obra de reforma, que revitaliza el anuncio cristiano en el seno de la Iglesia. Me acordé de las palabras de Benedicto XVI el pasado 24 de marzo en la plaza de San Pedro: “En la Iglesia también las instituciones esenciales son carismáticas y, por otra parte, los carismas deben institucionalizarse de un modo u otro para tener coherencia y continuidad”».

¿Cuál fue el inicio de esta preferencia, el “hermoso día” que cambió tu vida?
Resulta extraño decirlo, pero sucedió durante el servicio militar. Acudí a un acto al que me invitó un soldado de mi unidad, que era de CL. Al salir me preguntó qué me había parecido. «Es algo muy bonito –respondí–, si pudiera durar toda la vida...». Y él: «¿Por qué dudas que pueda ser para toda la vida?». «Cuando termine la mili, no sé que va a ser de mí; volveré a mis amigos de la parroquia, tendré que buscar trabajo...». «Pero todo esto no supone una objeción. Si algo es verdad, lo es en toda circunstancia». Nos despedimos con una apuesta, que perdí un mes después. Lo que había descubierto lo quería para mí y las objeciones planteadas en aquella ocasión carecían de fundamento. El día antes de terminar el servicio militar, el sacerdote que acompañaba al grupo de veinte militares de CL me dijo: «Ahora vuelves a casa. Lo primero que debes hacer es buscar a un amigo, adulto en la fe, y contarle lo que has vivido. Si no, terminarás dejándolo». Quedé con un amigo. Aquel fue el “hermoso día”, que confirmó mi primera intuición. Desde entonces sigo en el movimiento.

¿Cómo decidiste hacerte sacerdote?
La idea de dar la vida a Cristo me la planteé como una posibilidad para mí al experimentar la belleza del cristianismo. Un día, al entrar en la sede de CL en Rávena, vi a un grupo de sacerdotes que hablaban entre ellos. Su forma de estar juntos me llamó tanto la atención que pensé: «Me gustaría ser sacerdote viviendo una comunión así». Después, participé en el encuentro de Juan Pablo II con CL, con ocasión del trigésimo aniversario del movimiento, en 1984. Allí escuché las palabras del Papa: «Id por todo el mundo a llevar la verdad, la belleza y la paz que se encuentran en Cristo Redentor». Entonces, escribí a Giussani –al que no conocía– diciéndole que mi único deseo era ir a donde el movimiento me pidiera. Un año después, coincidiendo casi con el nacimiento de la Fraternidad de San Carlos Borromeo, fui a verle. Era la primera vez que hablaba con él. Me preguntó por qué quería ser misionero pudiendo entrar en un seminario diocesano. Contesté que mi intención respondía al deseo de adherirme totalmente al carisma y a la obra que Dios había empezado a través de él. Detuvo aquel diálogo, al que asistían otros sacerdotes, y me dijo: «Es suficiente. Creo que está claro. Adelante, no tengas miedo. Pídele a la Virgen que te mantenga siempre fiel a cómo Dios te ha hecho». Desde entonces lo pido constantemente.

¿Qué camino te ha llevado a la misión en Siberia, después en San Petersburgo y ahora en la capital de la Federación Rusa?
Mi camino está marcado por las circunstancias a las que he ido diciendo “sí”. La primera fue un viaje a Siberia con don Massimo Camisasca para visitar a un sacerdote franciscano que había empezado a reunir a la comunidad católica. Este sacerdote acudió al Meeting de Rímini en 1990 pidiendo ayuda para desarrollar su misión. En 1991 comenzó la primera casa de la Fraternidad de San Carlos en Siberia. Un año después, uno de los sacerdotes que vivían allí tuvo que regresar a Italia. Don Massimo me preguntó si estaba disponible. Enseguida le dije que sí. No había ninguna razón para negarme a lo que había dicho que sí hasta entonces. En Siberia viví una gracia muy especial durante cinco años: ver nacer a mi alrededor un pueblo, una porción de Iglesia animada por el carisma de CL, signo de gran esperanza, aunque fuéramos literalmente cuatro gatos. Recuerdo el gusto y el cuidado de ciertos gestos de nuestra pequeña comunidad como si hubiésemos sido “tropecientos”.

Nunca olvidaré la llamada entusiasta de don Giussani a comienzos de 1997: «Alberto, ¡ha sucedido algo increíble! Una chavala de Novosibirsk ha aprendido de memoria la poesía de Leopardi A su dama y la ha recitado ante la comunidad reunida. ¡Hay que contarlo en la revista!».
Recuerdo perfectamente ese momento. Nos impresionó a todos. ¿Cuántas personas podrían recitar hoy esa poesía con la misma sensibilidad de don Giussani?

