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Huellas N.10, Noviembre 2019

PRIMER PLANO

Ed volvió a nacer

Paola Ronconi

La historia de Edmondo, llamado Ed, perdido entre drogas y alcohol. Habla del amor de su padre, de un número de teléfono en el bolsillo al salir de la cárcel y de una familia que le acogió.
«Me sentía un pordiosero, pero no me perdía nada de lo que pasaba allí»


Si a los diez años, en cuanto puedes te escapas por el monte en vez de ir a clase, a los doce pegas al director y a los trece te tiras por la ventana del aula para asustar a la suplente (sin que ella sepa que hay un andamio), lo mínimo que te puede pasar es que a los catorce te hayan expulsado de todas las escuelas públicas del reino y tengas que sacar dos cursos en un año para terminar al menos la enseñanza obligatoria.
Edmondo es un chico difícil que no soporta la «autoridad poco autorizada», como él dice. En nuestros días ya le habrían sometido a mil análisis psicológicos y comportamentales. Ser campeón de carrera de montaña a los 15 años tampoco bastaba para aplacar a alguien así, que hoy se justifica cándidamente: «No encajaba con la gente de mi pueblo, no tenía nada que ver con ellos». No le importaba nada. Ni siquiera preocupar, y mucho, a sus padres cuando descubrían su mal comportamiento. En un pueblo de menos de cinco mil habitantes en el valle de Valtelina, en seguida se sabe todo de todos.
Ed, que hoy se acerca a los 50, comienza así su relato sobre los abismos que ha recorrido, de cuya profundidad hablan sobre todo sus ojos, intensos, bondadosos y profundos como esos abismos.
La heroína y la cocaína llegaron también hasta los montes de la Valtelina. Para conseguir alcohol bastaba con irse al bar de la plaza. En poco tiempo, el coste y las dosis de esos vicios se elevaron monstruosamente. «Para conseguir el dinero que necesitaba empecé a robar de todo». Y a vender de todo.
Al cumplir 19 años, su padre, que nunca había faltado a su trabajo, decide pedir seis meses de excedencia para estar cerca de ese hijo descarriado. «Necesitábamos tiempo para recuperar una relación que nunca había existido. Durante seis meses no me dejó ni un segundo, hasta dormíamos juntos por la noche». Durante seis meses Ed deja de “ponerse". Acaba la excedencia. «El primer día que mi padre volvió a trabajar, a las pocas horas ya tenía una jeringuilla en vena». ¿Seis meses inútiles? «Yo percibía el bien que me ofrecía, pero era como una vasija vacía que nadie podía llenar». Como esa vez que saltó por la ventana de una habitación donde su padre le había encerrado. «Corrí hasta la estación de Morbegno. Me subí al primer tren, ya se estaban cerrando las puertas cuando mi padre llegó. Vi cómo sus ojos me decían: “¿Por qué? Vuelve a casa"». Pero a Ed no le bastaba.

Había que intentarlo todo y probó con una comunidad terapéutica, donde “resiste" tres años. Trabajo, terapia psicológica tres veces a la semana, terapia familiar dos veces al mes. «Aprendí a conocerme y a entender lo afortunado que era. Fue la época del Sida». Las cosas parecían ir mejor, pero «un día me entero de que el terapeuta familiar está divorciado. “¡¿Y este me va a enseñar lo que es una familia?!". Necesitaba gente que me mostrara con su vida que era posible, que el bien era posible».
En la comunidad, Ed aprende diseño gráfico y, una vez fuera, encuentra trabajo en Lecco. Se le da bien, se desenvuelve y empieza a ganar dinero. Conoce a una chica, encuentra una casa donde vivir con ella, un buen coche. Pero toda esa “normalidad" tampoco le aplaca. Es más, «no había nada que valiera realmente la pena». Nada que le mantuviera alejado de la droga y el alcohol. Lo deja todo o, mejor dicho, vuelve a destruirlo todo. Es una huida sin fin. Una noche, en el culmen de la desesperación, su padre le dice: «No sé ser padre, si sabes cómo puedo ayudarte, dímelo». Era el momento de ingresar en una clínica de desintoxicación en Milán, Turro. Pero Turro tampoco logró el milagro: un día salió y robó un coche. Después de una huida desesperada, acabó en el cuartelillo. Los folios del expediente con sus cargos medían un palmo de altura. Moraleja: tres años de cárcel, uno con la condicional.

