¿Por qué estudiar?
¡Estamos presentes!
Octubre es un mes muy intenso para los estudiantes de secundaria porque nos metemos de lleno en el estudio con la frescura del comienzo de curso. Sin embargo, la frescura no es automática y patrimonio de todos, sino que nace y renace continuamente del no dar por supuesto por qué estudiamos. Más aún, del tomarse en serio la pregunta por el sentido del estudio y del aprendizaje. Julián Carrón nos lo recordaba en la Santa Misa que celebró en la Apertura de curso del Liceo Sacro Cuore de Milán: todos tenemos ciertas expectativas ante un nuevo curso y el deseo de que lo que nos espera «pueda ser un paso más en el descrubrimiento de qué es la vida y de qué soy yo». Este deseo es el que compartimos con todos nuestros compañeros: que cada clase y cada momento de estudio, que todas las relaciones que vivimos en el ámbito de la escuela supongan un paso en adelante hacia la vida y hacia nuestra realización como hombres libres. Resulta extraordinario advertir que este deseo de vida y de plenitud es posible porque ambas cosas existen y las vemos encarnadas en personas concretas y cercanas. El deseo no se genera por sí mismo: se despierta porque lo que desea existe y se hace ver o intuir en nuestra existencia. Muchas veces, incluso entra en clase y sube a la catédra; otras, está sentado a nuestro lado y lo experimentamos en la relación con los compañeros.
¡PARA NO PERDÉRSELO!
Ser estudiantes [en el original: “Ser enseñado”] no es sólo un medio, sino que es un fin, es una liberación, es una apertura. Es la felicidad de convertirse en otro. Es, como lo recuerda la etimología de la palabra escuela, la forma suprema del otium. Lo hemos olvidado. Y ahí, en ese olvido, mucho más que en la incapacidad de ofrecer a nuestros hijos un porvenir sin angustia, radica, en mi opinión, nuestro fracaso más grave, pues, a diferencia de las vicisitudes de una economía globalizada, tal fracaso nos es plenamente imputable.
(Alain Finkielkraut, La querelle de l’école, Stock/Panama 2007, p.221)
LA BELLEZA QUE HIERE
En octubre tuve la oportunidad de viajar a Francia con mi clase de Liceo Artístico y ver el crucifijo de Grünewald, pintado en 1515 y conservado hoy en Colmar. Esta Crucifixión impacta mucho por su dramatismo e induce inevitablemente a reflexionar sobre su significado. Mirarlo a partir de detalles fuera de un contexto global y particular conduce siempre a una lectura pesimista e injustificable; en cambio, una visión de conjunto puede hacernos ver cómo el Maestro, utilizando muchos «fragmentos opacos», dolorosos y aun angustiosos, nos guía a comprender el fruto de la Cruz : una Presencia que obra la salvación de la condición humana. El Cristo crucificado es la exaltación de la realidad carnal, concreta, sensible,
en virtud de la Encarnación. Romano Guardini decía que ninguna religión es tan materialista como el cristianismo. Medita uno sobre la Belleza, pero no la belleza de un Dios filosófico que, al fin y al cabo, no le interesa gran cosa al hombre; no un Dios que sea un mito como otros en el plano de las ideas, tampoco como un ser que ponga en marcha el mecanismo del tiempo y de la historia; no una belleza escondida destrás de la escena representada, sino una Belleza revelada. De tal manera que este cuadro es la «ranura» por la que pasa la luz de Cristo y me alcanza, ¡me mira a mí! El relativismo es mentiroso porque no todas las respuestas que se ofrecen a nuestra condición humana son buenas: Grünewald nos ofrece una respuesta muy fuerte, muy precisa.
(Andrea, Milán)
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