En San Petersburgo fuiste director del único seminario católico de Rusia. Con anterioridad, en Italia, habías colaborado con don Massimo como vicario general de la Fraternidad de San Carlos. ¿Cómo te ha ayudado en Rusia la experiencia de Roma?
Sobre todo en la educación de los jóvenes, en la pasión educativa. Los años que he pasado con don Massimo me han enseñado la tenacidad, el deseo incansable de volver a comenzar cada día. No por llevar a cabo un proyecto o por lograr un buen “producto”, sino por la certeza de que la experiencia que ha alcanzado nuestra vida renovándola se puede comunicar y puede hacer grande la vida de otros. También la de un sacerdote. Educar a los seminaristas es acompañar a cada uno para que sea plenamente hombre, entregado, consagrado, dispuesto a dar su vida a Cristo de manera ejemplar, mostrando que la fe engrandece la propia existencia y la de cualquiera. Además he aprendido a implicarme a fondo también con una realidad institucional como es un seminario, a asumir esta tarea como la forma de expresar el amor a Cristo y la relación con Él. En tercer lugar, la pasión por Cristo se puede encarnar en cualquier circunstancia. No existe un ambiente, un pueblo, una cultura o una realidad que sean impermeables al anuncio cristiano. Si es verdad que el corazón del hombre es el mismo en todas partes, el encuentro, y con ello la particularidad del carisma –tratándose de un carisma eclesial–, puede alcanzar a cualquier hombre.

Recientemente Carrón ha aludido a una “carencia atroz de afecto” y a una impermeabilidad que nos separa de la realidad. ¿Sucede lo mismo en Rusia? ¿Qué puede vencer esta aridez y suscitar un interés que vaya más allá de una reacción momentánea?
Creo que ese juicio es cierto también para nosotros, en Rusia, pero tal vez desde un punto de vista opuesto. Un reconocimiento abstracto de Cristo, árido, frío, es el riesgo del hombre occidental; aquí el peligro es un exceso de sentimiento, un reconocimiento de tipo emotivo que se proyecta sobre la realidad de forma sentimental. ¿Quién puede vencer este peligro? Alguien que ame la realidad en virtud de su relación con Cristo, y sea capaz de suscitar encuentros. El que vive así establece encuentros, crea una historia y no tiene reparo en mostrarla. Si aceptamos que el Señor nos eduque a través de la realidad, no tenemos miedo de establecer una relación educativa con otros.

Desde sus años de seminario don Giussani se sintió atraído por la figura de Soloviev y por algunos escritores rusos de finales del siglo XIX. Llegó a ser profesor de Teología oriental en el seminario de Venegono. ¿Qué significa para ti el encuentro con la ortodoxia? ¿Qué puede aportar la tradición ortodoxa a nuestra mentalidad occidental?
Sobre todo dos cosas, que aprendí de don Giussani y volví a encontrar en Rusia. La primera es la pasión por la belleza. La tradición oriental –y en esto la ortodoxia nos enseña– tiene una conciencia viva de que el acontecimiento de Cristo transforma la realidad (tal vez lo viva cansinamente en algunos casos, como sucede también para muchos cristianos en Occidente). Lo cual se expresa muy bien en la idea de “transfiguración”: toda la realidad está llamada a ser transfigurada en Cristo. Recuerdo las palabras de Juan Pablo II en el trigésimo aniversario de CL: «Nosotros creemos en Cristo, muerto y resucitado, en Cristo presente aquí y ahora, el único que puede cambiar y de hecho cambia, transfigurándolos, al hombre y al mundo».
La segunda es una idea apasionada de “comunión”. No conocemos la realidad, y por tanto no profundizamos en el misterio de Dios, por una genialidad individual, sino por una comunión. La comunión implica una concepción de la propia persona como relación; es una concepción eclesial del yo. Cuántas veces nos repitió don Giussani las palabras de san Pablo: en Cristo somos “uno” y miembros los unos de los otros.

La pasión por la unidad anima a Benedicto XVI que, recientemente, en un saludo a los participantes en la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre Iglesia católica e Iglesia ortodoxa celebrada en Rávena, pidió que se rece para que caminemos «hacia la plena comunión entre católicos y ortodoxos, y se pueda llegar pronto a compartir el mismo cáliz del Señor» (Audiencia general, 10 de octubre). ¿Qué significa “ecumenismo” para el nuevo arzobispo de Moscú?
No significa una simple tolerancia o yuxtaposición. En primer lugar el ecumenismo implica una concepción de uno mismo como perteneciente a Cristo, que es capaz de abrazar a todos. En este sentido hay una pasión por ir al encuentro del otro, por conocer y descubrir qué tiene en sí de verdadero, por profundizar en la propia identidad y pertenencia. En un diálogo con algunos amigos ortodoxos tuve la ocasión de decir que el proselitismo empieza donde termina la misión. Cuando uno deja de ser misionero empieza a tener otras preocupaciones: demostrar que su iglesia es más bella, más hábil a la hora de engrosar sus filas... Por el contrario, la única preocupación debe ser vivir la relación con Cristo para que todos puedan gozar de ella.

