La invitación a abrirse sin excluir a nadie sacude en primer lugar a los católicos. La autoridad de un hombre que «no se contenta con un rol». Y la necesidad de un camino, para que todo no acabe en nada... Las voces de algunos misioneros en Asia, tras la visita de Francisco
En la Saint Mark Church, Pathumthani, en la periferia de Bangkok, el padre Adriano Pelosin, como bajo una lupa, ve lo que en su opinión está pasando en toda la Iglesia. El testimonio del Papa nos pone ante una disyuntiva: si ceder o no ante la bondad de Dios. Comenta que, a veces, deja de leer lo que dice Francisco, porque le provoca demasiado. «Nos invita a caminar hacia un horizonte maravilloso, pero nosotros no queremos cambiar, porque esto rompe con nuestra tranquilidad, pone en tela de juicio nuestros poderes, contesta a nuestro hombre viejo». Y pone en crisis también a los católicos de su parroquia. «Hay una resistencia evidente ante la belleza de esta Iglesia madre que quiere abrazar a todos. No se trata solo de ser valientes. A veces, yo tengo miedo de decir y hacer ciertas cosas, aunque las desee. En cambio, el Papa las dice y las hace. Y me contagia». A fuerza de abrirse, su familia se compone hoy de dos sacerdotes con problemas que el obispo le ha confiado, un chaval de 34 años con retraso mental, que es como si tuviera cinco, siete chavales abandonados, tres mujeres que se dedican al apostolado, un sin techo (que debe hacer la diálisis cuatro veces al día) junto con su compañera. «A ellos les he pedido que se hagan cargo de tres niños huérfanos. Lo hacen muy bien». Además hay tres jóvenes del instituto misionero creado por la Conferencia episcopal para el anuncio a los no cristianos, y del que el padre Adriano es superior general desde hace diez años.
Para quien está de misión en esta tierra de Oriente, la llegada de Francisco ha sido «un vendaval benéfico, que trae lluvia cuando el terreno está reseco y más lo necesita», comenta el padre Mario Bianchin, misionero del PIME (Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras, ndt.), 78 años, desde hace 47 en Japón. «Creo que lo más importante es que el Papa ha hablado con autoridad. Utilizo esta palabra en su sentido más verdadero. Como han dicho algunos jóvenes, “habla de la vida como nadie". No se contenta con un rol. Es una verdadera autoridad porque su persona coincide totalmente con lo que cree y con lo que hace». Solo puede poner una comparación: «Cuando vino aquí la Madre Teresa. Fue un encuentro breve, pero se te queda dentro, te marca para toda la vida. Son personas que tienen la fuerza de cambiarte, de hacerte crecer. En un mundo, además, en el que la autoridad se reduce a una relación necesaria para situarte dentro del engranaje de un grupo, sea cual sea, o de la sociedad».
Cuando el Papa vuelve a Roma, «el problema es ponerse en marcha», continúa Bianchin. «Es preciso llevar a cabo una generación profunda y paciente. Tanto mis fieles como los medios estaban entusiasmados con la visita, pero las noticias pasan pronto... La misión en Japón, al igual que cualquier vida, necesita de un cuidado amoroso a lo largo del tiempo». En la sociedad tailandesa, que «le encanta la coreografía, la impresión visual, la apariencia», explica Pelosin, «hace falta trabajar para que todo no acabe en nada. Es nuestra responsabilidad como católicos». Entonces, abrirse a 360° merece la pena porque «me hace vivir a mí, me enriquece. Basta con ver la sonrisa de los chavales budistas que por primera vez se sienten acogidos por una iglesia que creían severa, lejana, extranjera. Vienen aquí a jugar, a estar con nosotros, a comer con nosotros. Muchos han empezado a ir a catequesis. O también ver las ancianas que viven solas y que vienen a la iglesia moviéndose con dificultad, con muletas. La mitad de la gente que acude a nuestra parroquia es budista». Esta larga vida como misionero lo está transformando «todavía hoy, con 64 años. Sigo descubriendo cosas nuevas, revisando lo que pensaba el día anterior».
