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Huellas N.10, Noviembre 2007

CL - Padua

El último “robo” de un buen ladrón

Paola Bergamini

Dieciséis años de condena. Luego, estando preso en la cárcel, un encuentro que le cambia la vida. La historia de Hilario, día a día, hasta su culminación

«Será por ser un preso, pero he tenido la neta sensación de estar rodeado de muchas personas que tenían –no sé bien como definirlo, si solidaridad u otra cosa–, un buena disposición hacia mí (hacia nosotros, los detenidos) y ciertamente nos trataban con cariño». Era diciembre de 2005 cuando Hilario escribía estas palabras a los amigos de la cooperativa Giotto, con los que llevaba trabajando desde 2001 estando en la cárcel de seguridad Due Palazzi de Padua. Un mes antes, en la presentación de las actividades laborales a la prensa, la televisión y las autoridades judiciales, leyó la carta que, junto a otros presos, dirigió a Benedicto XVI y al Presidente de la República italiana, Carlo Azeglio Ciampi. A él, siempre tan cortante e irónico, se le quebró la voz más de una vez mientras leía: «cuando se cae en la cuenta del mal que se ha hecho, no se querría nunca acabar de expiar la pena; e incluso cuando se ha cumplido la condena, el dolor que queda en el corazón es grande».
Y la pena que le quedaba a él por cumplir era todavía larga. Llevaba en la cárcel desde 1985; luego, evasión, atraco, homicidio y en 1998 el traslado a Padua sin la posibilidad de gozar de ningún beneficio de la Ley. Allí conoció a estas personas que tenían confianza en él y le dieron un trabajo. Hilario no es un gran trabajador, es el primero en admitirlo; no le interesa ser bueno, sin embargo, en esas personas vio que había algo más, una gratuidad inesperada, diferente. Decidió que se les podía dar crédito, que merecía la pena jugar esa partida. Día tras día.

En el Meeting, 12 horas de libertad
En agosto de 2006, junto a otros nueve presos, participa en el encuentro sobre la justicia en el Meeting de Rímini. Está sentado ahí, en primera fila, para escuchar al ministro Clemente Mastella, el senador Giulio Andreotti y el presidente de la cooperativa Giotto, su amigo Nicola Boscoletto, su “megapresidente”, como le gusta llamarlo. Al final del encuentro se proyecta el vídeo grabado en los talleres de trabajo en la cárcel Due Palazzi. Hilario se ve en la pantalla mientras trabaja con un maniquí y bromea con su maestro, Héctor; también ve a Gianni, que explica lo que ha supuesto para él poder recomenzar a trabajar, y luego a Amir, con el gorro de cocinero. Nueve minutos de imágenes, nueve minutos para mostrar que dentro de la experiencia de un bien, dentro de una relación, el mal puede ser vencido. El mismo dolor por el mal cometido es una victoria que el perdón es capaz de lograr. Entre el estruendo de los aplausos resuena desde el escenario la voz de Boscoletto: «Aquí, aquí en primera en fila hay diez de estas personas». Otros aplausos. Hilario mira todas aquellas caras desconocidas, todos aquellos chicos. Está contento, y no sólo por las 12 horas de libertad que se le han concedido.
En septiembre recomienza el trabajo, pero Hilario no está bien. Tiene que someterse a algunos análisis médicos. El resultado es infausto: tumor de hígado. Es hospitalizado, para operarle. Vistas sus graves condiciones, se le suspende la pena e Hilario, junto a su compañera Germana, va a vivir cerca de Mantua donde viven sus parientes. La relación con los amigos de Giotto continúa, aquel hilo de gratuidad es fuerte como el acero. Le encuentran una cooperativa que le ayude con las curas médicas y le proporcione un trabajo a tiempo parcial. Quedan en contacto telefónico y cuando es posible van a verle. Así durante seis meses. Luego, en junio, las condiciones se agravan. No hay nada que hacer. Hilario es hospitalizado en una clínica para enfermos terminales en la ciudad de Castiglione delle Stiviere.

Pedir el milagro
El 22 de julio Nicola recibe una llamada: se acerca el final. Quiere ir a verle, pero no solo. Hace falta un cura. Le pide a su amigo, el padre Lino, que le acompañe. De camino, Nicola le cuenta la historia de Hilario. «No sé cómo reaccionará cuando te vea». «Recemos el Rosario –contesta el padre Lino–. Que antes que nosotros vaya a su encuentro la Virgen, que es la puerta del Cielo; luego, iremos nosotros». Hilario está casi irreconocible. Nicola, después de haber pedido el permiso a Germana, la compañera de Hilario, se acerca y le pregunta si quiere un cura para rezar una oración y recibir la Unción de enfermos. Hilario asiente. Rezan juntos. Nicola piensa: ¿por qué no pedir el milagro para alguien que ha robado y matado? El mundo diría que es injusto, pero también el buen ladrón se salvó en el último instante de su vida. Basta con decir un “sí” para romper la última resistencia ente el Misterio Bueno. Lo encomienda todo a Dios. A la mañana siguiente, inesperadamente, Paola, la hermana del enfermo, le informa de que las condiciones son estacionarias; luego, a las once y a cuarto: «Hilario ha muerto». «Decidme cuándo será el funeral». «Queríamos una simple bendición, sin ir a la iglesia». «Que sepáis que hay personas que estarían felices de participar en la misa por él». Por la tarde, Paola le vuelve a llamar: «He logrado lo más importante de mi vida: les he convencido de celebrar la misa, en la Catedral».

El 26 de julio, el funeral: los parientes, Germana, algunos viejos compañeros de correrías que desde hace años no entran en una iglesia y Nicola, Andrea y Sandra, los amigos de la cooperativa Giotto. Al final Nicola dice unas palabras: «Me gusta recordar a Hilario como el buen ladrón. Por el simple hecho de haber querido recibir el Sacramento de la unción de enfermos y decir una oración ha logrado su robo más valioso: el Paraíso. Ahora, para él ya no hay diferencia entre quien le ha querido y quien no. Ahora será una ayuda para todos. Ya lo es para mí. Gracias, Hilario».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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