Entre los barrotes, una extraña sensación, «casi una liberación. Esperaba que la cárcel me redimiera». En la celda que le asignan estaba Dario. Al verlo tan desastrado, agarra su sábana, la rompe en dos y llama al guardia: «Llevadle a darse una ducha, por favor». Cuando Ed vuelve se encuentra un par de chuletas esperándole. «En la cárcel cuestan una fortuna». Su compañero de celda le propone que haga una entrevista para el centro de prensa de la cárcel: «Allí te enseñan a usar el ordenador, aprendes un trabajo, haces algo». Sin creérselo demasiado, Ed va: «Yo me fío de Dario. Si él se fía de ti, adelante», le dice la responsable, Patricia. «Empezamos todas las mañanas con el Ángelus». «¡Estos están peor que yo!», piensa Ed, pero no se va. Cada día llega puntual al centro de prensa, se queda incluso cuando hacen la Escuela de comunidad, con un libro de don Giussani titulado ¿Se puede vivir así? «¿Cómo puede conocerme tan bien ese cura?», piensa. Aquellas palabras abrían una grieta en el muro. Un mes antes de salir de prisión, Ed apunta el número de teléfono de Patricia, se lo guarda en el bolsillo y se olvida de él.
6 de enero de 2010. «Edmondo, es usted libre», le dice la guardia, dejando a sus pies dos bolsas de basura con sus pertenencias: ropa (sucia) y un teléfono desmontado. Cuando el portón se cierra a sus espaldas, delante tiene la nada y en la mano una serie de números de gente con la que en media hora podrá reiniciar su vida de antes. Tras un instante que dura una eternidad, del bolsillo de su pantalón sale el número de Patricia. «Soy Ed. ¿Puedes ayudarme?». Patricia está con neumonía, en media hora llega su marido, Fabio: «¿Tú eres Ed, el preso? Te llevo a tu casa».
Llegan a Colico. «Usted no lo ha entendido: no quiero a este hijo», le dice a Fabio el padre de Ed. «En aquel momento», recuerda Ed, «vi a un hombre diciéndole a otro: “Yo no puedo más. Te lo doy". Y cuando Fabio respondió: “Está bien", tenía ante mí a dos hombres de verdad. Dos padres. Había caído realmente bajo».

Al poco tiempo, Ed se va a trabajar y a vivir a una casa que le presta un amigo sacerdote en Oggiono. Los fines de semana, Filippo, el tercer hijo de Fabio y Patricia, va a recogerlo y se lo lleva a casa, un lugar por donde pasa mucha gente, muchos amigos. «No formaba parte de esa familia, me sentía un pordiosero, pero no me perdía nada de lo que pasaba allí». La madre de Patricia, anciana y enferma de Alzheimer, siempre lo recibe con un «aquí viene mi amor». En su locura, «ella era mi punto de bien», recuerda Ed.
Cuando encuentra otro trabajo en Monza, Fabio y Patricia deciden acogerlo en casa, pues uno de sus hijos se ha ido al extranjero. «Me convertí en el amo del sofá, del mando y del frigo», pero no solo eso. Una noche tuvieron que llevarlo a Urgencias. Nadie se había dado cuenta de que había vuelto a beber, vaciando la bodega. Así que: «me voy, no quiero arruinar también a vuestra familia». «Si sales por esa puerta», le dice Patricia, «sabes que será tu fin. Nosotros te queremos». Y se queda, pero Fabio pone las condiciones: no puede salir nunca solo, ni llevar dinero encima, ni conducir. «“¿Cómo puede un hombre estar tan seguro de poder fiarse de alguien como yo?", me preguntaba mientras le miraba. Con Patricia había encontrado al Misterio, ahora me estaba volviendo a convertir en hijo con Fabio. Si quería crecer, si quería descubrir de verdad qué era aquel brillo que había vislumbrado, tenía que fiarme completamente. Y hacer lo que me pedían».

El tiempo pasa. Cada día, un paso más hacia el conocimiento de ese Algo que había entrado en su vida. Hoy ha dejado de huir. Su vasija rebosa. «Debía atravesar todo lo que he vivido para llegar a ser lo que soy hoy: un hombre feliz». Casado con Rosanna, un hijo, Francesco, muchos amigos y una certeza: «Mi fuerza es la presencia de Cristo que me sostiene y siempre está ahí». ¿Y las debilidades? «Han sido la modalidad para recuperar esos ojos para siempre. Cuando veo un buen coche pienso que si lo robara, eso no cambiaría nada. Entonces digo: Dios mío, menos mal que te he encontrado».
Cuando nació Francesco, Ed llamó a su padre. «Dale un beso de mi parte», le dijo. «Luego ve a casa y da las gracias a tus amigos». Contándolo, uno piensa en Nicodemo, ¿puede un hombre volver a nacer? Ed está convencido de ello. «Sí, puede. Vaya si se puede...».


 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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