Después de cuarenta días de ayuno y de contemplación, helo aquí de nuevo, en el lugar del bautismo. Sabía de antemano para qué encuentro: «¡El Cordero de Dios!» dice el profeta al ver que se acercaba (y, sin duda, a media voz...).
Esta vez dos de sus discípulos estaban con él. Miraron a Jesús, y esa mirada bastó: le siguieron hasta el lugar donde vivía. Uno de ellos era Andrés, el hermano de Simón; el otro, Juan, hijo de Zebedeo: «Jesús, habiéndole mirado, le amó...». Lo que está escrito acerca del joven rico que debía alejarse triste, aquí se sobreentiende. ¿Qué hizo Jesús para retenerles? «Viendo que le seguían, les dijo: - ¿Qué buscáis? -
Y contestaron ellos: - Rabí, ¿dónde vives? -
Y El: - Venid y veréis. Ellos fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con El aquel día.
Era, aproximadamente, la hora décima».
Texto tan conmovedor como ninguna de las palabras directas de Cristo.
Lo que se intercambia en aquel primer encuentro, en el alba de Betania,
es el secreto del amor no humano, inexpresable.
(François Mauriac, en Vida de Jesús)
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