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Huellas N.10, Noviembre 2007

CULTURA - IX Congreso Católicos y Vida Pública

Laicidad. Pensar la convivencia a partir de los hechos

a cargo de José Luis Restán

Después de su introducción sobre Una nueva laicidad, el cardenal Scola respondió a una serie de preguntas. Publicamos la transcripción de la entrevista

La cuestión del significado y valor de la laicidad es un viejo asunto que ha cobrado en los últimos años nueva relevancia en Europa. Pero en el caso de España, es además uno de los capítulos fundamentales de la agenda política (al menos de la izquierda que detenta el poder) y uno de los ejes del debate intelectual y periodístico (véase la última serie de artículos del diario El País). Para los católicos españoles este es un debate más reciente, pero también más dramático, que para nuestros colegas europeos. Creo que no se trata sólo (aunque también) de defender nuestro espacio de libertad, nuestra plena ciudadanía democrática en tanto que católicos. Se trata también de no dejarnos arrebatar el concepto de laicidad como si fuera algo extraño y ajeno a nuestra tradición –Benedicto XVI ha subrayado la inequívoca matriz cristiana de la verdadera laicidad– y eso exige un esfuerzo para repensar desde la experiencia de la fe vivida en este momento histórico, qué es la laicidad, en un diálogo crítico con los planteamientos de la cultura actual.

Querría preguntarle acerca del adjetivo “nueva” que aparece en el título de su obra, delante de laicidad. ¿Por qué es necesaria “una nueva laicidad”?
Obviamente ni puedo ni sería conveniente afrontar la situación española y entrar en el debate que la caracteriza: sería presuntuoso por mi parte.
Cuando hablo de “nueva” laicidad quiero insistir sobre todo en dos aspectos que me parecen hoy fundamentales: el primero consiste en la necesaria asunción crítica de la modernidad por parte de los cristianos. Una asunción que significa dar peso no sólo al nexo verdad-libertad, que es imprescindible: es necesario reconocer que la libertad está llamada a reconocer y servir a la verdad. Hoy debemos pensar más radicalmente la verdad de la libertad, es decir, la libertad de conciencia. Jesucristo, Verdad viviente y personal, se propone a la libertad finita del hombre; en segundo lugar: la modernidad –sobre todo en ciertas formas de pensar la democracia y la sociedad civil– se ha concebido laica en el sentido de considerar la religión como hecho meramente privado. Esta pretensión, sin embargo, se ha revelado infundada. Es necesario por tanto pensar de nuevo qué significa laico.

Usted critica un modelo de laicidad concebida como espacio vacío de identidades religiosas (en el fondo, lo que denominamos “laicismo”). Pero el prejuicio sobre el potencial de conflicto que conllevan las religiones, especialmente en su dimensión histórico-comunitaria, está ampliamente extendido en nuestro país, pienso que aún más que en Italia. ¿Qué implica una laicidad que excluye del ámbito público la dimensión religiosa?
El problema fundamental de una laicidad que excluye del ámbito público la dimensión religiosa consiste en el hecho de que se trata de una concepción de la vida social que piensa y quiere organizar una sociedad que no existe, que no es la sociedad real. Basta pensar al reciente dossier del Economist intitulado The new wars of religion.
Porque el hecho concreto es que las religiones existen e inciden en la vida social. Inciden en el modo de vivir y pensar el amor entre el hombre y la mujer, el trabajo, la justicia, el dinero... Para reconocer este dato basta imaginar qué sucedería en nuestro mundo si por un sortilegio desapareciesen todas las iniciativas religiosas en el mundo de la sanidad o de la enseñanza. ¡Sería el caos!
Las religiones existen e inciden en la vida pública. El problema, entonces, es cómo pensar este dato.

