Rossella y Francesco acaban en Pensilvania por trabajo. No conocen a nadie y buscan un “refugio”. Pero un amigo les insta a abrirse, a ir más allá de la rutina. Y suceden varios encuentros, uno tras otros
«Broccoli». Rossella se gira de golpe. El acento italiano con que ha sonado esa palabra es inequívoco. Sin pensarlo demasiado, ella es así, se acerca a la joven pareja que está discutiendo frente al mostrador de los congelados en el supermercado. «Ciao, ¿italianos?». «Sí», responde la chica. «Soy Rossella. Mi marido y yo nos hemos mudado hace poco, él da clase en la Universidad de Pensilvania, pero somos de Bari». «Nosotros de Sicilia. Soy Tommaso y ella es mi mujer, Marisa». Se quedan charlando y al final Rossella les suelta: «Hoy es el cumpleaños de mi marido, Francesco, ¿queréis venir a cenar?». «Encantados».
State College es su tercera ciudad americana desde que, en 2015, desembarcaron en los Estados Unidos por el trabajo de Francesco. Prácticamente no conocen a nadie. De hecho, cuando llevaban una semana la familia que conocían allí se mudó a otra ciudad. Una de las cosas que Rossella había pensado hacer nada más llegar era la Escuela de comunidad, pero ¿cómo y con quién? La mejor solución le parecía buscar una online, para no hacerla solo con Francesco. No era mala idea, pues dadas las distancias en América muchos encuentros tienen lugar por internet. Esencialmente le interesaba tener una indicación precisa sobre con quién ponerse en contacto. A Francesco también le parecía una solución perfecta. Así que una noche agarró el teléfono y llamó al padre José Medina, responsable del movimiento en EE.UU. y ahora un gran amigo. Su respuesta la descolocó: «¿Por qué online? Empezad tú y tu marido. Y luego invita a gente». «Pero no conozco a nadie», contestó. En vez de ceder a la costumbre, al tran tran, se lanzaron. Y de la nada fue naciendo algo. Pocos días después tuvo lugar el encuentro en el súper por aquella palabra oída por casualidad y saltó la chispa.
La cena fue la ocasión de conocerse. Siguieron quedando y la amistad fue creciendo hasta que un día, comiendo un helado, Marisa le dice: «Mi familia es del movimiento, yo he estado con los bachilleres y con los universitarios. Pero basta. He terminado con la Iglesia y con Dios. Tommaso también ha dejado de creer. Aunque tenemos estima por CL». En cuestión de un segundo, en la mente de Rossella resuenan las palabras de Medina. «Mañana hacemos Escuela de comunidad, ¿queréis venir?». La respuesta es inesperada: «Sí». Al dejarlos, Rossella llama a su marido: «Mañana, Escuela de comunidad». «No lo sabía». «Yo tampoco, hasta hace unos minutos. Vienen Marisa y Tommaso».
Rossella nunca ha sido tímida, pero tampoco imaginaba poder llegar a tener una capacidad tan creativa para conocer gente. Seguramente no cuando vivía en Bari. Su encuentro con el cristianismo durante la enseñanza superior, la universidad, el grado de Química, el matrimonio, para ella todo quedaba circunscrito a su ciudad, a sus amigos de la comunidad, a su fa¬milia, todo tranquilo. Desde luego, no tenía ninguna intención de cruzar la frontera italiana. Pero a Francesco le llegó la propuesta de trabajar en la Universidad de Gainesville, Florida, donde hizo el doctorado después de graduarse en Ciencias Agrícolas. Antes de irse, después de seis meses de indecisión, un querido amigo le dijo: «Justo a ti, con tantos temores, el Señor quiere mostrarte que no hay nada de lo que tener miedo».
El primer destino fue Ave Maria Town, donde viven muchas familias católicas. No sabía ni una palabra de inglés, pero la directora de la escuela Montessori, al conocerla, le propuso trabajar con los niños. Su sueño era enseñar. A medida que conocían más amigos del movimiento en Florida, iban disminuyendo las llamadas a Italia. «Vi la delicadeza que Dios tenía conmigo. Me cuidaba». Dos años después, se trasladaron a Vero Beach, en la costa este de Florida. Rossella perfeccionó su método de trabajo y el número de amigos americanos iba en aumento. Pero sobre todo se había dado una nueva radicalidad en las relaciones. Luego llegaron a State College.
