El padre del pragmatismo americano releído a la luz de la conciencia religiosa del hombre contemporáneo. La ausencia de un significado y la negatividad de lo real en los fundamentos de la posición basilar del nihilismo de masa
El hombre se sume en el tedio y siente su nada en todo momento.
Pero él hace y piensa cosas no queridas por la naturaleza.
(G. Leopardi, Zibaldone, 3 de diciembre de 1821).
Según uno de sus ilustres estudiosos italianos, William James (1842-1910) «ha abordado tangencialmente un número increíble de ideas e intuiciones que la filosofía de nuestro tiempo habría acabado por considerar sus más importantes temas de investigación» (C. Sini, El pragmatismo americano, Bari 1972, p. 13). A decir verdad, sobre todo a la luz de los recientes desarrollos de ciertas corrientes del pensamiento contemporáneo, parecería que el pragmatismo de James, más que intuir, lo que ha hecho es centrar directamente algunos de los puntos nodales de la cultura moderna, estableciendo las premisas por las que su «carácter mortal», el nihilismo, pudiese pasar de ser una experiencia excepcional, por así decir de élite, a ser un fenómeno de masas, algo que se consume todos los días con el periódico de la mañana. Se trata, para que nos entendamos, de una atmósfera muy distinta de la que circunda a Nietzsche, a quien hay que reconocer el mérito, cuanto menos, de haber mostrado que no se puede invocar a ciertos demonios sin quedar de piedra. Por muy arriesgado que sea establecer un nexo directo entre el pensamiento de un filósofo y sus patologías mentales, la locura en la que se sumió al final de su vida late amenazadora como advertencia sobre el peso de ciertas posiciones.
En realidad, al mismo James no le eran en absoluto ajenas ciertas experiencias devastadoras de malestar psíquico. Durante una juventud transcu¬rrida vagando entre Boston y Europa a la búsqueda de una vocación en la que empeñar el propio talento, este vástago de la culta y riquísima burguesía de New England cayó tantas veces en crisis depresivas que llegó a estar a punto de suicidarse. Hacia los treinta años se liberó de esta penosa situación gracias a la lectura del filósofo francés Renouvier, que le convenció de la posibilidad de superar el fatalismo materialista con un puro acto de fe en la libertad: «mi primer acto de libre voluntad será creer en la libre voluntad».
El terror a la existencia
Del mismo periodo hay constancia de una experiencia altamente significativa, tan íntima y estremecedora que en su obra The Varietes of Religious Experiences prefirió no revelar que él mismo había sido el protagonista y se la atribuyó a un conocido: «De improviso me asaltó, sin aviso previo, como si se abalanzase desde la oscuridad, un miedo terrorífico a mi propia existencia. Al mismo tiempo surgió en mi mente la imagen de un epiléptico al que había visto en la clínica, un joven... completamente idiota, que solía sentarse en una de las banquetas durante todo el día... Se sentaba allí, como una especie de escultura de gato egipcio... no movía nada más que sus ojos negros y no parecía humano. La imagen y el miedo entraron en una especie de combinación recíproca. “Esa imagen soy yo”, sentía, potencialmente. Nada que yo posea podría defenderme de ese hecho si llegase la hora como ha llegado para él... Tras esto, el universo se transformó para mí por completo... Experimentaba un sentido de inseguridad de la vida que no había padecido antes y que no he vuelto a padecer desde entonces. Fue como una revelación... recuerdo que me pregunté cómo podrían vivir los demás, cómo yo mismo había vivido siempre inconsciente de ese abismo de inseguridad bajo la superficie de la vida. Mi madre, sobre todo, una persona muy alegre, me parecía una completa paradoja por su inconsciencia del peligro».
Este sentido de una amenaza latente, la vertiginosa sensación de la nada, es una característica constante, si bien no muy conocida, del pensamiento de James. Más allá del espacio luminoso pero infinitesimal de la conciencia individual, se abre de par en par un abismo oscuro, enigmático y peligroso: «Tras haber hecho todo lo que la razón puede hacer, permanece siempre la opacidad de los hechos finitos, puros datos... lo negativo, lo alógico, no está nunca totalmente conjurado». Nuestro espíritu «está recluido en el círculo de la experiencia sensible», dice James parafraseando una famosa poesía de Robert Browing, y no cesa de pedir motivos de esperanza al intelecto que está, como un centinela sobre la torre, escrutando la noche.
A este sentimiento de lo real corresponde la imagen del hombre moral como «el atleta», constantemente tenso en el esfuerzo de afirmar, sin e incluso contra toda evidencia de la razón, la fe en la libertad y en los valores humanos. James amaba identificarse con esta imagen y todo su recorrido intelectual se puede interpretar como el esfuerzo por encontrar un camino que permita admitir una incertidumbre total respecto al destino, al límite incluso la nada, sin sufrir sus consecuencias teóricas y prácticas.