Sin embargo, cada vez que la Iglesia desciende a la arena y realiza juicios y propuestas que conciernen a la convivencia civil (familia, bioética, educación, justicia social), se dispara la acusación de injerencia. ¿Por qué esas intervenciones son plenamente pertinentes en el ámbito de la laicidad?
Como premisa debo decir que en las distintas localidades que estoy visitando durante la Visita Pastoral, me han invitado siempre de forma espontánea a participar en una sesión plenaria del ayuntamiento o a una asamblea de los responsables de las cooperativas agrícolas o de las empresas de turismo, para dialogar sobre los problemas concretos de las personas y de las familias de dicho territorio. Esto significa que la presencia de la Iglesia no es percibida como una injerencia, sino como una posibilidad de edificación común de la sociedad civil.
Dicho esto me parece que es necesario conceder a la persona con quien se entra en diálogo ser ella misma.
Los cristianos decimos, cito el Concilio Vaticano II, que «en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (...) Cristo el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes 22). Si tú quieres tomarte en serio el diálogo conmigo debes escuchar cómo me presento.
La Iglesia interviene en los debates citados precisamente porque Cristo manifiesta quién es el hombre en su plenitud. El ámbito de discusión no es, por tanto, si tengo o no derecho a decir lo que pienso sobre el hombre. Lo importante es discutir si la visión del hombre que propongo es más humana, defiende y cumple más la libertad del hombre y su deseo de felicidad.
En una sociedad plural no hay que tener miedo a que el otro manifieste su visión del hombre. Por eso si los cristianos no presentásemos públicamente nuestra propuesta prestaríamos un flaco servicio a la sociedad plural: sería más pobre, más débil.
Si yo testimonio la verdad, toda la verdad, no lesiono el derecho de nadie. Al contrario, lo fomento. Por ejemplo, si yo considero sana una sociedad basada en familias concebidas como uniones estables entre hombre y mujer y abiertas a la vida, propondré en la lid pública esta visión de la sociedad, aceptando lealmente la confrontación con otras visiones, en el respeto a los derechos de todos y utilizando todos los procedimientos previstos constitucionalmente. Si rechazase un testimonio de este género, que es mi deber proponer, no estaría contribuyendo al diálogo en la sociedad civil.

Creo que en su libro, usted rescata el concepto de diálogo (tan manoseado en nuestra cultura) con una luz nueva. En España llevamos tres años de áspero combate con el laicismo, y a veces asoma la tentación de la “ciudadela asediada” (que diría Balthasar) ¿Qué implica para nosotros, los católicos, ese llamamiento al diálogo, más allá del buenismo ingenuo o de las tácticas de mera supervivencia? ¿Cuál es el significado y la función del testimonio dentro de la nueva laicidad que usted plantea?
En mi opinión, el camino adecuado y posible es el del testimonio –uso esta categoría en sentido práctico y teórico–, al que ningún hombre puede sustraerse en virtud del riesgo que implica siempre la libertad. Es vano engañarse pensando que el hombre puede eludir la aventura del encuentro con el otro, porque todos nacemos y crecemos en virtud de relaciones.
El testimonio apela a todo hombre y a toda mujer, invitándolos a exponerse, a pagar personalmente, a no decidir de antemano hasta dónde se puede llegar en el encuentro y el diálogo con el otro.
Ningún hombre puede sustraerse al testimonio en virtud del riesgo que implica la libertad, que no puede nunca definirse a priori.
El testimonio –que puede implicar el ofrecimiento radical de la vida, pero únicamente como gracia donada a los inermes– indica la respuesta normal a la verdad, reclamada por todo acto de la libertad humana. En cualquier acto de testimonio la libertad, que decide irrevocablemente acerca de sí, utiliza, por así decir, toda circunstancia y toda relación para manifestar su adhesión a la verdad. El testimonio que brota del corazón de todo hombre religioso, como de la auténtica postura agnóstica (e incluso de la posición del ateísmo teórico, si tal posición es verdaderamente posible) rinde homenaje a la verdad absoluta.
El testimonio, fenómeno a un tiempo personal y comunitario, aparece por tanto como el único camino convincente para hablar al hombre posmoderno.

