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Huellas N.01, Enero 2020

RUTAS

Años de plomo. La fuerza del perdón

Davide Perillo

El «éxtasis de la revolución», el terrorismo, las víctimas... ¿Cómo hemos logrado salir de un drama que quebró Italia? ¿Y qué nos enseña ahora aquella historia?
Angelo Picariello recorre en su último libro los años de plomo y la vida de sus protagonistas, víctimas y verdugos. Hasta llegar a esos momentos impensables que les hicieron recapacitar y arrepentirse



Tal vez lo más importante de este libro sea algo que entendí hace unos días. Fui a recoger a mi hijo al colegio y uno de sus compañeros se había empezado a sentir mal. Poco después nos enteramos de que no había salido. Murió así, de golpe. A los once años». Para Angelo Picariello, analista político del diario Avvenire, se encendió así una luz que le llevó a un libro que acaba de llegar a las librerías después de varios años de trabajo. Se titula Un’azalea in via Fani (Una azalea en via Fani, ndt., San Paolo) y ofrece un recorrido «desde el atentado de Piazza Fontana en Milán hasta hoy», entre «terroristas, víctimas, redención y reconciliación», como dice el subtítulo en la portada. A primera vista, nada que ver con el drama vivido en el colegio de su hijo. «Pero allí se abrió ante mí una encrucijada. O piensas que “la vida continúa", y sigues adelante con todas las importantes tareas que tienes que hacer, o te das cuenta de que tu hijo te necesita y te quedas con él. Porque seguir con los quehaceres, en aquel momento, habría sido como entregar la vida a un ideal abstracto».
Es una buena imagen de lo que está en el origen de las muchas historias que cuentan estas páginas, donde se habla de caminos de redención, de vidas perdidas (y víctimas tiroteadas en las calles) por «hacer la revolución» y luego recuperadas con mucho sufrimiento, y con el paso del tiempo, gracias a dolorosos encuentros y arrepentimientos. Franco Bonisoli es uno de los miembros del comando de las Brigadas Rojas (BR) que el 16 de marzo de 1978 secuestró a Aldo Moro y mató a su escolta. La azalea del título es la que él mismo plantó en el lugar del suceso, 35 años después, justamente durante una mañana que pasó con Picariello.
Páginas que recorren momentos decisivos de la historia italiana, desde el atentado en Piazza Fontana hasta el caso Moro, el homicidio Calabresi en Piazza della Loggia y tantos otros. En ellas emerge la humanidad de los protagonistas, víctimas y verdugos. Despuntan personajes imponentes, tanto nombres conocidos -como el propio Moro o Gemma Calabresi- como otros más ocultos (como Mariano Romiti, un policía romano asesinado por las BR). Destaca la decisiva contribución de hombres y mujeres de fe (el padre Adolfo Bachelet, sor Teresilla Barilla, el cardenal Martini...), capaces de interceptar hasta los más pequeños signos de apertura en el alma de tantos exterroristas, cuando la Iglesia se había mostrado en gran parte incapaz de ofrecer una propuesta a la altura de las preguntas de una generación inquieta. Incluso descubrimos también algo más de Comunión y Liberación, que sale bastante en el libro, no solo debido a acontecimientos conocidos (la crisis del 68, los asaltos a las sedes sufridos en 1977 cuando apareció la difamadora acusación de que «CL recibía dinero de la CIA»), sino también por relaciones insospechadas, porque muchos terroristas procedían de ámbitos católicos. Y algunos hicieron el recorrido inverso, en esos mismos años (pongamos el caso de Enzo Piccinini, que conoció el movimiento cuando frecuentaba un apartamento en Reggio Emilia por el que pasaron muchos que luego abrazarían la lucha armada) o más tarde.
No es extraño, por tanto, que al hablar de exterroristas, Picariello los llame «amigos». «Me ha invadido una extraña conmoción en la relación con ellos. Algo que me recuerda una atracción adolescente que yo también sentía hacia ciertas dinámicas. Y no solo eso. En el libro cito una frase de Giorgio Bocca, hablando de la “necesidad de respuestas totales y definitivas" que compartían católicos y comunistas. Esa frase los convierte en cierto modo en compañeros de camino».

