De viaje con el Papa para ver de cerca su modo de pensar y actuar, su trabajo a largo plazo para construir el sujeto humano. Hoy, cuando «la grave amenaza» es la pérdida del sentido
Kosuke Koyama, teólogo japonés que pasó mucho tiempo como misionero en Tailandia, se inventó una imagen literaria en la que Dios va «a tres millas por hora». Explicaba que esa es la velocidad a la que camina una persona, y por eso es la velocidad de Dios, que actúa en lo más profundo de nuestra vida, «whether we notice or not», nos demos cuenta de ello o no. Escribía que Dios «educa al hombre lentamente».
El papa Francisco, incluso con los rasgos más llamativos de su pontificado, que parecen a veces acelerar la historia de la Iglesia, es en realidad esta presencia, que no va corriendo. Su modo de pensar y actuar imprime un procedimiento lento, un ir al paso de la persona y de la historia, de manera incondicional, a una velocidad distinta, en medio de lo que él llama la rapidación actual, «donde todo pierde consistencia». Empezando por la propia persona. Construir el sujeto humano es un trabajo a largo plazo en el que hay que apostarlo todo. También se ha visto en un viaje de alta intensidad y de pocos, concentradísimos, días como ha sido la última visita apostólica entre Tailandia y Japón. Un total de 27.000 kilómetros, seis aviones, 18 discursos oficiales, misas, baños de multitudes, entrevistas privadas. Seguir al Papa por Asia te permite ver de cerca el método con que afronta el presente un hombre enamorado de Cristo que “sale", porque solo así “sale" la Iglesia, que crece «por atracción», según una expresión de Benedicto XVI que Francisco cita continuamente porque la considera «profética» en nuestros días.
Su visión no se pone en juego en las distancias sino que se hace evidente en el encuentro con mundos profundamente distintos del occidental («es importante conocer lo que está lejos», primer apunte de método de este viaje, dirigido a los periodistas durante el vuelo). No cita a las “periferias" sino que las vive y las hace vivir, adoptando las perspectivas de rincones de la Iglesia donde la mayoría de la gente no sabe -o ha dejado de saber- qué es un clérigo y donde el progreso tecnológico es implacable. Más aún allí donde la historia es un abismo hundido por la bomba atómica, la humanidad se ve desfigurada por las esclavitudes modernas, no solo sexuales, por la soledad, y donde la alienación de los jóvenes es extrema, pero interpela también a la nuestra.
Francisco rompe la inercia de un modo de pensar replegado totalmente sobre nosotros mismos, apoyándose en aquello que encuentra. «¡El punto de partida siempre es la realidad!», advirtió a los obispos japoneses nada más aterrizar. «No se pueden evaluar las cosas con la misma medida», dirá en el vuelo de regreso. «Las realidades deben ser evaluadas de acuerdo a las medidas que provienen de la misma realidad». De ella lo toma todo él, exactamente igual que adquiere fuerza física del contacto con la gente, a la que se entrega sin reservas, donde se reanima cuando está exhausto.
Sus palabras y sus gestos están marcados por eso que él atribuye a Jesús en su relación con los discípulos: «los baja de un hondazo». Cuando tiene que vérselas con el poder, critica la hipocresía de «los que hablan de paz mientras construyen armas». Ante los líderes de otras religiones, señala los «pequeños pasos» que en nuestro mundo, «tan impulsado a generar divisiones y exclusiones», demuestran que «la cultura del encuentro es posible». A los pastores y fieles siempre les reclama a retomar su “inicio", para que no olviden que «no fueron palabras, ideas abstractas o fríos razonamientos» lo que les cambió la vida, sino «una mirada fascinante». El cristianismo «no es un modelo de pensamiento que importar», sino el Señor que sale al encuentro del hombre allí donde está, como está, «con su rostro, su carne, su dialecto».
Lo dijo también ante una explosión de pétalos, danzas, arcos y manos unidas, entre las caras y vestimentas de las tribus tailandesas. No para confundir la evangelización con el folclore sino para sacudirse de «pensamientos y discusiones estériles», remitiendo firmemente a la heredad de los primeros misioneros. «No esperaron a que la cultura fuese afín o sintonizase fácilmente con la fe cristiana. Se zambulleron en realidades nuevas, convencidos de la belleza de la que eran portadores». El mismo ímpetu incondicional que movía su deseo juvenil de ir de misión a Japón. La salud se lo impidió. Hoy ya supera los ochenta y cojea, pero el peso del solio petrino no frena el estupor que le abre de par en par hacia el que tiene delante.
