Proponemos una amplia síntesis de la Conferencia de apertura del cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, en el Congreso Mundial de los movimientos eclesiales. Roma, 27 de mayo de 1998
El cardenal Ratzinger comienza su intervención con algunas alusiones a su experiencia personal en contacto con algunos movimientos:
«(...) Personalmente, para mí fue un hecho maravilloso la primera vez que entré en contacto más estrecho -a comienzos de los años setenta- con movimientos como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación o los focolares, experimentando el entusiasmo con que vivían la fe, y cómo, por el gozo de esta fe, sentían la necesidad de hacer partícipes a los demás de lo que habían recibido como don. En aquellos tiempos, Karl Rahner y otros teólogos solían hablar de «invierno» de la Iglesia; en realidad parecía que, tras el gran florecimiento del Concilio, en lugar de la primavera hubiera llegado el hielo, el cansancio en lugar de un nuevo dinamismo. Entonces parecía que el dinamismo estaba en otro lugar totalmente distinto: allí donde -con las propias fuerzas y sin incomodar a Dios- se nos ofrecía la tarea de realizar juntos el mejor de los mundos futuros. Que un mundo sin Dios no puede ser bueno, y mucho menos el mejor, era evidente para todo aquel que no estuviera ciego. ¿Pero dónde estaba Dios? ¿Y por qué la Iglesia, después de tantas discusiones y afanes a la búsqueda de nuevas estructuras, se encontraba extenuada y aplanada? La expresión rahneriana era perfectamente comprensible; manifestaba una experiencia que teníamos todos. Pero he aquí, de improviso, algo que nadie había proyectado. He aquí que el Espíritu Santo, digámoslo así, había pedido de nuevo la palabra. Y en hombres y mujeres jóvenes volvía a brotar la fe, sin «si» ni «pero», sin subterfugios ni escapatorias, vivida en su integridad como don, como un regalo precioso que hace vivir. Ciertamente no faltaron quienes se sintieron incomodados en sus debates puramente intelectuales, en sus modelos de laboratorio construidos en abstracto según un criterio totalmente distinto y personal. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Allá donde irrumpe, el Espíritu Santo descabala siempre los proyectos de los hombres. (...)»
Afronta después las dificultades que suscitó la difusión de los movimientos:
«Allá donde irrumpe, el Espíritu Santo descabala siempre los proyectos de los hombres».
El cardenal Ratzinger habla también de «enfermedades propias de la infancia manifestadas por los movimientos»: «Había propensión al exclusivismo, a insistencias unilaterales, de donde nacía una cierta dificultad de insertarse en las Iglesias locales».
De aquí nace la necesidad de reflexionar «sobre cómo esta nueva floración eclesial y las estructuras de la vida eclesial preexistentes, esto es, la parroquia y la diócesis, podían situarse en una relación justa. Un fenómeno que se presenta de forma periódica, de maneras diferentes, en la vida de la Iglesia. Siempre hay nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que revitalizan y renuevan la estructura de la Iglesia. Pero esta renovación casi nunca está libre de sufrimientos y fricciones».
No se nos puede, pues, eximir de la cuestión de principio sobre la «ubicación teológica de los llamados “movimientos” en la continuidad del ordenamiento eclesial».
Por tanto, el cardenal Ratzinger afronta algunos
I. Intentos de clarificación a través de una dialéctica de los principios.
1. Institución y carisma
El purpurado observa «algo inesperado» con respecto al esquema fundamental que se ofrece en general para la solución del problema suscitado por los movimientos: la duplicidad entre institución y evento, institución y carisma.
«El concepto de “institución” se deshace entre las manos de quien intenta definirlo con rigor teológico. (...) La institución se realiza sólo de modo secundario a partir de una llamada de la Iglesia; más bien se lleva a efecto, en primer lugar, por una llamada de Dios dirigida a aquellos hombres en concreto, esto es, en un modo carismático- pneumatológico. De esto se deduce que puede ser acogida y vivida, incesantemente, sólo por la novedad de la vocación-convocación, del señorío del Pneuma (...)»
Con esto reconoce que, junto a este ordenamiento fundamental, existen también en la Iglesia instituciones de derecho humano, múltiples formas de administración, organización, coordinación..., y a propósito de esto añade que «la Iglesia debe mantener bajo un incesante control su propia unión institucional, para no agobiarse con una importancia indebida, ni entumecerse en una ar¬madura que sofoque la vida espiritual que le es propia y peculiar».
Volviendo a la pregunta sobre la relación entre ordenamientos eclesiales estables y nuevas insurgencias carismáticas, como conclusión aporta que «el esquema institución-carisma no nos da ninguna respuesta, porque la contraposición dualista configura de modo insuficiente la realidad de la Iglesia».
Si bien de esta dualidad extrae algunos principios, entre los que destacan:
«a. Es importante que el ministerio sagrado, el sacer¬docio, sea entendido y vivido también carismáticamente. El sacerdote tiene el deber de ser un homo spiritualis, suscitado, estimulado e inspirado por el Espíritu Santo (...)»