¿Por qué?
Yo también he visto en mí todo el esfuerzo que supone salir de ciertos estereotipos que se proponían a mi generación. Cuando empecé a trabajar con estas historias, se añadió un plus de conmoción al ver lo que había sido de su vida a partir de un deseo que, en el fondo, no era muy distinto del mío. Fue un gran impacto darse cuenta de lo que decía hace unos días Agnese Moro, hija de Aldo Moro: en el fondo, estas personas son buenas. Es gente que se movía por una búsqueda, por un deseo de justicia sobre el que luego se desató la violencia de la ideología. Pero de joven yo podría haber estado perfectamente de su parte...

¿Cómo nace el libro?
Al principio, como un estudio para el Instituto San Pío V. Hace unos años tuve que entrevistar a Maurice Bignami, que fue líder del grupo terrorista Prima Linea. Llevaba tiempo viendo cómo se contaban ciertos hechos
de manera sesgada y tenía muchas ganas de aclararlo. Le busqué, hablamos y comenzó un camino que luego me llevó a muchos otros encuentros: Franco Bonisoli, Franceschini... Pero no fue casual. Sentía la necesidad de aclarar las cosas.

En el prólogo, muy significativo, el historiador Agostino Giovagnoli escribe que entre sus méritos está el de «preguntarse el porqué de los terroristas», captando nexos y relaciones entre sus historias. ¿Cuál es ese «porqué»? ¿Qué les movía?
Ante todo, ellos prefieren el término “lucha armada" al de “terrorismo". Y te lo explican diciendo que han causado mucho mal, y lo reconocen, pero su último objetivo no era causar terror sino alcanzar la justicia. Una vez, uno de ellos usó una palabra que explica muchas cosas. Me habló de «éxtasis» por un ideal de justicia absoluta que querían construir. Algo a lo que casi querían consagrarse, aunque implicara la eliminación del otro. En el clima de aquellos años -Piazza Fontana, el golpe de estado en Chile, el referéndum del divorcio- muchos se dejaron llevar por una perspectiva revolucionaria porque les parecía inadecuado lo que tenían entre manos. Se lo decía el propio Franceschini a Guido Folloni, católico con el que frecuentaba el entorno de Reggio Emilia, por donde también andaba Piccinini: «Aquí no se concluye nada.». Poco después entró en la clandestinidad. A otros no les pasó por los pelos, por un imprevisto.

¿Puede poner algún ejemplo?
Claro, en el libro está el relato increíble de un amigo mío, Marino Tedeschi, que dirigió durante mucho tiempo el coro de CL en Roma. Para él, el imprevisto que le salvó fue un suspenso. Jugaba en un equipo de balonmano lleno de chavales que luego serían brigadistas. Al suspender, para resarcir la decepción que había causado a sus padres, empezó a ir a la parroquia y allí conoció el movimiento. También está Adriana Romiti, hija de un mariscal asesinado por las BR. Su padre estaba preocupado porque ella alternaba la compañía de los de CL con los del Comité comunista Centocelle, que acabó en las BR. Adriana cuenta que empezó a pensar que su padre tenía razón el día que vio una manifestación bloqueando el tráfico. Un pobre hombre protestó porque tenía que ir a trabajar y le golpearon con una barra de hierro. La ideología en contra del hombre. Aquel día empezó su separación de ese mundo.

Para muchos, el inicio del cambio fue el encuentro con alguien que les tratara como personas, no solo como culpables. Y casi siempre era gente de Iglesia...
Casi todos los terroristas acabaron en la cárcel, pero las condenas y el fracaso palpable de los ideales revolucionarios solo crearon las premisas del cambio. La cuestión es que estas personas, llegadas a cierto punto, se hicieron mendigos. Cuando expresaban algún residuo de arrogancia, era una arrogancia desesperada. Llegados a cierto punto, la única violencia que estaban dispuestos a ejercer la habrían ejercido de buena gana contra sí mismos. Y en esa dimensión la Iglesia podía trabajar, y emergió toda la fuerza de ciertos testimonios «normales», como la familia de Vittorio Bachelet, profesor asesinado por las BR.

