¿Qué significa «tener autoridad» dando clase en un instituto? ¿Qué es lo que puede tocar el corazón de los chavales hoy? Francesca Zanelli, profesora de Lengua y Literatura italiana, lo comparte con nosotros. «Lo que sirve es una experiencia de vida sobreabundante»
Clase sobre el comienzo de la Eneida. Francesca dirige a los estudiantes la pregunta de Virgilio: «¿Por qué un hombre devoto, que cumple con su deber, debe sufrir la dureza de los dioses y del hado?». Cae el silencio en el aula. Bastan unos instantes para percibir que esa clase toca las cuerdas íntimas del corazón de los chicos. La profesora prosigue: «Vais a leer la Eneida para averiguar qué camino toma Eneas y cómo contesta el poeta. Trataremos de entender si responde y cómo». La mirada pasa rápidamente sobre cada alumno, algunos pasan por situaciones muy duras. Ese silencio “grita" la misma pregunta de Virgilio. Cuando acaba la clase, dos chicas se acercan a su mesa: «Profe, ¿existe una respuesta?». Sería fácil cerrar la conversación con algunas observaciones morales acerca de cómo vivir y qué hacer. Pero sería inútil. Francesca dice solo: «No os doy respuestas de antemano. El trabajo de la vida es buscar, vosotros también tenéis que hacerlo. Empecemos viendo cómo lo hace el poeta. Y para hacerlo no debemos apagar esta pregunta dentro de nosotros. Hay que ser leales con lo que ha pasado hoy, con lo que habéis vivido. Si queréis, aquí me tenéis, en cualquier momento». Francesca Zanelli, 57 años, profesora de en un liceo de Ciencias Humanas en Milán, mantiene grabado en su corazón aquel episodio. «Para los chavales la palabra autoridad cuenta con una única acepción: imposición de reglas y prohibiciones. Un rol del que no les importa nada. Sin embargo, es una necesidad que emerge en ellos paulatinamente cuando se la encuentran delante, como pasó en aquella clase. Lo captas en los detalles, por cómo te miran, a veces desafiándote».
Rebeca (nombre ficticio como todos los de los chavales, ndr.) maneja ostentosamente su móvil en clase, pregunta, pero no escucha las respuestas, se gira para hablar con los compañeros. El reto es patente. Es fácil caer en la red, ponerle una nota o mandarla a dirección. Francesca no cede. Con calma, la invita a darse la vuelta, a dejar el móvil de una vez. «Me interesaba que percibiera que la estaba tomando en serio, que me importaba. Que la veía delante de mí y quería que me escuchara porque valía la pena. Eso antes que ninguna explicación». Es lo que le atrajo desde el primer día de clase hace más de treinta años. «Los chavales están ahí para mí. En seguida supe que eran un bien para mí, aun con todas sus dificultades. Sentía claramente una familiaridad, había una sobreabundancia de vida que compartir con ellos, a pesar de los errores que didácticamente podía tener».
Cuando se apuntó a Filología en Bolonia, no tenía previsto ser profesora. El encuentro con Ezio Raimondi, profesor de Literatura italiana, le cambió totalmente la perspectiva inicial, que era la de trabajar en el ámbito de la crítica literaria. «Su manera de dar clase me fascinó literalmente. Me dije: yo quiero ser así, no puedo quedarme para mí sola una riqueza tan grande». Fue un verdadero maestro.
A la pasión por comunicar ciertos contenidos, se une el deseo de mirar a estos chavales con los ojos luminosos y cargados de infinito por los encuentros con los amigos del movimiento. Una mirada que se enriquece día tras día. «En la última asamblea de los chavales con Julián Carrón, nos ayudó a todos a detectar esa grieta por donde el Misterio se asoma a la vida. De este modo la realidad se vuelve interesante, atractiva. No hay que dar nada por descontado. Más que cualquier otra cosa, deseo ensimismarme con esa mirada y ser aferrada como Julián por Cristo, a través de don Giussani y de los amigos que me rodean. ¿Podría querer otra cosa para mis hijos, mi marido, mis amigos o mis alumnos?». Cuando entra en clase trata de «estar con los alumnos buscando atentamente el paso que el Misterio sugiere, tanto a ellos como a mí». Sin el problema de acertar con las palabras, cosa que no le importa demasiado, sino «apostando todo por su libertad y por la mía, a raíz del deseo de felicidad que nos constituye a ambos». Ella de manera consciente, ellos como apuesta pendiente en su vida.