De otro modo el presbiterado «sería un servicio mal cumplido que daña en lugar de ayudar. Obstruye el ca¬mino al sacerdocio y a la fe.
b. Allí donde se vive el ministerio sagrado de este modo, carismáticamente, no se da la rigidez institucional: subsiste, en cambio, una ulterior apertura al carisma, una especie de atención vigilante al Espíritu Santo y su actuación (...)».
2. Cristologia y pneumatología
El cardenal Ratzinger afronta otra posible solución al problema: la contraposición emergente en la teología de la contraposición entre el aspecto cristológico. y la pneumatología de la Iglesia. Pero - responde el cardenal Ratzinger - «no es posible comprender rectamente al Espíritu sin Cristo, pero mucho menos a Cristo sin el Espíritu Santo».
3. Jerarquía y profecía
Se analiza una tercera propuesta interpretativa: la contraposición entre «la línea cultural-sacerdotal y la profética en la historia de la salvación. En la segunda se inscribirían los movimientos».
Su respuesta es que en la Iglesia hay diversas funciones y que Dios suscita de modo incesante hombres proféticos, tanto entre laicos como entre religiosos, obispos y sacerdotes.
Del examen de lo expuesto anteriormente se concluye que no se llega a una respuesta al problema planteado «si como punto de partida hacia una solución se elige una dialéctica de los principios». «La Iglesia - había dicho poco antes - se edifica no dialécticamente, sino orgánicamente».
Así pues, prueba con la vía de la impostación histórica, que «es coherente con la naturaleza histórica de la fe y de la Iglesia».
II.Las perspectivas de la historia: sucesión apostólica y movimientos apostólicos
Primera cuestión: ¿cómo se nos aparece el origen de la Iglesia?
(..) «No subsiste ninguna duda de que los destinatarios inmediatos de la misión de Cristo son, desde Pentecostés en adelante, los Doce, que muy pronto encontramos denominados también “apóstoles”. A ellos se les confía la tarea de llevar el mensaje de Cristo “hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8)... El área que se les asigna es el mundo entero. Sin delimitaciones locales, sirven a la creación del único pueblo de Dios, de la única Iglesia de Cristo. Los apóstoles no eran obispos de determinadas iglesias locales, sino, precisamente, “apóstoles” y, en cuanto tales, destinados al mundo entero y a la Iglesia entera que había que construir: la Iglesia universal precede a las iglesias locales, que aparecen como sus realizaciones concretas. (...)
En la Iglesia naciente, por tanto, existen con total evidencia, uno junto al otro, dos ordenamientos que se distinguen claramente: por una parte, los servicios de las iglesias locales, que poco a poco van asumiendo formas estables; por otra parte, el ministerio apostólico, que muy pronto deja de reservarse únicamente a los Doce. (...)
Mientras al principio hemos aludido al peligro de que el ministerio presbiterial pueda acabar por ser entendido en un sentido meramente institucional y burocrático y que se olvide la dimensión carismática, ahora se perfila un segundo peligro: el ministerio de la sucesión apostólica puede corromperse en el cumplimiento de servicios al nivel simplemente de iglesia local, perdiendo de vista y del corazón la universalidad del mandato de Cristo; la inquietud que nos empuja a llevar a los demás el don de Cristo, puede extinguirse bajo la parálisis de una Iglesia sólidamente sistematizada. Hablando en términos más drásticos: en el concepto de sucesión apostólica hay implícito algo que trasciende el ministerio eclesiástico puramente local. (...) “El elemento universal... permanece como una necesidad imprescindible”».
Y aquí afirma que es precisamente esta tesis la que «nos conduce directamente hacia una ubicación eclesial de los Movimientos».
«En el siglo segundo los servicios ministeriales propios de la Iglesia universal desaparecen poco a poco y el ministerio episcopal los engloba todos. En muchos aspectos fue un desarrollo no sólo históricamente inevitable, sino incluso teológicamente indispensable; gracias a él emergieron la unidad del sacramento y la unidad intrínseca del servicio apostólico. Pero fue también un desarrollo que comportaba peligros. Por ello, fue totalmente lógico que ya en el siglo tercero apareciese, en la vida de la Iglesia, un elemento nuevo que se puede definir tranquilamente como un “movimiento”: el monaquismo. (...)»
El cardenal Ratzinger pone de manifiesto acerca de Antonio, en los orígenes del monaquismo, y después de san Francisco de Asís «la voluntad de perseguir la vida evangélica, la voluntad de vivir radicalmente el Evangelio en su integridad».
«Surge entonces una nueva paternidad espiritual, que no tiene ciertamente ningún carácter directamente misionero, pero que integra la de los obispos y los presbíteros con la fuerza de una vida vivida en todo y para todo pneumáticamente».
Al mirar después la historia de la Iglesia en su conjunto, el cardenal afirma que:
«se nos muestra evidente que, por un lado, el modelo eclesial local, marcado decisivamente por el misterio episcopal, es la estructura portadora y permanente a través de los siglos. Pero también está incesantemente recorrido por las ondas de los movimientos, que revalorizan continuamente el aspecto universalista de la misión apostólica y la radicalidad del Evangelio y, precisamente por esto, sirven para asegurar vitalidad y verdad espirituales. (...)