¿En qué sentido?
Si lees la oración de los fieles recitada por su hijo Giovanni en el funeral, es impresionante: «Perdón, y nunca venganza». Casi parecía que les hubieran educado para afrontar una tragedia así. Pero era poner en práctica la actitud del padre ante tantos homicidios que él había visto en televisión, un reclamo continuo al hecho de que era hora de construir, no de dividir. Es maravilloso ver cómo el hermano de Vittorio, el jesuita Adolfo, se convirtió en el hilo que ha mantenido unidas tantas historias, y tan distintas, de recuperación. No hay una persona que no cuente su cambio a partir del encuentro con él, o con sor Teresilla.

¿Por qué escribe que el perdón es «el único factor de redención»?
Para muchos de ellos, casi todos, el perdón es algo que no han buscado. Les ha abrumado, literalmente. Recuerdo algunas conversaciones con Bonisoli y con Agnese Moro en 2005. Se notaba que había posibilidad de un encuentro entre ellos. Pero cuando se lo decía, no me respondían. Ella me respondía con silencio y él, bajando la cabeza. Eso me hizo entender que Bonisoli nunca había pensado que mereciera el perdón. Era algo que tal vez deseaba en su interior, pero no tenía el coraje de esperarlo. Cuando sucedió, fue impresionante. Y puso en movimiento muchas historias. También es interesante lo que dice Giovanni Ricci, cuyo padre fue asesinado en Vía Fani: el perdón no es una liberación solo para quien lo recibe, sino también para quien lo da.

¿Qué puede decir toda esta historia al momento actual?
Lo explica muy bien Agnese Moro, otra figura extraordinaria. «Sumar odio al mal es facilísimo. Y en este momento hay una peligrosa tendencia a hacerlo. La construcción, en cambio, necesita tiempo». Hoy, si quieres poner una bomba, no hace falta que arriesgues tu vida. Puedes hacerlo desde tu casa, con un teléfono, en las redes sociales. Basta entender cuáles son las cosas que reúnen a personas -sobre todo jóvenes- en torno a un punto de fragilidad. Y es un proceso veloz, rapidísimo. El bien, en cambio, necesita tiempo para afirmarse. Tiene que ver con la palabra “construcción". Y la construcción requiere fundamentos, proyectos, objetivos. Maestros. Es un proceso. Vive de fulguraciones, de encuentros, de los que nace una construcción. Hace falta mirar a quien construye.

En el libro hay una figura que destaca en este sentido, Aldo Moro.
En cierto modo, es el personaje que mantiene todo unido. Como los principios de reeducación de los presos, que él quiso destacar en la Constitución. Por cómo afrontó el 68, encontrándose con los líderes de la contestación para intentar comprender. Uno de ellos, Marco Boato, cuenta cómo le impactó su manera de tomarle en serio. El propio Moro se relacionaba con los jóvenes de CL, e incluso pagaba el diezmo para la gente del movimiento, está documentado. Lo haría seguramente también con otros, claro está. Pero lo que está claro es que era un signo de que en aquel momento tan complicado sentía afín a CL, lo veía presente de otro modo en un contexto en el que se estaban sentando las bases de lo que luego acabaría con él. Lo percibía a la altura del desafío. Y nunca dejaba de informarse, de dar consejo, de apoyar. Ver a alguien así implica una dinámica que te abre a todo, justo lo contrario de encerrarte en tu esfera privada. Eso era Moro. Y es interesante que siga siéndolo.

¿En qué sentido?
Pongo solo un ejemplo. En un encuentro organizado por el Centro Asteria en Milán, hace tiempo, intervino Bonisoli. Su esposa estaba en primera fila. Detrás de ella, oye a dos jóvenes que comentan: «Vale, ¿pero entonces tengo que ir yo ahora al cara dura de mi vecino para pedirle perdón?». Y la chica de al lado: «Si ellos lo han hecho, ¿no puedes hacerlo tú?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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