En un contexto de “escarnio cultural” (Benedicto XVI) y de presión política (me refiero a España, pero seguramente no sólo) el mundo católico está recuperando una cierta agilidad para la movilización en la calle, para exponer una palabra pública. Esto es, sin duda, positivo, pero no basta. ¿Cuáles cree que deben ser los acentos principales de la tarea de los católicos en el contexto actual?
Respondo simplemente citando las propuestas que como Patriarca de Venecia estoy promoviendo en la Visita Pastoral que, desde hace dos años, me permite encontrar las realidades más variopintas de la sociedad veneciana.
En primer lugar la urgencia fundamental a mi parecer consiste en regenerar el pueblo de Dios. Se trata, en efecto, de favorecer comunidades cristianas con una pertenencia sólida a la vida de la Iglesia, en las que sea posible experimentar la plenitud de humanidad fruto del encuentro con Cristo. En este proceso de regeneración ocupa un lugar principal la educación. Educación cristiana a tener el mismo pensamiento de Cristo, como dice San Pablo, o por usar una bella fórmula de Máximo Confesor: «posee el intelecto de Cristo quien piensa según Cristo y piensa Cristo a través de todas las cosas»; educación a la gratuidad y educación a vivir las dimensiones del mundo, sin censuras ni restricciones.
Comunidades de este tipo serán capaces de profundizar y proponer lo que yo suelo llamar «las implicaciones antropológicas, sociales y cosmológicas» de los misterios de la fe. Es necesario mostrar a nuestros contemporáneos la relevancia antropológica, social y cósmica del cristianismo.
Un ejemplo. Las sociedades occidentales del norte opulento de la tierra parecen cada vez más incapaces de pensar la diferencia sexual –el hombre-mujer– como una dimensión positiva e insuperable. Las consecuencias sociales y jurídicas de esta incapacidad están en la mente de todos y no hace falta recordarlas. Los cristianos estamos llamados a testimoniar a partir de nuestra fe en el misterio de la Trinidad, que la diferencia es un bien, no es discriminación, porque no contradice la identidad. En Dios Uno y Trino asistimos a la perfecta identidad en la diferencia más perfecta. Una implicación antropológica de este misterio de fe es el dato que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón (Mulieris Dignitatem 1), y que este dato es un bien y constituye el camino para aprender la relación como constitutiva del yo y, por tanto, la libertad.

Con frecuencia se repite que el único fundamento posible de la democracia es el relativismo. Es conocida la sólida crítica de los Papas, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI, a la dictadura del relativismo; pero a veces resulta difícil superar, en el debate público, la impresión de que esa crítica de la Iglesia va unida a una pretensión de hegemonía cultural, a una nostalgia de la cristiandad. ¿Cómo responde a eso?
Me he referido ya a la categoría de testimonio como una categoría central también desde el punto de vista teórico.
La pretensión de hegemonía cultural puede presentarse en modo subrepticio en dos casos: si no se reconoce que la verdad se propone a la libertad, y no se impone. Los cristianos, discípulos de la Verdad viviente y personal que se ha dejado crucificar con tal de respetar la libertad, no deberían tener dudas sobre este dato. En segundo lugar, es importante estar atentos para evitar una reducción ideológica de la fe. La fe, en efecto, posee como he dicho algunas implicaciones fundamentales desde el punto de vista antropológico, social y cultural, pero no puede ser reducida a “religión civil”, a ideología que sostenga una visión política del mundo.

