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Huellas N.10, Noviembre 2007

CULTURA - Cormac McCarthy

Por aquel camino murmuraba el misterio

Davide Perillo

Un padre camina con su hijo sobre una tierra quemada, en busca de unas mínimas condiciones de vida y, acaso, de convivencia. Estamos ante una situación extrema. Pocas veces la literatura ha aceptado moverse en semejante límite. El libro retoma las preguntas fundamentales de la existencia y deja emerger una posibilidad de bien

Seguramente todos conocen ya el argumento de este libro de éxito, ganador del premio Pulitzer en EEUU. Es muy sencillo: un hombre y un niño, su hijo, emprenden un largo camino hacia el sur, hacia el mar, para sobrevivir a un Apocalipsis intuido –aunque no descrito– que ha dejado el mundo reducido a cenizas, hielo y escombros. No luce el sol. No queda ningún resto de vida excepto algunos supervivientes que buscan, a cualquier precio, algo que comer. Sólo la dedicación total del padre, que está enfermo y sabe que su vida se acaba, al hijo, último bien que hay que custodiar en un viaje de esperanza, acompañado de un carrito semivacío y de un revolver con dos balas en el tambor.
Contada así, La carretera, de Cormac McCarthy parece una historia de tal desesperación que corta la respiración. Pero es exactamente lo contrario. Cortan la respiración ciertas escenas fuertes y de gran crudeza, pero no se puede dejar de leer, como sucede con algunas obras maestras. Para cualquier padre es difícil que no llegue un momento en el que tenga deseos de pararse, cerrar el libro e ir a su habitación a acariciar al hijo. A mí me pasó, de verdad. Estaba dormido. Y de repente me vino a la cabeza lo que don Giussani le dijo una vez a Enzo Piccinini: «Párate, da un paso atrás y, al mirar a tu hijo pregúntate: ¿qué va a ser de él?».
Esto es lo que suscita La carretera: una pregunta apremiante sobre el destino. Es decir, abre una herida. No se trata de una lectura particular, “religiosa”, ni un intento forzado de ver lo que no hay. Es que hacía tiempo que no me topaba con un libro tan potente, donde todo se limita a lo esencial. Todo. Desde la lengua, capaz de erradicar todo lo superfluo, ya sean palabras o signos de puntuación, a los personajes, que ni siquiera tienen nombre (hombre y niño se traducen en cualquier hombre o niño), hasta el corazón de la historia, que reducida al esqueleto, consiste en la afirmación de la vida y de su misterio; de una positividad última que emerge y se abre camino no a pesar de ese escenario de devastación total, sino dentro de él.
Gran parte del libro se centra en los diálogos, que son también descarnados (sin comillas y sin ningún tipo de concesión emotiva). En uno de ellos, hacia la mitad del volumen, se expresa el sentido de todo:

Todo va a ir bien, ¿verdad, papá?
Si. Todo irá bien.
Y no nos va a pasar nada malo.
Desde luego que no.
Porque nosotros llevamos el fuego.
Así es. Porque llevamos el fuego.


El fuego. No el de la lumbre, que sirve literalmente para sobrevivir. Sino el que «está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo»: el deseo, el corazón. Exigencias y evidencias. Todas las exigencias y las evidencias: en la novela se encuentran huellas evidentes de belleza y verdad, de justicia y de bondad. Es el niño el que encarna todo esto. Es él el que convence al padre para compartir lo poco que tienen con un viejo al que encuentran en el camino (una locura, porque ellos también se están muriendo de hambre). Es él el que le hace desandar el camino para devolverle la ropa a un desesperado que había intentado robarles y matarles (uno de los «malos» como los llama el padre). Es él el que, en un lugar de ese mundo desfigurado donde se detienen para descansar, salta con un «este es un buen sitio, papá» que nos deja atónitos. Es mirándole a él, mirando «sus pálidos cabellos enmarañados. Cáliz de oro, bueno para albergar a un dios», como vuelve a sorprendernos, en una realidad tan horrenda, una hermosura inexplicable.
Pero sobre todo, gracias a él el hombre puede hacer las cuentas con una pregunta inextirpable por el significado, por el sentido, incluso en un mundo devastado por el mal. La pregunta por Dios. Hay momentos en los que implora, casi blasfema («¿Estás ahí? ¿Te veré por fin? ¿Tienes cuello por el que estrangularte? ¿Tienes corazón? ¿Tienes alma?»). En otros quisiera que su «corazón fuese de piedra», para poder resistir a la desesperación que constantemente le persigue (las dos balas no son sólo para defenderse, sino para matarse si se hiciera imposible escapar de los «malos»). Pero antes de nada hay una certeza declarada, que se plantea desde el comienzo del viaje: «Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios, Él no ha hablado nunca».
Para el padre, Dios ha hablado, es más, habla. Y le ha confiado –le sigue confiando ahora– una tarea: proteger a su hijo. No puede haber nada menos ideológico y tan carnal. La vida entera consagrada a un solo fin, concretísimo: «Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tiene una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza. Bueno, susurró para el chico que dormía. Yo te tengo a ti».
¿Es una interpretación muy de CL? Vedlo vosotros mismos. Leedlo y juzgad. Decidme si es verdad o no que del libro de McCarthy (que a sus 74 años ha escrito novelas de gran belleza, como No es país para viejos, y vive retirado en un rancho de Nuevo México) brota una evidencia. Incluso en un mundo en el que ya no hay nadie –o lo que es peor, en el que el otro se convierte en miedo, peligro, riesgo que hay que evitar– el hombre se descubre a sí mismo solamente dentro de una relación, y sigue siendo él mismo, no pierde su humanidad. Es precisamente el hijo, lo que él lleva dentro: algo que en última instancia es positivo, un misterio bueno. Hasta el punto de poder decir en el último diálogo, mientras hablan de otro niño que habían visto fugazmente en la carretera días atrás y luego desapareció: «la bondad encontrará al niño. Así ha sido siempre y así volverá a ser». El mensaje es para el hijo, y está clarísimo: tu no morirás. Otros «buenos» te encontrarán.
No penséis que vais a encontrar un final feliz hollywoodiense (aunque sin duda el libro llegará a serlo), pero sí una esperanza. Fuerte y cierta, capaz de devolver el aliento aunque sea entre lágrimas. Ese aliento que sigue viviendo en un mundo en el que «todo era más viejo que el hombre, y murmuraba misterio».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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