Jesús inició su actividad proclamando el anuncio del Reino con una palabra: «Haced penitencia» o, dicho de otro modo, «cambiad de mentalidad». Esta trasformación del modo de pensar y de sentir es lo que constituye la fatiga, el «trabajo» al que el hombre es llamado para reconstruir en el signo de la Bondad infinita su humanidad caída por la presunción.
El hombre siente ese anuncio como un desafío a su autosuficiencia y su orgullo, como un golpe a su posición tranquila y cómoda, instintiva; y esa trasformación la vive como una «mortificación», «una negación de si mismo», una «espada afilada» que le traspasa.
Hay un pasaje del Evangelio que es de los que revela más bruscamente esta provocación con la que Cristo nos educa reclamándonos claramente a lo esencial y a lo justo, es decir, a la verdad de la existencia, que consiste en su relación con Dios: «En aquel tiempo, cuando Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre la multitud dijo en voz alta: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron. Pero Jesús dijo: Más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”» (Le 11, 27-28). La grandeza de la Virgen se halla en ésto: «ha escuchado la palabra de Dios y la ha puesto en práctica».
La sublimidad de su función -ser Madre de Dios- es manifestación de la grandeza de la Bondad, de la Sabiduría y de la Potencia de Dios.
La nobleza del espíritu humano se aprecia no por la función que debe cumplir, sino por su libertad, es decir por la adhesión al designio de la voluntad divina que aquella función le revela como tarea. La grandeza de Abraham no consistió en sentirse llamado por Dios: «Abraham, Abraham», sino en su respuesta diligente: «Heme aquí». También Caín se sintió llamado «Caín, Caín», pero no por eso logra una estatura humana que se imponga a nuestra estima.
Cuál es el valor esencial del gesto humano lo ha comprendido muy bien el gran poeta francés Paul Claudel, cuando en su obra maestra, La Anunciación a María, hace decir en el prólogo a Pierre de Craon dirigiéndose a la heroína del drama, Violaine: «La santidad no es ir a hacerse lapidar entre los turcos o besar a un leproso en la boca, sino cumplir prontamente la voluntad de Dios, ya sea permaneciendo en nuestro puesto o subiendo hasta lo más alto».
«Ave María»: este saludo manifiesta la inconmensurable Piedad Eterna derramándose al hombre errante sin luz y sin paz.
«Fiat»: esta respuesta manifiesta la justicia perfecta de una criatura frente a su Creador. En la intimidad impenetrable de este gesto de libre aceptación está la dovela sobre la que se edifica el misterioso encuentro de
Dios y de María, y la medida gigantesca de esta Mujer «bendita entre todas», de esta Caminante victoriosa del camino humano, «ut gigas ad currendam viam», como gigante que recorre el camino. Fiat. Me adhiero a ti, Señor.
Jesús dijo que la ley del hombre es única: el amor. Lo que quiere decir que el hombre realiza su humanidad, desarrolla la propia personalidad en todas sus dimensiones, en la medida que actúa esta ley, en la medida en que la ama.
Al final de la vida, cuando nuestro ser problemático y en prueba sufra la confrontación con el paradigma absoluto del Ser Divino, cuando con una sola mirada midamos nuestra estatura sin la más mínima equivocación, cuando valoremos nuestra dignidad sin posibilidad de ilusión, cuando descubramos la verdad de nuestra realidad con una claridad total, en aquel momento el código que dictará el juicio incluso de los aspectos más insignificantes será el código de «Su» Mandamiento, del «Nuevo» Mandamiento: «Al final de la vida seremos juzgados acerca del amor». Ahora, el amor, en un ser dependiente como es el hombre, se inicia siempre como aceptación. Emerge en el acontecimiento el Ser, la realidad se propone al hombre, el hombre experimenta el encuentro con su Dominador, su Señor, su Padre, el drama de la libertad humana comienza. El hombre puede abandonarse al Misterio de la Medida que lo supera, lo trasciende, el hombre puede adherir¬se a Otro, el hombre puede aceptar identificar su querer con el de Otro. Esto es el amor. Fiat: me adhiero a ti. Señor. Mi voluntad es la tuya. Te acepto en mi. Mi yo eres Tu. Ven, Señor, lléname de Ti.
El Señor se ha hecho carne en el seno de la Virgen porque ninguna criatura ha vivido más «abierta», más «disponible» que ella. La tradición nos representa a la Virgen desde su infancia como una meditadora asidua de la Biblia: imaginémonos, ¿qué palabra puede haber impactado más intensamente el deseo de su alma privilegiada que la palabra que el justo Abraham, el justo Moisés o el justo Samuel dijeron al Dios que les hablaba? «Heme aquí».
«Heme aquí»: la palabra del amor antiguo, del amor que caminaba en las tinieblas de la noche, alumbrada por los rayos misteriosos de las palabras de Yahve.
«Fiat»: la palabra del amor nuevo, del amor que camina a la luz del día, donde Dios manifiesta claramente Su misterio en la carne y en el rostro de un Hijo de hombre.
La Virgen es dichosa porque ha «creído». La Virgen es grande porque libremente se abandonó a su Señor; ha amado a Dios. Lo ha escuchado y Lo ha vivido.
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