Aquella noche, leyendo Por qué la Iglesia junto a la joven pareja que habían conocido en el súper, estaban también Maria, 86 años, y Francesco, profesor de ingeniería. Eran los amigos “heredados" de la familia del movimiento que vivía allí antes. Para ellos también era la “primera" Escuela de comunidad. Para Tommaso y Marisa era también la última. La Iglesia no les interesa, no quieren hablar de ello. Pero la amistad y las cenas continuaron. Aquella noche fue el inicio de una serie de encuentros y respuestas.
Desde Italia, un profesor con el que Francesco estaba en contacto, le pide que dirija la tesis de un estudiante de Fidenza. Luca llega en marzo de 20x9. «Para nosotros, un regalo, más de lo que esperábamos. Como compañía para Francesco en el trabajo, y para nosotros, trayendo la frescura de su experiencia con los universitarios». «Estoy muy preocupado, esperando los resultados de unas pruebas médicas. Espero que no sea nada grave», le dice un hombre a la sacristana a la salida de misa. Rossella, que estaba a pocos pasos, se acerca: «Perdone, he oído lo que le pasa. En este periodo de espera e, imagino, miedo, no puede estar solo». «Sí, no es fácil afrontarlo». Charlan un rato y quedan para volver a verse. Las pruebas fueron negativas, nada grave, pero David empezó a ir a Escuela de comunidad.
Unos días antes de Navidad, Rossella para un momento en la iglesia a Jim, profesor de religión y responsable de la catequesis en la parroquia: «Queremos invitar a la comida de Navidad a una familia necesitada, ¿nos puede indicar alguna?». «¿Pero la queréis invitar a vuestra casa?». «Sí, claro. ¿Por qué?». «Es una petición bastante extraña. En América la ayuda se da a “distancia", sin implicarse directamente». Debido a las vacaciones, la familia no estaba, pero Jim les invitó a pasar juntos el fin de año. Fue el inicio de una nueva amistad, y Rossella se ofreció como catequista para los niños de primero.
Los encuentros se fueron sucediendo, el grupito creció con la llegada de Gabriele, un estudiante italiano que sigue la experiencia franciscana y que llegó a Rossella por indicación del cura de la parroquia; con Marco, que es del movimiento y llegó a State College por un breve periodo después de un post doctorado en Chile; con Francesco, un ítaloamericano de Pittsburgh que estudia Ingeniería. Cenas, barbacoas, excursiones, a las que a veces se suman también Marisa y Tommaso. Porque esa amistad no la quieren dejar. Allí se comparte la vida, y los miedos se van desvaneciendo poco a poco.
En Italia, la experiencia cristiana de Rossella estaba circunscrita a los amigos de la comunidad del movimiento. «Tenía una cierta actitud de presunción con los demás. Aquí, en estas situaciones de aparente soledad, me he abierto a la Iglesia, y ha sido un descubrimiento fascinante el hecho de poder vivir la comunión con otros. He entendido las palabras del Papa en 2015 cuando fuimos a la plaza de San Pedro: “Saber escuchar a quien no es como nosotros, aprendiendo de todos". Así ha sido para mí. Pero sobre todo, a través de estos encuentros inesperados, he percibido la paternidad de la Iglesia conmigo. Dios me está mostrando que es un padre bueno». En estos años americanos, esta paternidad también ha tomado conciencia para Rossella y Francesco en la amistad con Luca, Enrico, Salvatore, Ombretta, memores que han conocido en varias ciudades. «En nuestras diversas residencias, nunca nos ha faltado su compañía». Un día tenían que tomar una decisión importante. Pidieron consejo a Enrico. Este, al final del mensaje, les decía: «Perdonadme si me equivoco». «En aquella frase tan humilde y sencilla sentí el respeto que tenía por nosotros, por lo que nos estaba pasando. Una vez más el Señor se inclinaba sobre nosotros».
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