La fe y el amor a la Iglesia se respiraban como el aire en aquella familia. Retrato de los padres de santa Teresita del Niño Jesús. Los primeros cónyuges que serán elevados juntos a la gloria de los altares
El era un buen relojero y tenía la afición de la pesca, una vez capturó una carpa de sesenta centímetros, dejando sin respiración a sus hijas. Ella era bella, habilísima en el bordado, dirigía un pequeño taller de fabricación de encajes. Se llamaban Luis y Celia, se unieron en matrimonio en la medianoche del martes 13 de julio de 1858. El destino les ha reservado un raro privilegio: serán la primera pareja de esposos canonizada por la Iglesia. Los primeros cónyuges elevados, juntos, a la gloria de los altares. En los siglos modernos, la aureola parecía haberse convertido en un asunto exclusivo de sacerdotes y monjas. No han faltado, es verdad, beatificaciones de hombres y mujeres individuales casados (especialmente viudas). Pero hasta ahora ningún Papa había pensado proclamar beata a una pareja de cónyuges.
Luis y Celia Martin, el relojero y la bordadora de Alencon, Francia, son nombres ya conocidos en la Iglesia universal. De su unión nació una de las santas más veneradas de nuestros tiempos: Teresita del Niño Jesús. Sí, una de aquellas vivaces niñas que acompañaba a su padre en las excursiones de pesca en los torrentes pre-alpinos, que ingresó en el Carmelo de Lisieux siendo todavía niña y murió con apenas 24 años.
La causa de beatificación de los esposos Martin concluirá pronto. El Papa ha firmado ya (marzo del 94) los decretos que declaran que los dos esposos vivieron de modo “heroico” las virtudes cristianas: la fe, la esperanza y la caridad. Al postulador de la causa, el carmelita padre Simeón, no le queda más que esperar con confianza la primera curación milagrosa obtenida por la intercesión de los “venerables” cónyuges.
¿Pero qué han hecho tan extraordinario Luis y Celia para merecer la gloria de los altares? «Algunos dicen que haber educado en la fe a una hija como Teresita es un milagro suficiente para merecer la santidad. Pero naturalmente esto no basta...» sonríe el padre Simeón. El religioso español nos introduce en el archivo de la Curia general de los carmelitas, en Roma, y saca de los estantes dos grandes volúmenes con las pastas rojas, la denominada Positio: documentos y testimonios que ha sido necesario someter al Vaticano para superar el examen del “heroísmo” cristiano. Los hojeamos. Página tras página discurre ante nuestros ojos la aventura humana de Luis y Celia. Luis Martin es hijo de un capitán que combatió en la armada de Napoleón. Nace en Bordeaux en 1823. Celia Guerin vio la luz ocho años después. En la memoria de esta niña quedaron impresos los relatos del tío cura sobre las persecuciones sufridas por los católicos tras la revolución del 89: las misas clandestinas, la prisión para quien rechazaba el juramento de fidelidad al régimen...
Ambas, familias profundamente cristianas. Tanto Luis como Celia estuvieron muy atraídos por la vida monástica antes de conocerse. Un verdadero flechazo aquel encuentro sobre el puente de san Leonardo. Tres meses más tarde había compromiso. Y en 1858 se celebraron las nupcias en la bella iglesia gótica de Notre Dame, en Alencon. Nupcias semejantes a muchas otras. Celia trajo a su marido como dote cinco mil francos. Un amor ingenuo y puro, en lodos los sentidos. Viven los primeros diez meses de vida conyugal en castidad perfecta. Increíble, pero verdadero. Después se persuadieron de que Dios ha instituido el sacramento del matrimonio también para alegrar la compañía entre el hombre y la mujer con el nacimiento de los hijos. Traerán al mundo nueve. Cruz y delicia de su vida. Cuatro de ellos mueren de niños: «Los grandes dolo¬res de nuestra vida» dirán. Cinco, todas mujeres, deciden dedicarse por entero a Dios y entran en un convento. La más pequeña se llama Teresa. Una vez siendo niña, mientras caminaba con la cabeza hacia arriba, ve una constelación en forma de T. «Mira -le dice a su padre- mi nombre está escrito en el cielo». En un cierto sentido era verdad.