La necesidad de un maestro que sea autoridad, es decir, de alguien que acompañándote te haga crecer, emerge a veces en los chavales como una falta que les consume. Judit, de primero, piensa que la escuela es totalmente inútil. Un día le dice a Francesca: «Me gusta estudiar, pero me parece que voy dando tumbos en el vacío. Yo quiero entender qué sentido tiene todo: el estudio, los amigos, la familia, la vida. La escuela no me da respuestas». Esta necesidad extrema le produce un malestar incluso físico. En un descanso, Francesca se preocupa por ella. «Profe, estoy fatal. No puedo más». «Te hago una propuesta. Vente conmigo a la caritativa, a pasar una tarde con los ancianos en una residencia». Judit la mira con los ojos como platos: «¿Por qué?». «Compartir un tiempo con personas necesitadas de compañía te ayudará a comprender que no eres tú quien responde a su necesidad, pero que tu necesidad es igual que la suya. Esto te abre al otro. Prueba a venir una vez. Compartimos una tarde». El rostro de la chica se relaja. No acude a la caritativa, pero se ve que se encuentra mejor. Al cabo de cuatro años, Judit para por el pasillo a Giancarlo Ronchi, un colega de Francesca que enseña Educación Física y que también es de CL: «Eso que hacíais con los ancianos, a lo que me invitó Francesca, ¿seguís haciéndolo?». Giancarlo y Francesca trabajan en dos sedes distintas. «Judit había percibido una unidad de la que ni siquiera nosotros somos conscientes».
Entrega de los exámenes de latín. En el de Matilde reluce un 3. Desanimada, se acerca a Francesca: «Profe, he estudiado mucho para tener este resultado. Me equivoqué de estudios, me equivoqué en todo.». «No es cierto. Te lo aseguro. Solo debes seguir los pasos que te indico, con calma, sigue el método que te sugiero». Acaba la clase de latín, Matilde se acerca a la profe. «Disculpe, quería darle las gracias. De verdad, muchas gracias». «¿Por qué?». «Porque me ha asegurado que puedo superar mi dificultad con el latín y me ha indicado el camino».
Con sermones y respuestas precocinadas los chicos no saben qué hacer. Vuelve la famosa sentencia de Reinhold Niebuhr: «Nada es tan increíble como la respuesta a un problema que no se plantea». En cambio, es fundamental devolverles la pelota, provocarlos. «Muchas veces intentamos darles la respuesta correcta, a la que ellos sin embargo no han llegado todavía. De alguna manera, añadimos así palabras que les resultan vacías. Y acrecentamos la sensación de la nada, ese nihilismo que respiramos todos. Si les interrogas: ¿has entendido?, ellos te dicen tranquilamente que no. A veces, estamos tan contentos con nuestra respuesta que ni siquiera les preguntamos.».
Cuando, en cambio, entienden, se iluminan. Como Angela que, durante una clase sobre textos poéticos, salta de repente en pie diciendo: «¡Lo logré! Yo también he escrito un poema». La tarea en clase era la de escribir una lírica, pero la chica movía la cabeza pensando: «Es imposible. Soy la antítesis de la poesía». Francesca le mostró simplemente algunos ejemplos, le sugirió banalmente que probara a quitar alguna conjunción. Poco a poco, esa frase descriptiva había tomado la forma de un verso. «Daba saltitos por la clase. Se había convertido en algo suyo, había llegado por su propio pie».
Francesca lleva unos años como colaboradora del director. Al comienzo del curso, durante una reunión con los jefes de estudios, dice: «Estoy aquí para serviros». No todos entienden esa frase. Para algunos de sus colegas, la relación se plantea en términos de “poder", o de “rol". Con otros es distinto. «Sobre todo con algunos colegas más jóvenes que vienen a verte para pedirte consejo, para comentar inquietudes. Tienen ganas de implicarse, sacan algunas ideas geniales. Surge un entusiasmo recíproco, una sintonía con aquellos a los que les importa que los chicos puedan disfrutar de la realidad».
Todos los chicos. Juan tiene un grave déficit motor, por eso está en una silla de ruedas. Francesca y el profesor de apoyo han tardado seis meses en organizar la excursión a Brescia, vista la cantidad de dificultades que había que superar. «Mi colega es un profesional óptimo, pero lo importante ha sido reconocer juntos que se trataba de un bien para este chaval. En esa relación, yo he crecido». La única condición, lo demás va de Su parte, es ser sencillos de corazón.
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