Nuestras sociedades occidentales están viviendo un verdadero desafío con el fenómeno de las migraciones. Usted desarrolla una aproximación positiva y muy creativa a este fenómeno al hablar del mestizaje de civilizaciones. Puede explicarnos este concepto, haciendo referencia al caso concreto de la relación con el islam, dado que en España tenemos ya un millón de musulmanes.
Ante todo debo decir que la expresión “mestizaje de civilizaciones y culturas” ha nacido como intuición a partir de mi experiencia personal. No la he empezado a utilizar como fruto de una serie de estudios de antropología cultural, sino que me ha venido en mente en mis viajes en América Latina y, en particular, a partir de la consideración del pueblo mejicano (que quizá constituye el mejor ejemplo de mestizaje). He recurrido a esta categoría porque las otras que se utilizan –identidad, diálogo, integración, multiculturalidad, interculturalidad– no parecen completamente capaces de expresar la pluriformidad del proceso histórico al que estamos asistiendo.
Esta palabra –proceso– es la palabra fundamental para comprender lo que quiero decir con la expresión «mestizaje de civilizaciones y culturas». En efecto, yo no quiero referirme a una teoría o a una propuesta de lo que se debería hacer. Mi intención es, ante todo, constatar un proceso histórico presente en nuestras sociedades.
Los procesos históricos son acontecimientos y, por ello, muchas veces no se pueden prever ni dominar. Y sin embargo un proceso histórico, gracias a los factores que lo constituyen en el tiempo, puede ser estudiado y, en cierta manera, orientado.
El proceso de mestizaje de civilizaciones y culturas debe ser afrontado a partir de esta positiva actitud crítica. Dicha posición se fundamenta en dos convicciones profundas.
Ante todo la aspiración a la universalidad y a la unidad que constituye el corazón de todos los hombres de todos los tiempos, un corazón que busca la verdad. Lo confirma la posibilidad de reconocer la existencia de una experiencia humana elemental. Todo hombre y mujer vive, cada día, un entramado de afectos, de trabajo y de descanso: estas tres dimensiones constituyen un lenguaje dinámico universal que nos une.
En segundo lugar esta perspectiva es posible porque sabemos que un Padre ha abierto las puertas de su morada creando la humanidad y llamándonos a Sí de todos los rincones del mundo para hacernos partícipes de su misma vida. Dios guía la historia con un designio preciso que es más fuerte que las decisiones contradictorias de nuestra libertad y que el poder del maligno. La aventura humana de cada hombre y de todos los pueblos muestra la profundidad del amor de Dios que, para comunicarse, ha decidido pasar a través de la Cruz de Jesucristo, a través de la libertad finita de los hombres.
Concretamente la relación con personas y comunidades de otras religiones o culturas, debe tener en cuenta al menos tres niveles de actuación.
El primer nivel es el ámbito del testimonio de la caridad. En las relaciones interpersonales la lógica del testimonio a la verdad supera cualquier regla de reciprocidad. El verdadero testigo es quien se expone en primera persona para responder a la llamada de la verdad: se ama al otro gratuitamente, sin pretensiones ni cálculos.
El segundo nivel es el ámbito de la sociedad civil. En dicho ámbito es necesario que se establezca un orden para impedir que una gratuidad absoluta presente en la relación interpersonal, la relación yo-tú (Lévinas), se convierta en injusticia respecto a terceros. En este sentido es decisiva la vitalidad de los cuerpos intermedios en la sociedad civil, porque en este ámbito se juega la posibilidad de una integración mayor o menor de las minorías. Los colegios, las fábricas y las empresas, los barrios y, en general, todos las realidades asociativas y educativas pueden favorecer la dinámica del reconocimiento recíproco que renueva permanentemente una sociedad civil auténticamente democrática. La integración se juega en el ámbito de la sociedad civil en obediencia al principio de subsidiariedad.

En tercer lugar es necesario considerar el ámbito del Estado. A las autoridades estatales les corresponde garantizar un contexto de orden, de paz y de bienestar adecuado para que viva la lógica del testimonio de los sujetos y de los cuerpos intermedios. La autoridad debe prestar particular atención a salvaguardar la importancia de una tradición innovadora, factor dinámico que edifica la civilización. Y para ello debe respetar en grado máximo la historia, la cultura y las costumbres del pueblo al que representa. Ello le permitirá no imponer mecánicamente una idea teórica y abstracta de integración. Por ejemplo la autoridad no dará el mismo peso, desde un punto de vista práctico, a la hora de juzgar los derechos de culto a una mayoría del 90% de católicos respecto a una minoría del 1 o 2% de musulmanes.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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