No es que la vida de los esposos Martin tenga externamente mucho de extraordinario. Por la mañana se levantan a buena hora. Y la jornada comienza siempre con la eucaristía. «Jamás perdieron la primera misa matutina, a las cinco y media» documentan los testimonios recogidos en la Positio. Trabajo, mucho. El, empeñado en el taller de relojero. Ella siempre afanada con los benditos encajes, secular gloria de la artesanía local. Burgueses de status social, no de mentalidad. Ningún culto al trabajo, a la riqueza, al éxito. El domingo todos los negocios y fábricas de Alencon trabajaban a pleno ritmo. Excepto el taller de Luis. «Hoy es el día del Señor: El señor Dios es el único al que se sirve», así respondía el padre de familia a los clientes que, impertérritos, llamaban a la puerta en días festivos. Pero, en el hogar de los Martin, los pobres eran como de casa todos los días. Eran lavados, vestidos, sustentados. Los testimonios sobre este punto abundan. Sí, la fe y el amor a la Iglesia se respiraban como el aire en aquella familia. Pero atención: cristianos sí. meapilas no. Gente libre. En una carta de 1875, la señora Martin relata, con sana hilaridad, una experiencia poco confortante de retiros cuaresmales predicados por misioneros aburridísimos: «Uno no predica mejor que el otro... y ambos son una gran penitencia». Al año siguiente comenta con furor algunas discutibles innovaciones polifónicas en las funciones religiosas: «Estamos obligados a escuchar cantos imposibles; un gemir sin sentido, que crea la impresión de estar en un café concierto; ¡es verdaderamente algo irritante! Pero, ¿qué podemos hacer? Estamos en la era del progreso...».
Papá Luis sabía divertir a sus «ratoncillos». Era capaz de imitar perfectamente las voces de sus paisanos, repetía el canto de pájaros muy distintos. «La alegría reinaba soberanamente en casa Martin», relata el biógrafo de los padres de santa Teresita. Alegrías y dolores. El testimonio más conmovedor de la santidad de estos esposos es el modo en que viven la enfermedad que, con apenas 45 años, lleva a la tumba a Celia. Un tumor maligno, lento e inexorable. Un verdadero via crucis, vivido con gran lucidez. Sin sublimar nada. Dentro de la cotidianidad, hasta donde es posible. Escribe la señora Martin pensando en sus seres queridos, pocos meses antes de su muerte acontecida el 28 de agosto de 1877: «Mientras les estaba preparando un apetecible almuerzo, me decía: “¿Cómo harían si yo no estuviese?” Me parece casi imposible que deba irme...». Celia pide la gracia de la curación, peregrina a Lourdes, se sumerge en las «aguas gélidas» de la gruta. El marido se consume en oraciones. Pero el milagro no llega. «¿Qué queréis? Si la Virgen no me cura» escribe fuerte y serena esta mujer en la última carta a su herma¬no «es signo de que mi tiempo está cumplido y de que el Señor quiere que descanse en otro lugar...».
Su hija Teresa tenía entonces cuatro años y medio. Y, sin embargo, en su célebre autobiografía (Historia de un alma) recuerda incluso con detalle las últimas horas de su madre, la extrema unción con su «pobre papá sollozando», el entierro. Para Luis es un golpe del que no será fácil recuperarse. Las cañas de pesca se guardan durante largo tiempo en el desván. El afecto y la fe de las hijas le sostendrán.
Una tras otra son atraídas por el Señor a la vida religiosa.
El no las frena: había experimentado en su juventud el mismo reclamo. Reencuentra fuerza y paz. Hasta su muerte, el 29 de mayo de 1894, tras una penosa enfermedad. Teresita y las otras hermanas han dejado infinitos testimonios de la santidad de sus padres. El Papa les quiere beatificar con la esperanza de que sirvan de ejemplo y consuelo para todos los esposos. También en materia de educación cristiana de los hijos. En casa Martin estaba confiada a la elocuencia de los rostros más que al esfuerzo de las palabras. En Historia de un alma Teresita recuerda una misa solemne, en la catedral, sentada al lado de su padre. El predicador en un momento dado nombra a santa Teresa de Avila. Luis le susurra al oído: «¡Estáte atenta, pequeña, habla de tu patronal». Y ella: «Yo escuchaba bien, en efecto, pero miraba más a mi padre que al predicador: su bello rostro me decía más...»
Una fecundidad nueva
Por esto el fruto de seguir a Jesús como ideal de la vida, de la vida como vocación, el fruto -como dice el Evangelio- es el céntuplo...
De esta riqueza deriva una capacidad de fecundidad que nadie tiene; de fecundidad, es decir, de comunicación de la propia naturaleza, de la propia riqueza, de la propia inteligencia, de la propia voluntad, del propio corazón, del propio tiempo, de la propia vida...
Es una fecundidad que consiste en el amor de dar lo que soy, de darme a ti yo mismo, se puede decir de darse uno mismo a los hijos. Amor a todo lo que entra y entrará en relación con los hijos, amor a los otros que son hijos, también ellos son hijos, a todos los hombres: al pueblo. Una fecundidad en el trabajo, frente a los hijos, una fecundidad en la vida del pueblo. En resumen, el ideal de la vida llega a ser el bien de los otros, el bien para los otros: el bien para los demás, vuestro bien, mi bien. Este es el objeto por el que Dios ha hecho el mundo: el bien de todo, el bien.