“Russia Cristiana” nos dio a conocer la fidelidad a la tradición de muchos cristianos y su resistencia ante la violencia del ateísmo como un ejemplo para los occidentales. ¿Qué queda de aquel testimonio heroico?
Queda el ejemplo de personas que por una certeza sencilla y sin pretensión alguna permanecieron fieles a su fe y la testimoniaron hasta el martirio. Hace unos días, en la Apertura de curso de la comunidad de CL en Moscú, hicimos una peregrinación a uno de los lugares más trágicos, cerca de Moscú, en donde fueron fusiladas decenas de miles de personas durante los años del régimen soviético. Me estremecía pensar que su sacrificio nos sostiene hoy. Éramos una veinte personas bajo un torbellino de nieve. Cuando entramos en la pequeña iglesia erigida en ese polígono pensé que el testimonio heroico de mucha gente cuyo nombre nadie conocerá era la razón por la que estábamos allí. Allí yacían juntos rusos, polacos, lituanos, alemanes, ucranianos, estonios. Ante la vida y la muerte, es decir, ante el misterio de Dios, dieron testimonio de una unidad que nos sostiene hoy. Somos los herederos de su historia y la llevamos adelante.

Los católicos de Moscú son un rebaño pequeño. A menudo en Occidente se pretende encauzar la crisis con proyectos y estrategias pastorales. Benedicto XVI ha señalado que éste no es el camino: «los extraordinarios resultados apostólicos que (san Pablo) pudo conseguir no se deben atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo» (28 de junio de 2007). Por tu experiencia, ¿cuál es la necesidad más urgente?
Es acompañar al pueblo, sostener a los hombres educándoles a vivir la propia fe, la relación con Cristo, como la posibilidad de entrar en relación con la realidad, plasmarla y llevarla hacia su destino. Estos días atrás estaba leyendo La sal de la tierra, del entonces cardenal Ratzinger: habla de un cansancio a la hora de vivir la fe, debido a la preocupación por organizar la vida. Lo que hace falta, en cambio, es la presencia de personas que tengan experiencia de la fe. Y entonces también el aspecto organizativo expresará el gusto por la relación con Cristo. Cuando uno se enamora de una chica, si quiere verla debe ponerse de acuerdo sobre el día y la hora para quedar, pero no está contento por el día y por la hora, sino por la relación con ella.

Don Giussani asumió una frase de Soloviev como “manifiesto permanente” de CL: «Para nosotros lo más querido del cristianismo es Cristo mismo. Él y todo lo que proviene de Él, porque sabemos que en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad». Siendo ya arzobispo, ¿qué te sugiere esta afirmación?
Que mi responsabilidad sigue siendo responder a la llamada del misterio de Dios. Para mí, más que para los demás, el riesgo ahora es el de pasar a preocuparme por la organización de la vida de otros. Mientras que todos los problemas que tendré que afrontar serán una ocasión para responder al misterio de Dios y no un peso añadido a mi relación con Cristo, algo que me estorbe o me aleje de Él. Otro pasaje evangélico que me conmueve sobremanera es cuando Jesús le dice a Pedro: «Sígueme». Pedro trata de responder a la petición del Maestro: «apacienta a mis ovejas» preocupándose por Juan: «Señor, y éste ¿qué?». Y Jesús le dice: «No te preocupes de eso; tú sígueme». Siguiéndole a Él, teniéndole por lo más querido, puedo entonces ocuparme de aquellos que me han sido confiados.

En una carta desde Novosibirsk dirigida a don Giussani, que él leyó en los Ejercicios de la Fraternidad de 1996, decías: «Estoy viviendo con un renovado dramatismo: me doy cuenta de que la humanidad de Cristo corre por mis venas... Pediré para que los que participan en los Ejercicios estén contentos de querer a Cristo y deseosos de afrontar la realidad para que Su gloria se manifieste en la historia».
Esto es lo que sigo pidiendo para mí y para cualquiera: no sólo que vivamos la relación con Cristo, sino que nos alegremos por ello, pues no podemos darlo por supuesto y contentarnos con una relación formal. La prueba de que la relación con Cristo me llena el corazón es cómo afronto la realidad. Por eso elegí como lema lo que Giussani nos dijo a la Fraternidad San Carlos hace muchos años: «Tened pasión por la gloria de Cristo». Cuando lo escuché pensé: «Esto es lo que quiero para mi vida». De ahí mi lema episcopal:“Pasión por la gloria de Cristo”. Nunca hubiera imaginado que el Señor me conduciría hasta aquí.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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