Cuando uno ve al cortejo papal pararse para entrar en una choza y hablar con una familia africana pobre, o le oye decir a una multitud de millones de personas, como en Manila, que le gustaría mirar a cada uno a los ojos, se comprende que Juan Pablo II va al encuentro del hombre y que le interesa el destino de cada persona.
Es una pasión por cada uno, seguramente como Pedro había visto que Cristo tenía. Cada vez que tengo la suerte de seguir al Papa en sus viajes pastorales me digo: «Él es Pedro, es el que más ama, ama a Cristo más que todos nosotros. Hay que mirar lo que hace». El Papa nos propone continuamente a Cristo, es más, nos asegura -con la autoridad de uno que lo experimenta- que Él está presente entre nosotros, que no nos abandona jamás y que es la única respuesta a los deseos de nuestro corazón. Se enfada cuando lo esencial de esta propuesta se ofusca, se esconde, sobre todo cuando esto sucede dentro de la Iglesia.
No es una teoría ni una idea lo que propone, sino una vida -exactamente como en los tiempos de Pedro- tan fecunda que no puede callar. Si pudiera eso repite que no tengamos miedo, nos asegura que sólo Cristo responde a las preguntas fundamentales que tenemos. En los últimos años todavía conmueve más el modo como vive el instante: cada circunstancia tiene para él un valor único, es signo de la eternidad. Después, hay que verle rezar. Ante el Señor, el único por el que vale la pena dar la vida, este Papa se hace humilde como un niño. Es, de manera objetiva, totalmente dependiente de Cristo.
*periodista portuguesa de Radio Renascenca
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