Hay una palabra que aflora cada vez más a menudo en las tertulias y los debates televisivos y que, si no aparece en las charlas entre amigos en el bar, es solo porque nos pasa desapercibido el acierto con que describe el clima en que todos vivimos. Es la palabra «nihilismo», la palabra más cercana a «la nada». Ya no tiene el significado de antaño, o al menos no solo ese significado. No indica una rebelión violenta, el impulso de destruir una realidad que no gusta (aunque hay mucha rabia que circula por las redes y por las calles del mundo...). Indica más bien algo más sutil que, sin embargo, está en la raíz misma de la violencia. Es la pérdida de atractivo de la realidad, el extravío del significado -y por lo tanto del gusto- del vivir. La falta de un objetivo vital capaz de atraernos, de movilizar nuestra energía afectiva, de conquistarnos hasta el fondo. «No existe ningún ideal por el cual podamos sacrificarnos, porque de todos conocemos la mentira, nosotros que no sabemos qué es la verdad», escribía André Malraux ya en el siglo pasado. Es una síntesis perfecta del presente.
Pero si hay una ventaja en el difundido malestar hodierno es precisamente este, que ninguna idea tiene la capacidad de sacarnos realmente del apuro. Ninguna teoría. Solo la sorpresa de algo que entra en nuestra experiencia y la mueve, puede suponer una vía de salida. Mirando nuestra experiencia nos damos cuenta de dos cosas.
La primera es que incluso el corazón más apagado, el nihilista más empedernido, conserva dentro un punto irreductible, el deseo de ser feliz. Casi a nuestro pesar, tenemos una necesidad -más aún, somos una necesidad- de cumplimiento, incluso cuando todo parece decir lo contrario. Y esto puede emerger de muchas maneras, por caminos insospechados, rompiendo cualquier barrera.
Pero, si somos leales, la experiencia también nos muestra otro dato: este corazón, que no se rinde, se enciende enseguida en cuanto aparece algo capaz de despertarlo. Una presencia, un hecho, una realidad, un rostro que ofrece una propuesta a la altura de nuestra necesidad. Por ello (como decía el texto de la jornada de apertura de curso de CL, anexa al número de Huellas de octubre), se convierte en una suerte de autoridad. En el sentido literal del término, «alguien que nos hace crecer», que nos rescata de la nada y nos hace florecer.
En estas páginas, encontráis experiencias que muestran esta simple dinámica. Experiencias ordinarias como la vida misma, o dramáticas como lo son muchas situaciones de la vida. Son todas personas devueltas al ruedo apasionante de la existencia mediante el encuentro con la experiencia de la autoridad, con una propuesta de significado y un gusto del vivir. En otras palabras, con el acontecer de una paternidad decisiva. Tanto que será el contenido de nuestro próximo número.
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