Claudio Bottini, empleado de banca y sindicalista jubilado, 66 años. Hijo de un obrero que le educó con su ejemplo, se ha convertido en un punto de referencia para decenas de jóvenes (y no tanto) en distintos ámbitos y lugares. «Porque quiero contar a todos qué es lo que me devuelve continuamente el gusto de vivir»
Vaqueros y sudadera. Cuesta verlo con un atuendo distinto. Normalmente tomando un café en un bar de Milán, cada vez con alguien diferente. O, cada dos semanas, en una Escuela de comunidad con decenas de personas, muchas de ellas jóvenes, otras no. O en un autobús con destino a L'Aquila, invitado por un universitario que conoció este verano y quería presentarle a sus amigos. Claudio Bottini, más conocido como “Bot", empleado de banca y sindicalista jubilado, 66 años, es una de esas personas incapaces de quedarse quieto. «Tengo una responsabilidad, la noto dentro. Contar a todos lo que he encontrado me devuelve cada día, cada instante, el gusto de vivir». Así empieza una conversación con él sobre la Jornada de apertura de curso de CL. No es difícil entrar enseguida en uno de sus temas cruciales: la paternidad. «Es algo que me parece decisivo en mi historia», dice, pensando en sus hijos, Stefano y Simone, ya mayores y casados, pero también en muchos otros que ha conocido y sigue conociendo. «Vivir la paternidad consiste en dejarse generar por alguien, ser “hijo". En la vida me he encontrado con personas que despertaban en mí el gusto de vivir. En la relación con ellas, empezando por mi padre y don Giussani, es donde más me he descubierto a mí mismo y lo que podía responder al deseo de mi corazón». No por sus discursos sino por lo que ellos miraban, por cómo vivían, para Quién vivían. Hoy el propio Julián Carrón «es alguien que, por lo que vive, me ofrece un camino y me acompaña».
Siguiendo, siendo “hijo", uno empieza a su vez a generar. «Muchos vienen a verme, jóvenes y no tan jóvenes. Me hablan de sus problemas, de una “falta de sentido" en su vida, de su tristeza, su insatisfacción. Pero esa es la manera en que el Misterio, Jesús, llama a su corazón: “Mira que hay algo más"». Resumiendo, apunta Bot, con ellos te ves llamado a ser padre. «Esa es la responsabilidad: poner delante de la vida de los demás la posibilidad de este camino». Como le pasó con Stefano, un amigo sindicalista unos años más joven, «al que conocí en los ambientes laborales en los que me muevo, con una historia complicada a sus espaldas». Quedan para tomar café, o para leer la Escuela de comunidad. «“Tú no me das consejos, me acompañas", me dice. ¿Qué es lo que ve en mí, aparte de lo que ha conquistado mi vida? Si no hubiera conocido a Cristo, no le despertaría interés alguno, ni con el mejor de mis discursos».
“Padre" es alguien que muestra este camino, «que saca a la luz todo tu deseo y lo mantiene despierto», continúa Claudio. Descubres a un padre no cuando te encuentras con alguien que te resuelve los problemas, «sino que está enamorado de Jesús por el gusto que da a su vida, y lo comunica viviendo», en la medida en que lo permiten sus capacidades, su libertad, «como Dios quiera».
Así fue, por ejemplo, con su padre. «Hablaba poco y te enseñaba con su ejemplo. Obrero en una fábrica, una vida llena de fatigas. Se levantaba a las cuatro para tomar el tren. Los domingos también, para ir a misa de cinco, antes de ir a limpiar las oficinas de la Pirelli hasta la una, para luego venir a rondar, a ver si estudiaba. Siempre bien vestido, con el mono azul en una bolsa, “porque a ver al Señor hay que ir arreglado, bien vestido..."». Así creció Claudio, «viendo a uno que, siendo socialista, pertenecía a la Iglesia, que me agarraba del brazo y “vamos a confesarnos". Yo le contestaba, pero bastaba que me mirara a la cara para tomarme en serio a mí mismo».