Las palabras que usó el último día de su viaje, en una misa privada con los jesuitas en la Universidad Sophia de Tokio, son una síntesis de su manera de ser. «El encuentro con Jesús y el deseo de seguirlo son realistas, concretos, con algo que sucede en la vida, la pobreza, el fracaso, las humillaciones, todo. Jesús nunca, ¡nunca!, nos lleva fuera de la realidad».
Esta es la razón por la que declara, con su modo de estar, una guerra contra la abstracción. Para desafiar a este mal moderno, él siempre prefiere la dimensión de la necesidad porque ante eso no valen las fórmulas. En sus viajes prefiere tocar las heridas más vivas: desde la prostitución a la tragedia de Fukushima en 2011, los enfermos en los hospitales o los jóvenes que son víctimas de acoso. Insiste una y otra vez en la relación, en la «necesidad» del otro, que nos pertenece y a la que pertenecemos. Se entrega a la gente que le espera, deteniéndose cuando ya es tarde, a pesar de los rígidos protocolos y los tiempos fijados, para permanecer en un largo y silencioso abrazo con una chica tailandesa que rompe a llorar, mientras él le enjuga las lágrimas con sus manos.
Escenas de sabor evangélico entre la multitud que pueden quedar como instantáneas impresionantes o despertar una nostalgia de la Iglesia incluso entre los que no creen o han dejado de creer, entre los que la siguen por trabajo y solo ven sus miserias y poder. En Tailandia, la admiración con que le esperaban los budistas, a los que dio voz su prima intérprete, sor Ana Rosa Sivori, fue una buena síntesis de lo que marca la diferencia: «Él vive lo que dice».
A menudo repite una expresión: «Solo lo que se ama puede ser salvado. Solo lo que se abraza puede ser transformado». La repitió por primera vez en su viaje a Panamá ante cientos de miles de jóvenes, con la fuerza educativa con que les interpeló, y vuelve una y otra vez, como pocos y sencillos puntos firmes: «No puedes salvar una situación ni a una persona si no la amas. ¡Por eso a nosotros nos salva Jesús! Porque nos ama y no deja de hacerlo». La abstracción alimenta «la cultura del descarte», que tiene muchísimos rostros y que está muy presente en las intervenciones de Francisco. «Cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar corre el riesgo de ser excluido. La presencia de las personas vulnerables representa una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades», dijo en la última Jornada de Migraciones. «Nadie puede permanecer sordo ante el grito del hermano que llama desde su herida», afirmó en Japón, sacudiendo a una mentalidad que aplasta a la persona para que luche por la sociedad pero no por sí misma. «Esperamos que nos despierte», decía tímidamente un periodista del Sol Levante en el vuelo papal, «porque lo inhumano se ha convertido en costumbre».
Más que cualquier mal o pecado, que cualquier arma, tsunami o injusticia social, la «grave amenaza» de hoy para Francisco es «la pérdida del sentido de vivir». Resonaban las palabras de Juan Pablo II (primer y último pontífice que visitó estas tierras hace más de treinta años), que en su última visita ad limina confiaba a los obispos japoneses «la desesperación de tanta gente por la falta de significado de la vida» y señalaba la misma fuente que Bergoglio: «Oración y contemplación, escucha, ardor en el afecto», hasta el «arrebato» del corazón por Cristo.
Para el Papa, «las primeras víctimas» del vacío de significado son los jóvenes, con los que tiene una relación preferencial. Ha pedido a la Iglesia universal, con un sínodo, que les escuche, y no se cansa de decirles que «sois necesarios». Sea cual sea el contexto en que se encuentre con ellos, insiste en el sentido último de su vida como “llamada", les anima no tener miedo porque son queridos, porque «Cristo vive y te quiere vivo». En cinco palabras encierra la potencia de su mensaje a los jóvenes en la exhortación apostólica post-sinodal.
