El encuentro de Luana con la comunidad cristiana, luego la decisión de distanciarse para vivir la fe por su cuenta. Hasta el momento en que tiene que tomar una decisión importante. «Si es algo verdadero y no puedo renunciar a ello, entonces tengo que volver»
«En qué pensamos al despertarnos por la mañana?». Al escuchar esta pregunta de un amigo, Luana cae en la cuenta de que en los últimos años su primer pensamiento nada más abrir los ojos es lo que tiene que hacer durante el día. «Antes no era así. Antes me despertaba con una expectativa, a la espera de lo que me iba a dar el día». Y le entró nostalgia.
Luana tiene treinta y un años y trabaja en una sociedad estatal de telecomunicaciones en Río de Janeiro. Conoció CL en la universidad, durante los estudios de Economía. «Mi hermana y yo empezamos y seguimos juntas, como los discípulos Juan y Andrés». Era 2007. «Las dos éramos entonces muy ideológicas. Todavía hoy sigue sorprendiéndome lo que pasó, sobre todo la conversión de mi hermana. Nos topamos con una vida que nos conquistó totalmente, con una novedad que crecía cada vez más». Una de las primeras cosas que recuerda es la invitación a ir a conocer la asociación de los Traballhadores sem terra, de Cleuza y Marcos Zerbini, en Sao Paulo. «Estando con ellos entendí que todas las ideas que tenía en la cabeza sobre la sociedad eran mentira. Dos personas ayudaban a un montón de gente...». Pero, sobre todo, le marcó lo que pasó en un viaje: «Iba en el coche con gente que no conocía para ir a ver a otros que tampoco conocía. Durante todo el viaje Marco, que sería luego mi padrino, me escuchó sin juzgarme por lo que decía, sino mirándome con cariño, sin querer convencerme de nada... Solo me ayudó a ver».
Al cabo de unos años, debido a ciertas dificultades y resentimientos con algunas personas, empieza a entrarle el miedo de perder lo que ha encontrado. «Conociéndome corría el peligro de reducir todo el horizonte a los problemas que habían surgido... Y opté por tomar cierta distancia». Luego añade: «Hoy me doy cuenta de que la potencia del encuentro puede asustar por su magnitud, porque no hay nada comparable en el mundo». Con la intención de “preservar" la belleza de lo que había visto, en 2012 decide irse, de repente, de un día a otro, pensando en una separación temporánea. «En cambio, me alejé del movimiento durante cinco años», convencida de que podía seguir viviendo sola lo que había encontrado en CL. «Tenía la presunción de decir: la Iglesia soy yo. Creía que podía custodiar por mí misma lo que había aprendido».
Pero con el paso del tiempo todo cambia. «La falta de contacto con una experiencia viva de fe me apartó cada vez más de una vida plena y me llenó de vanidades. Daniel, mi marido, me decía: “Estabas más guapa cuando estabas en el movimiento". Pero yo no entendía el alcance de estas palabras. Lo que percibía era que la realidad a mi alrededor se me iba esfumando, se oscurecían los criterios con los que vivía antes». Le costaba juzgar los simples hechos de cada día, y se veía mirando las cosas con el peso de un juicio negativo, en el fondo escéptico: «Digamos que mi vida oscilaba entre el dulce empalagoso de las distracciones y la amargura profunda de las frustraciones».
Un día, un amigo que también había dejado el movimiento le confía que ha enviado un correo a la Fraternidad de CL para desapuntarse. Y le explica cómo hacerlo. «Porque lo lógico era que yo hiciera lo mismo. Yo era la primera en pensarlo. No tenía ningún sentido permanecer vinculada a una realidad de la que no participaba desde hacía cinco años». Sin embargo, ella no consigue enviar ese correo. «No podía. Sabía, siempre lo supe, que el movimiento era mi casa. Era el único lugar que me comprendía profundamente, donde podía ser yo, cada vez más yo, sin tener miedo de las consecuencias, donde se me quería tal como soy». Va reparando en cómo se sintió mirada de ese modo «más justo y amoroso», y en ese momento concluye: «Si no puedo olvidarlo, si es algo verdadero y no puedo renunciar a ello, entonces tengo que volver».
Hoy reflexiona: «Pienso que Cristo puede mostrarnos su rostro cuando le dejamos espacio, aunque sea un resquicio». Durante un año guarda en su interior este deseo de volver con temor y temblor, sin atreverse a dar un paso. Hasta que, por una serie de coincidencias muy concretas, decide llamar a su amigo Marco. «Después de todo ese tiempo me acogió de modo sorprendente, con los brazos abiertos, con una alegría y una naturalidad que me desarmaron. Como si lo que había pasado no supusiera ningún peso». Otro amigo, Herman, «un niño de 73 años», empieza a hacer con ella la Escuela de comunidad, porque Luana ahora necesita tomársela en serio: «Ver el camino que él estaba haciendo, compartir la belleza que ese lugar tenía para él, me devolvía a mí la sencillez que había perdido».
Este año se apuntó a las vacaciones de CL en Angra dos Reis. Cuando llegó, «con retraso», estaban leyendo las palabras del papa Francisco en la homilía de Pentecostés: «Ni siquiera basta ver el rostro del Resucitado, si el corazón no lo acoge». Y allí entendió: «Ya había visto a Cristo vivo, pero no me bastaba, porque mi corazón estaba cerrado. En esos años que creí haber desperdiciado, la soledad y la distancia habían sido la consecuencia de una decisión mía. Pero Dios ha amado mi libertad, me ha esperado, ha mendigado mi corazón». La conmoción por esto «me ha devuelto una pobreza y un amor a la compañía que antes no tenía, me ha liberado de la presunción de pensar que puedo caminar por mi cuenta».
La primera mañana después de las vacaciones, se despertó feliz, «pensando en cómo me ama mi Señor».
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