Una mirada que, explica, reencontrará años después, en 1974, al conocer a don Giussani. «Crecí en la Iglesia pero luego me alejé, abrazándome a la izquierda extraparlamentaria». Tenía veintiún años cuando los chavales de CL con los que jugaba al fútbol le invitaron a algunos encuentros. «Tenían algo raro que me fascinaba. Cuanto más estaba con ellos, más me pegaba, un encuentro tras otro. Siempre he sido muy inquieto, lleno de preguntas sobre la belleza, la vida, pero especialmente sobre la justicia, por lo que ciertas ideas de revolución me fascinaban: trabajaba, era hijo de obreros, con un padre al que despidieron con un puñado de liras después de 40 años en la fábrica. Ese deseo empezaba a encontrar un camino en aquellas nuevas relaciones». Le pasó lo mismo con Marco, que murió hace unos años, había formado parte del grupo terrorista Prima Linea y le conoció cuando, al salir de la cárcel, se presentó en un Centro de Solidaridad buscando trabajo. «Empezó a frecuentarnos y una vez, durante unas vacaciones, entró en misa y se sentó al fondo, en la última fila. “No soy digno de estar delante de Jesús". Me refiero a personas así... Quizás te vean como un padre, pero te educan a ti continuamente».
Caras y nombres. Pero pasa igual con su mujer y sus hijos. «Si te fijas, la vida de Dora es muy sencilla, la casa y el barrio, pero te reclama mientras comes, mientras estás con tus hijos, mientras te prepara la cena. Pone en juego su “sí" en lo cotidiano, llegando a crear una trama de relaciones con la gente que le rodea. Por ejemplo, una mujer que murió hace poco conoció el movimiento gracias a ella. Siempre me ha llamado la atención la relación de Dora con esta mujer. Siempre iba a verla, aunque tenía a su marido que la cuidaba. Dora iba por ella misma, y mientras tanto los acompañaba a ambos».
Luego están los hijos. «Ser padre, y abuelo, es un descubrimiento continuo». Los hijos miran, como cuando Stefano, el mayor, le preguntó por qué siempre estaba tan disponible para todos. «Había salido a las tres de la mañana con uno que había llamado al timbre completamente fuera de sí, gritando que quería matar a un conocido. Estuve con él por ahí durante horas para evitar que hiciera alguna locura». Un hijo observa, crece viendo cómo se mueve su padre, más que atendiendo a sus estrategias y discursos.
«Pero ser padre es mucho más que ser progenitor. Recuerdo cuando mi hijo pequeño vio morir a un amigo en la moto. Fuimos a urgencias, se puso de rodillas y no era capaz de levantarlo.
Una piedra. Meses después me di cuenta de que Giorgio Pontiggia, el rector de su escuela, les había estado acompañando, a él y a sus amigos, de una manera que yo no había sido capaz. “He descubierto quién es el padre de mi hijo", le dije conmovido a mi mujer».
Por eso se puede entregar la vida, aunque uno supere los sesenta. «No me rindo. Podría vivir como un jubilado, viajar de vez en cuando. Pero no, quiero que mi corazón estalle de vida. Y contárselo a todos». Recuerda que en los años setenta se repartían manifiestos en las fábricas con los juicios del movimiento. «Tenían un contenido político, social, pero en el fondo lo que deseábamos era que todos conocieran a Cristo».
Hoy no es diferente, cuando se pone con su grupo de amigos en el centro de Milán a vender la revista Huellas por la calle. O cuando va a hablar en algunos encuentros de los Fridays for future. O cuando habla de Juan y Andrés y de esa página del Evangelio a una joven en el autobús que le lleva a L'Aquila: una desconocida con la que cruzas un par de palabras, quién eres, a qué te dedicas... y terminas hablando de la vida, de las fatigas, del deseo de que las cosas tengan sentido, del gusto de vivir. «Cuando se bajó le regalé la revista y nos dimos un abrazo como si nos conociéramos de toda la vida. ¿Por qué? Porque viendo despertar su corazón, despertaba también el mío». ¿Qué será de esa chica? «No lo sé, en medio está la libertad, la suya y la de Dios. A nosotros solo se nos da la responsabilidad de contar, ofrecer un camino, porque la gracia que hemos recibido es para todos».
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