No hay latitud o problema que le separe de este centro. «Cristo vivo es nuestra esperanza y la juventud más hermosa de este mundo. Él está en ti, Él está contigo y nunca se va». Por eso, reveló a los chicos de Bangkok que «el secreto de un corazón feliz es la seguridad que encontramos cuando estamos enraizados en Jesús», Ia alegría, de «saberse buscaos, encontrados y amados infinitamente por el Señor». Invitó a los jóvenes de Tokio a preguntarse: «¿para quién vivo?». Les llamaba por su nombre, exaltaba el valor de sus preguntas desafiándoles con preguntas nuevas, porque lo decisivo no es «encontrar las respuestas correctas, sino descubrir las preguntas correctas. ¿Yo tengo el corazón inquieto que me lleva a preguntar continuamente a la vida, a mí mismo, a los demás, a Dios? Con las respuestas correctas pasan el examen, pero sin las preguntas correctas no pasan la vida». Podemos aprenderlo del Evangelio, «tejido de preguntas que nos ponen en cuestión. Las preguntas del Maestro siempre quieren renovar nuestra vida».
La afirmación de que «la verdadera forma de construir la historia es la compasión», no el humanitarismo sino la concepción radical de la verdad como relación, para responder incluso a los desafíos globales de la actualidad. «El error más grave es afrontar los problemas de manera separada», todo está «ligado, interdependiente».
Se comprende mejor su insistencia en «relativizar», en no absolutizar los problemas, como ante la crisis de Hong Kong o América Latina. «La Iglesia llama al diálogo», afirma sin vacilar. Es el paradigma -el tiempo es superior al espacio- de un pontificado a veces aclamado, otras veces manipulado, que propone «generar dinamismos nuevos, soportando situaciones con paciencia», en lugar de «volverse locos por resolverlo todo en el momento presente» y acabar construyendo solo «castillos de naipes» (Evangeliigaudium). Se lo dice tanto a los políticos como a los padres, que la «obsesión por los resultados no es educativa», como tampoco lo es «el control». Lo es abrir procesos, profundos, de «maduración de la libertad», indicados por la riqueza de Amoris laetitia, incomprensible sin la conquista del Concilio Vaticano II, que no hay acceso a la verdad más que a través de la libertad.
Las lógicas de Francisco son aspiraciones exigentes, pero él está convencido de que son posibles. Alguien que trabaja a su lado, el cardenal Miguel Ángel Ayuso Guixot, presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, observa que «es inamovible en el “gota a gota", porque no vive condicionado por las resistencias ni los prejuicios». La urgencia de la «inclusión», o de la «fraternidad», que comparte con cualquiera, llevando incluso como regalo a los líderes de Oriente la Declaración de Abu Dabi, «no es un horizonte limitado al diálogo islamo-cristiano», continúa Ayuso. «Afecta a todo y a todos». Él mismo comprendió un poco mejor lo que Bergoglio entiende con el imperativo «nadie excluido» cuando se conmovió ante el diácono que, en la misa de Nagasaki, leyó el Evangelio en lengua de signos para los sordomudos.
Cuanto más compleja es la situación, más claramente insiste el Papa en la apertura. Por eso ama tanto lo imprevisto, la vulnerabilidad, la caída. Es totalmente anti-perfeccionista. Su insistencia en el «no tengáis miedo a equivocaros» la dirige con paternidad y decisión a cualquiera, ya sean jóvenes o purpurados. «Camina, camina siempre, aunque caigas, así aprenderás a volver a levantarte y continuar», respondió a contrapelo a un joven que le esperaba junto a otros la noche que llegó al aeropuerto de Tokio, a pesar del viento y la lluvia, para saber «cuál es su mensaje para nosotros».
Migrantes, presos, aborto, fin de la vida, pobreza... Lo suyo es una defensa de lo humano en cualquier condición. Pidiendo como primera atención la de contemplar la existencia como misterio. «La vida del hombre, hermosa hasta encantar y frágil hasta morir, remite más allá de sí misma. Somos infí- nitamente más que aquello que podemos hacer por nosotros mismos», decía hace algo más de un año a la Pontificia Academia por la Vida, porque solo el «destino último» es capaz de devolver el sentido de la existencia. Una mirada subversiva en medio de la secularización, más aún en un pueblo ateo como el japonés, donde se puede ser al mismo tiempo sintoísta, budista y hasta cristiano, pero donde el mundo es siempre la realidad última, no existe la trascendencia.