En los años que siguen a sus borrascosas experiencias juveniles, en la estabilidad recuperada de la vida familiar y en el éxito profesional, James no cesa de buscar esta vía de salida, que en el contexto cultural de su época debía evitar los escollos de dos posiciones antitéticas pero, a su entender, igualmente destructivas de toda perspectiva de libertad y de valor del individuo. Por un lado, de hecho, el materialismo cientificista negaba la posibilidad de una voluntad libre y de un orden moral eterno; por otro lado, el idealismo absoluto, de corte neohegeliano, reafirmando tal orden moral sobre el fundamento de una totalidad espiritual absoluta, acababa por vaciar de todo significado real la experiencia del individuo, su valor y su libertad. Contra esta última posición filosófica, que le repugnaba por razones morales y estéticas antes que lógicas, James, en los últimos años de su vida, afiló las armas de un nuevo método de pensamiento, el pragmatismo, del cual él no era el único inventor, pero sí, ciertamente, su más firme y brillante promotor. Las líneas fundamentales del pragmatismo habían sido trazadas por Charles Sanders Peirce (1839-1914) como interpretación lógica de conjunto de las discusiones mantenidas por un grupo de intelectuales de Harvard, el así llamado «Metaphysical Club», que se solía reunir en casa de James en la primera mitad de los años setenta del siglo pasado. Peirce, en cualquier caso, era el típico caso de genio incomprendido. Su carácter peculiar e irritante, y su pensamiento difícil y asistemático le impidieron asentarse en el mundo académico americano de la época y le condenaron al aislamiento y al olvido. Por eso le tocó a James, veinte años más tarde, presentar al público que llenaba sus conferencias el criterio pragmatista, distanciándolo de la matriz epistemológica y lógica en cuyo seno Peirce la había forjado y aplicándolo a la problemática que más le importaba, es decir, la moral y la religión. Para James el pragmatismo es un método para captar el significado de las ideas y de las teorías sobre sus «consecuencias prácticas», eliminando así «falsos problemas metafísicos», y una teoría de la verdad que tiende a socavar completamente la clásica idea de una correspondencia (adaequatio) entre intelecto y realidad. Una idea, una teoría, no es verdadera porque se corresponde con la realidad: «verdaderas son aquellas ideas que podemos asimilar, convalidar, corroborar y verificar... he aquí la diferencia práctica que procede del tener ideas verdaderas... la verdad acontece a una idea. Una idea se hace verdadera, es hecha verdadera, por los acontecimientos. Su verdad es efectivamente un evento, un proceso: es decir, el proceso de su verificación. Su validez es un proceso de su convalidación» (ésta y las citas sucesivas de James proceden de su obra Pragmatism). Y la verificación de la idea viene dada por sus consecuencias, por los efectos prácticos que James define vital satisfactions (satisfacciones vitales) o satisfactory adaptations (adaptaciones satisfactorias) que son, a su vez, «preciosísimos instrumentos para la acción».
La anulación de la realidad
¿Qué pretende exactamente James con estas afirmaciones y qué implica propiamente su «teoría de la verdad»? ¿Qué quiere decir que la verdad coincide con el proceso de verificación, entendido como producción de efectos prácticos satisfactorios? A menudo se reduce esta posición a las afirmaciones más tradicionales de «relativismo» utilitarista y hedonista: es verdadero lo que es útil, es verdadero lo que agrada. Existen, sin duda, acentos de este tipo en el pragmatismo, pero la posición de James es algo distinta y, en cierto sentido, todavía más radical. En la expresión «lo que agrada... lo que es útil» el término “lo” indica aún una referencia válida a la realidad que, sin embargo, en la posición pragmatista, tiende a ser indefinidamente pospuesta; lo que cuenta es el proceso de verificación. Más aún, la posición pragmatista no quiere simplemente afirmar que es verdadero lo que es verificado por la experiencia en su capacidad de satisfacer nuestras exigencias fundamentales en términos que se pueden traducir también como «placer» y «utilidad». Esta afirmación, en su aparente obviedad, esconde en James una reformulación radicalmente subjetivista de los cruciales términos «experiencia» y «exigencias», una reformulación que conduce a lo que se podría definir su total «virtualización». Hablo de «virtualización» en el sentido en el que hoy se habla de «realidad virtual», es decir, de una reducción de la realidad a los términos mínimos de objetividad, como pura fuente de estímulos de nuestros centros nerviosos, que, a su vez, provocan ciertas reacciones psicomotrices y emotivas. Así, según James, «la única realidad que nosotros conocemos es... el flujo de nuestras sensaciones y emociones... una realidad independiente del pensamiento humano nos parece algo muy difícil de encontrar... algo que es absolutamente mudo y evanescente, el límite puramente ideal de nuestro pensamiento. Sólo podemos entreverla, pero no podemos aferraría, aquello que aferramos es siempre un sucedáneo. ¿Cuáles son las implicaciones de una concepción similar, sus presupuestos y sus consecuencias? Se pueden distinguir tres niveles: metafísico, existencial y social en sentido lato; pero lo importante es señalar que todos estos niveles se fundan en una redefinición radicalmente subjetivista de la experiencia.
