Soy educadora y desde hace tres años estoy trabajando con el equipo de CESAL en Huachipa. Mi responsabilidad es coordinar con el equipo de profesores el trabajo con los niños y sus familias. Es una gran experiencia de vida, que voy aprendiendo día a día. La diferencia con los trabajos que he realizado anteriormente es abismal. Durante tiempo he sido profesora en la escuela estatal, donde gozaba de cierta seguridad (5 horas de trabajo, seguro médico, jubilación…), pero buscaba algo más y pensé encontrarlo en una escuela privada. No lo hallé, ya que no valoraban a las personas que tenían delante, sino sólo como un objeto de intervención educativa, y no como unas personas con sus necesidades. Tampoco se tenía en cuenta a sus familias. Me decían: «Si usted desea hacer algo más, hágalo, pero como horas extras». Para ellos la persona sólo valía dentro de las paredes de la escuela. Eso no llenaba mi vocación. Cuando me planteé la idea de ir a trabajar con CESAL me decía: «Será lo mismo de siempre o peor, ya que en el Perú la mayoría de las ONGs no son muy bien vistas». Pero pensé: «Tengo que probar». Al inicio me sorprendí del trabajo que se realizaba, y casi quise irme, pues los niños de la zona eran diferentes a los que yo estaba acostumbrada a tratar. Gracias a Dios conté con el apoyo de dos grandes personas que, respetando mi libertad, me invitaban a arriesgar día a día. Nunca me sentí sola, siempre he estado acompañada valorando los casos, el trabajo, educándonos mutuamente. En CESAL no sólo encontré un lugar, sino un hogar en el cual me sentía cada día pertenecer. Encontré personas que miraban a las otras personas en su totalidad, personas que se arriesgaban sin a veces ganar nada a cambio. Cada día me sigo sorprendiendo de esta experiencia de la que continúo aprendiendo, y asistiendo al cambio milagroso de muchas personas. Es el caso de una de nuestras familias, una madre y una hija. Desde que las conocí fue un recorrido de paciencia y de educación por ambas partes. La mamá era muy agresiva al igual que su hija, tanto, que en la escuela, sus tíos y sus vecinos, la aislaban. Como a otras familias, también a ellas las visitábamos en su casa. Poco a poco fueron cambiando. Desde un saludo al vernos o una preocupación de la madre de venir al centro a preguntar por su pequeña, hasta un mayor cuidado de la madre de sí misma y de su aspecto. Nuestra amiga no cambió porque se lo dijésemos nosotros, sino porque vio en nuestra relación una amistad, con ella que era así de agresiva y discutía con todo el mundo. A la madre se la invitaba al aula y observaba el trato que recibía su niña. Un día que la niña se enfadó, rompió cosas y golpeó a sus compañeros, vio que nosotras no discutíamos con ella sino que la tranquilizamos y desviamos la conversación. Después le propusimos darse una ducha, que es su momento favorito. Ya calmada, conversamos con ella sobre su actitud, y ella misma decidió arreglarlo todo y limpiarlo y comprometerse a juntar las propinas para comprar el vidrio que quebró. Su madre muchas veces nos decía: «No, no señorita, un par de correazos y ya». Nos pasábamos días pidiendo a la mamá que no le pegara. A veces venía muy contenta y nos decía: «¡Ya no estoy pegando a mi hija! Para que ella pueda aprender sola». El cambio fue a raíz de esa mirada diferente que recibió y que le hizo darse cuenta que ella y su niña son personas con un valor. Hoy, esta familia que al inicio para muchos parecía no responder, es para algunos una familia ejemplar.
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