Parece que toca un cielo mudo en el silencio de la noche en Hiroshima, al final de una jornada intensísima que impactará al Papa. «Una catequesis humana de la crueldad». Ante el esqueleto de la “cúpula de la bomba", el delgado Yoshiko Kajimoto, de 88 años, narró cómo había transcurrido su vida, llevando en sus ojos a personas que caminaban como fantasmas con la piel colgando, un horror interminable después de aquel instante que «marcó para siempre el rostro de la humanidad». El Papa escuchaba profundamente. Luego señaló las responsabilidades por las que seremos juzgados, diciendo que la paz quedará solo en «sonido de palabras» sin el reconocimiento total del otro en su verdad y libertad, en su caridad y diversidad. Al final de una ceremonia laica, abarcó todo el grito del mundo en la aclamación más humana, que no se dirige al hombre: «Ven, Señor, que se hace tarde».
Allí le escuchaba Sako, de 61 años: «La presencia del Papa me devuelve a mi origen». Se refiere a cómo empezó todo en esta tierra, a los mártires y a los corazones “ocultos" de los kakure kirishitan, los cristianos que vivieron y transmitieron la fe durante siete generaciones en la clandestinidad, sin sacerdotes ni vínculo alguno con la Iglesia. Cuando, dos siglos y medio después, volvieron los primeros misioneros, aquellos campesinos habían custodiado los criterios que les permitían saber si había “vuelto la Iglesia", entre ellos el hecho de que «los sacerdotes obedecieran al Papa de Roma. Y no lo habían visto nunca». ¿Quién era ese hombre para ellos?
«Viéndole, dan ganas de luchar por un mundo mejor»
Una fotógrafa alemana que trabaja tras las huellas de líderes mundiales que construyen la paz sigue por primera vez a Francisco. Y esto es lo que ha visto
Anja Goder
Vivo en Malta, soy fotógrafa y fundadora del Premio Internacional de Fotografía de Malta. Ha sido mi primera experiencia, y un honor absoluto, la de poder participar en el viaje del Papa a Tailandia y Japón. Lo he hecho en virtud de mi proyecto social “Peacemakef, con el que quiero captar la esencia de los líderes mundiales y de las personalidades que han luchado y están luchando por la paz y la prosperidad en todos los rincones del mundo. Eso es lo que Francisco es para mí: un “artesano” de la paz universal, desde lo más profundo de su corazón, una personalidad decidida, con un carisma enorme. Comenzó su pontificado con la decisión de vivir en Santa Marta, en vez de residir en el Palacio Apostólico como todos sus predecesores, símbolo de la misión que siente de servir y responder a las necesidades de la gente, un ejemplo perfecto a los ojos de millones de personas que viven en nuestro planeta circunstancias terribles y de extrema pobreza.
Siempre he considerado a Francisco un hombre capaz de crear unidad a nivel global. En este sentido, una fecha fundamental fue el 4 de febrero del año pasado, cuando firmó en Abu Dabi con Ahmad Al-Tayyib, el Gran Imán de Al-Azhar, el “Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común”. Un paso notable hacia el fin de los conflictos, que contribuye a construir la paz mediante una cultura de diálogo interreligioso. El documento prohíbe todo tipo de terrorismo allí donde muchas veces la fe es instrumentalizada para justificar lo injustificable. Se trata de un llamamiento potentísimo al mundo entero, que espero que pueda guiar a los creyentes de todas las religiones. Agradezco mucho haber estado presente -y fotografiar- en el encuentro de Francisco con el Patriarca Supremo de los Budistas de Tailandia, Somdej Phra Maha Muneewong, en el templo Wat Ratchabophit. Situó en el mismo plano a dos líderes globales y nos mostró cómo deberían interactuar las culturas y religiones, en el respeto, en la voluntad de una comprensión mutua. Esta es otra capacidad excepcional de Francisco que admiro mucho, su escucha profunda y atenta, una comprensión viva de la naturaleza y de la mente humanas.
También le vi en Nagasaki e Hiroshima, visitas centrales de su misión. Francisco pidió un mundo de paz que no sea esclavo de la producción, de la propiedad ni del uso de armas. Las tragedias de 1945 deberían servirnos a todos para no olvidar nunca, para recordar los sufrimientos causados por la crueldad del hombre.
El viaje de Francisco, sus mensajes para todos, me invitan desde lo más hondo a no dejar nunca de luchar por un mundo mejor, más justo y pacífico.
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