El subjetivismo, medida de todo
El primer nivel se refiere al presupuesto antropocéntrico del pragmatismo, su afirmación de un límite estructural de la experiencia, pero un límite que se aferra a sí mismo y se hace medida de todo lo real. El que mejor ha expresado esta posición es Richard Rorty, un discípulo actual de James, en una obra que significativamente se titula Consecuencias del pragmatismo. El gran mérito del pragmatismo, según Rorty, es haber mostrado cómo es «imposible intentar salir de nuestra piel... y parangonarnos con algo absoluto. Esta urgencia platónica de huir de la finitud del propio espacio y tiempo, de los aspectos “meramente convencionales” y contingentes de la propia vida» (R. Rorty, Consequences of Pragmatism, Minneapolis 1982, p. XIX). Todavía más interesante es el segundo nivel, el existencial, porque en él se capta plenamente esa virtualización de la experiencia que hace posible admitir el nihilismo sin sufrir sus consecuencias teóricas y prácticas. El término crucial en este nivel es el de «verificación». Ciertamente James había presentado el modelo científico de la verificación experimental, que para la mentalidad de su época era lo único válido; pero, incluso en este caso, lo que importa es la reformulación en términos subjetivistas de todo el proceso de verificación. James, en efecto, habla continuamente de exigencias fundamentales del hombre (human needs) como criterios últimos de la verificación, y entre ellas sitúa a las exigencias morales y religiosas, las exigencias espirituales de significado. Su posición no pretendía ser escéptica, sino una defensa del «derecho» a creer. Por eso, según James, yo capto la verdad de una posición, digamos religiosa, de mi fe, sólo en la verificación de ciertas exigencias mías, si se satisfacen estas exigencias; es verdadera, «es», porque produce efectos concretos, positivos, "me hace estar bien». Pero ¿qué es verdadero?, ¿qué produce efectos? Mi fe. ¿Qué sostiene mi fe? Mi voluntad de creer. El círculo no se rompe, está el yo, su fe, cualquiera que sea ésta y cualquiera que sea su contenido, sus exigencias morales, su experiencia individual, es decir, sus emociones. Esta es la única realidad a tener en cuenta. La «concreta, cálida intimidad con los hechos» de la que habla James es, en última instancia, intimidad con los hechos de la propia conciencia, que se convierte en una especie de nicho fuera de la cual se postula la nada. La verificación se reduce a una especie de correspondencia psicológica y emotiva y queda totalmente abolida la idea de verificación, de experiencia, como parangón, universal parangón con la realidad dentro de la cual al inicio el yo toma conciencia de sí mismo y de las propias exigencias, y la realidad emerge como consistente y atractiva, dramática, pero originalmente positiva.
Llegados a este punto, comenta el filósofo A. J. Ayer, «nos queda la impresión de que el contenido pragmático de la fe en la existencia de Dios consiste simplemente en el sentimiento de optimismo que ella produce. Si, tal como James afirma, “la hipótesis de Dios” funciona de manera satisfactoria, no es porque explique algo que en otro caso no se podría explicar, sino porque en la mayor parte de los casos, a su entender, los creyentes llevan vidas más satisfactorias» (A. J. Ayer, Introducción a William James. Pragmatism, Cambridge, Mass. 1978, p. XX). Se entiende que todo lo que se dice de Dios vale para cualquier otra fe, opinión, opción, desde las que se refieren al significado último hasta las que deciden el acto del instante.
Una posición irracional
Vivir «como si» aquello por lo que se vive fuese verdadero no constriñe a dar los motivos, y las razones de la propia fe: basta una emoción, y mejor si se trata de una voluntad. Preguntar las razones sería una vez más quererse parangonar con algo distinto. absoluto, real. Pero entonces, y aquí llegamos al tercer nivel, el social, de una concepción de experiencia como esa, nace la imposibilidad de la comunicación. Lo que cuenta, el significado, está tan profundamente identificado con la inmediatez emocional de la experiencia individual que no puede ser dicho e, incluso si pudiese serlo, nunca podría ser comunicado, es decir, puesto en común, dicho de modo que pudiese ser significativo para la experiencia del otro. Cada uno tiene sus posiciones, su integridad, su fe -la fe en Dios es la experiencia de los hombres en su soledad, decía James-; su evidencia reside sobre todo en «experiencias personales interiores» (inner personal experiences). El estar juntos no podrá nunca partir de estas experiencias ni del significado que en ellas se revela. Así nace lo que MacIntyre ha definido como la bifurcación del mundo social contemporáneo «en un dominio [público] organizativo, en que los fines se consideran como algo dado [es decir, son pragmáticamente decididos por los expertos]... y un dominio de lo personal [lo privado] cuyos factores centrales son el juicio y el debate sobre los valores, pero donde no existe resolución social racional de los problemas» (A. MacIntyre, Tras la virtud, Barcelona 1987, p. 53).
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