(Luigi Giussani, Reconocer a Cristo. Primeros acentos de una moralidad nueva, Cuaderno 4195 de Litterae)
Para la gloria de Cristo
Monasterio, convento o casa son, por tanto, ese lugar creado para que aquellos que habitan en él griten delante de todos, en cada instante -toda su vida está hecha para esto- que Cristo es lo único por lo que vale la pena vivir, que Cristo es lo único por lo que vale la pena que el mundo exista. Y esto es verdad como dos y dos son cuatro: Cristo es lo único por lo que vale la pena que el mundo exista, Cristo es lo único por lo que vale la pena que se realice la historia.
(Luigi Giussani, Dios: el tiempo y el templo, Cuaderno 3195 de Litterae)
POR QUE NO SE TRABAJA NUNCA MÁS QUE POR LOS NIÑOS...
Piensa con ternura en ese tiempo en que él ya no existirá y en que sus hijos tendrán su puesto.
Sobre la tierra.
Ante Dios.
En ese tiempo en que él ya no será y en que sus hijos serán.
Y cuando digan su nombre en el pueblo, cuando hablen de él, cuando su nombre salga, al azar de las conversaciones, ya no se hablará de él sino de sus hijos.
Al mismo tiempo será de él y no será de él, porque será de sus hijos.
Y se enorgullece en su corazón y piensa en ello con ternura.
Que él mismo ya no será él mismo sino sus hijos
Sus hijos lo harán mejor que él, ciertamente.
Y el mundo marchará mejor.
Más adelante.
No está celoso de ello.
Al contrario.
Ni de haber venido al mundo en un tiempo tan ingrato.
Y de haber preparado sin duda a sus hijos para un tiempo quizá menos ingrato.
Sólo un insensato estaría celoso de sus hijos y de los hijos de sus hijos. Pues trabaja únicamente por sus hijos
Así, no de otro modo trabaja todo el mundo por la pequeña esperanza. Todo lo que hacemos lo hacemos por los niños.
Los niños nos hacen hacer todo. Cuanto hacemos.
Como si nos cogiesen de la mano. Así todo lo que hacemos, cuanto el mundo hace lo hace por la pequeña esperanza.
Todo lo pequeño es lo más bello y lo más grande.
Todo lo nuevo es lo más bello y lo más grande.
Y el bautismo es el sacramento de los pequeños.
Y el bautismo es el sacramento más nuevo.
Y el bautismo es el sacramento que comienza.
Todo lo que comienza tiene una virtud que ya no se vuelve a encontrar. Una fuerza, una novedad, un frescor
como el alba.
Una juventud, un ardor.
Un impulso.
Una ingenuidad.
Un nacimiento que ya no se encuentra otra vez.
El primer día es el día más bello.
El primer día es quizás el único día bello.
Y el bautismo es el sacramento del primer día.
Y el bautismo es cuanto hay de bello y de grande.
Si no existiera el sacrificio.
Y la recepción del cuerpo de Nuestro Señor.
(Charles Péguy, El pórtico de la segunda virtud, Encuentro)
Acabo, Madre mía, de resumir en pocas palabras todo lo que Dios ha hecho por mí; ahora voy a entrar en detalles de mi infancia; estoy segura que, allí donde otro cualquiera no vería más que un relato aburrido, su corazón maternal encontrará verdaderos encantos.
Además los recuerdos que voy a evocar son también los suyos, ya que a su lado se deslizó mi niñez y tuve la dicha de tener unos padres sin igual que nos rodearon de los mismos cuidados y ternuras. ¡Qué se dignen bendecir a la más pequeña de sus hijas y a ayudarla a cantar las misericordias divinas!
Dios se ha complacido en rodear de amor toda mi existencia: ¡mis prime¬ros recuerdos están grabados con las sonrisas y caricias más tiernas!...Y si El había dispuesto mucho amor junto a mí, había dispuesto también mi corazoncito, creándolo amable y sensible; pues amaba mucho a papá y a mamá y les demostraba mi ternura de mil maneras, pues era muy expansiva. Únicamente los métodos que empleaba eran a veces extraños, como lo prueba este pasaje de una carta de mamá: «La nena es un duende como no hay otro, que me acaricia deseándome la muerte: "¡Oh, deseo mucho que te mueras mamaíta!...", se la reprende y dice: "Si es para que vayas al cielo, ya que tú dices que hay que morir para ir allí". Lo mismo desea la muerte a su padre en estos excesos de amor».
Cuando el predicador hablaba de Santa Teresa, papá se inclinaba y me decía al oído: «Escucha, bien, reinecita, está hablando de tu Santa Patrona». Escuchaba bien, en efecto, pero miraba más a papá que al predicador. ¡Su bello rostro me decía tantas cosas! A veces sus ojos se llenaban de lágrimas que él se esforzaba vanamente en disimular. ¡Amaba sumergirse de tal modo en las verdades eternas, que no parecía estar ya en ¡a tierra!... Su carrera, sin embargo, estaba lejos de haber terminado; debían pasar aún largos años antes de que el hermoso cielo se abriera a sus ojos arrobados y que el Señor enjugara las lágrimas de su fiel servidor...
(Santa Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma)
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