En Tailandia, el Papa ha recordado insistentemente que tenemos necesidad del otro, por muy distinto y lejano que nos parezca, «para vislumbrar el designio amoroso del Padre que es mucho más grande que nuestros cálculos y previsiones». Y para experimentar lo que él siempre repite, que «el Espíritu Santo nos precede», continúa Pelosin. Un ingeniero culto y budista le visita porque quiere casarse con una vietnamita católica, le escucha hablar de la creación y se conmueve: es lo que siempre había pensado del universo, pero no se atrevía a decirlo, porque está en contradicción con las enseñanzas recibidas. «Ese hombre estaba ya preparado para acoger la verdad de la fe, porque Dios ya había trabajado en él». Con cada uno lo hace de una manera distinta. Piensa en una joven mujer que descubrió a Dios «por el asombro de verse amada. Vivía en la miseria, en una chabola de un barrio de mala fama. Nosotros fuimos a acompañar a su padre en todo y ella, en un momento dado, nos preguntó: “Pero, ¿quiénes sois vosotros?"». Empezó la catequesis y al final esta mujer, analfabeta, y el ingeniero se hicieron amigos. «Algo imposible en esta tierra». Para que me entendáis, aquí en la escuela existe el rito de la “postración" de los estudiantes ante los profesores. «Nuestra puerta es la que da paso a Jesús. Por el amor que experimentan, llegan a creer», sintetiza Pelosin, dando voz a los que viven en la iglesia en estas tierras, donde el cristianismo se ha reducido en amplia medida a una historia política y cultural. Pero el agua de la caridad corre en dirección contraria en muchísimas obras educativas, sobre todo en las relaciones personales.
El padre Andrea Lembo, superior general del PIME, desde hace diez años en Tokio, habla de sus chavales. «Solo pueden conocer a Cristo encontrándose con alguien a quien él le haya cambiado la vida». La evangelización aquí está llamada a ser scramble, como los inmensos enjambres de calles donde la muchedumbre de peatones cruza en todas las direcciones. «Las personas se encuentran si “cruzamos" la vida», como se cruzan los flujos humanos de la “sociedad de los transportes", entre 28 líneas metropolitanas y trenes de alta velocidad. Habla de los niños (en la megalópolis uno de cada seis es pobre) que acoge en el comedor de Los Ángeles, o también de los chavales que acuden para hacer los deberes en el centro extraescolar gratuito de la parroquia. Y también del drama que supone medirse con chavales que quieren quitarse la vida. Se estima que en ese país hay un suicidio cada 15 minutos, casi 30.000 al año. «No hay familia que no haya sufrido algún caso». El padre Lembo ha fundado el centro cultural Galilea para abordar juntos (un tercio de los colaboradores no son cristianos) los problemas de la sociedad y tratar de romper el aislamiento. Se difunde el fenómeno de los hikikomori (casi medio millón) que se autoexcluyen, encerrándose en su cuarto o en los «Internet café»; los que rechazan la vida social que corre por vías rígidas, planteando objetivos obligatorios que no se pueden fallar. Muchos viven aprisionados. El padre invita a los jóvenes a comer juntos, a hablar, a salir del aislamiento. «En el poco tiempo libre que les queda, porque los ritmos de estudio y de trabajo son muy fuertes, se abre para ellos un espacio de libertad, que es el espacio de su corazón, un espacio de compañía».
Biachin que, en cambio, vive en las colinas al norte de Kawasaki, en la provincia de Yokohama, sabe muy bien que la vida en Japón es bellísima y difícil como la naturaleza, «como esta tierra montañosa tan probada por terremotos e inundaciones. También por esto, la mentalidad refleja la necesidad de supervivencia». Aquí el grupo va antes que el individuo, por¬que no se puede vivir solos. Es la organización lo que le mantiene a uno en vida; el sentido de la vida se sustituye por una explicación funcional de todo. «Hay una cierta intuición de un significado, pero sin el anuncio en carne y hueso eso no se aclara, no se halla respuesta a la necesidad de sentido. El horizonte de la vida se cierra y avanza inexorablemente hacia la muerte». El Papa «que ha llevado un mensaje concreto, no teórico, ha abierto una brecha, porque es un pueblo pragmático y con una inmensa necesidad de vivir. ¡Y resulta evidente que él ha encontrado la llave de la vida!». Se entusiasma el misionero haciendo referencia a este pasaje de Francisco: «Sin relaciones, nos deshumanizamos, perdemos nuestro rostro, perdemos nuestro nombre y nos convertimos en un objeto más. Quizá el mejor de todos, pero siempre un objeto. Pero nosotros no somos objetos, somos personas».
Somos seres en relación, las relaciones nos dan un nombre. Me vuelve a la mente Catalina, una joven mujer de la tribu lisu, en las montañas del norte de Tailandia, que ha llamado a su hija Pime, como el Instituto misionero, por el agradecimiento por el encuentro con rostros como el del padre Claudio Corti. «Su padre murió por la droga, su madre tan solo quería el dinero. Ella tenía 15 años y se puso en camino. Hoy su vida de fe es realmente llamativa por sus raíces. Solo se explica por la obra del Espíritu Santo y por el testimonio de algunos laicos. Son ellos los que evangelizan». Corti llegó a Bangkok por primera vez en 1998 y no deja de asombrarse de las conversiones que suceden «gracias a una simple amistad».
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