El papado no ha creado los movimientos, pero ha sido su apoyo esencial en la estructura de la Iglesia, su pilar eclesial. (...)
Movimientos, que atraviesan el ámbito y la estructura de la Iglesia local, y papado van siempre, y no es casual, uno al lado de otro. (...)»
Ejemplos históricos: Cluny, san Francisco y santo Domingo, Jesuítas, movimientos del siglo XIX.
3. La amplitud del concepto de sucesión apostólica
«A causa del sacramento, en el cual Cristo opera por medio del Espíritu Santo, la Iglesia se distingue de todas las demás instituciones. El sacramento significa que la Iglesia, que proviene del Señor, vive y es continuamente recreada como “criatura del Espíritu Santo”. (...)
El ministerio de los sucesores de Pedro desborda la estructura meramente localista de la Iglesia; el sucesor de Pedro no es sólo obispo local de Roma, sino también obispo para la Iglesia entera y en la Iglesia entera. Encama así un aspecto esencial del mandato apostólico, un aspecto que no puede faltar nunca en la Iglesia. Pero ni siquiera el mismísimo ministerio petrino se entendería correctamente y se transformaría en una figura excepcionalmente monstruosa en el momento en que su detentador fuera el único encargado de la tarea de realizar la dimensión universal de la sucesión apostólica. Debe haber siempre en la Iglesia servicios y misiones que no sean de naturaleza puramente local, sino que sean útiles al mandato que reviste la realidad eclesial en su conjunto y a la propagación del Evangelio.»
Y, a propósito de los servicios, el cardenal Ratzinger afirma que «y aquí se hace absolutamente ineludible la parte que atañe a las mujeres en el apostolado de la Iglesia».
Y añade:
«El Papa necesita de estos servicios y éstos tienen necesidad de él, y en la reciprocidad de las dos clases de misiones se cumple la sinfonía de la vida eclesial. La era apostólica, que tiene un valor normativo, da un relieve tan llamativo a estos dos componentes que induce a cualquiera a reconocerlos como irrenunciables para la vida de la Iglesia. (...)»
III. Distinciones y medidas
La intervención afronta, por tanto, la cuestión de los criterios de discernimiento.
«(...) Deberíamos guardamos de proponer una definición demasiado rigurosa, puesto que el Espíritu Santo tiene en todo momento dispuestas sorpresas, y sólo retrospectivamente estamos en situación de reconocer que las grandes diversidades están dominadas por un factor común esencial. (...)
Probablemente en la aparición y florecimiento franciscanos del siglo XIII se puede discernir con toda claridad qué es un movimiento verdadero y auténtico: los movimientos nacen por lo común de una personalidad carismàtica dominante, se configuran en comunidades concretas, que en virtud de su origen reviven el Evangelio en su integridad y sin vacilaciones reconocen en la Iglesia su razón de vivir, sin la que no podrían subsistir. (...)
El criterio esencial ya ha surgido de un modo totalmente espontáneo: es el enraizamiento en la fe de la Iglesia. Quien no comparte la fe apostólica no puede pretextar una actividad apostólica. A la fe apostólica se vincula necesariamente el deseo de unidad...: de estar con los sucesores de los apóstoles y con el sucesor de Pedro, a quien incumbe la responsabilidad de la armonía entre iglesia local e Iglesia universal, como pueblo único de Dios.
La vida apostólica llama a la acción apostólica: en el primer lugar -aun con modalidades diferentes- está el anuncio del Evangelio: el elemento misionero.
Así pues, el anuncio del Evangelio a los pobres. Y a la evangelización se liga siempre el servicio social. Todo esto - por lo común gracias al revolucionador entusiasmo que mana del carisma original- presupone un profundo encuentro personal con Cristo.
El cardenal Ratzinger afronta tanto los peligros que acechan como los caminos de santificación que se dan en los movimientos:
«Existe la amenaza de unilateralidad que lleva a exagerar el mandato específico que tiene origen o en un período concreto o por causa de un carisma. Que el brote espiritual al que se pertenece se viva no como una de las muchas formas de existencia cristiana, sino como el ser revestidos por la pura y simple integralidad del mensaje evangélico, es un hecho que puede llevar a absolutizar el movimiento de uno, identificándolo con la Iglesia misma, entendiéndolo como el camino para todos, mientras que, de hecho, este único camino se puede hacer conocer de modos diferentes. Igualmente es casi inevitable que de la fresca vivacidad y de la totalidad de la aparición de los movimientos se derive en cada instante también la amenaza del choque con la realidad parroquial: un choque del que se puede culpar a ambas partes, donde ambas partes sufren un desafío espiritual a la coherencia cristiana. (...)
Los movimientos son un don que se hace a la totalidad de la Iglesia y existen en la totalidad, y deben someterse a las exigencias de esta totalidad, para permanecer fieles a lo esencial que les es propio.
Pero es necesario que se diga alto y fuerte a las iglesias locales, incluidos los obispos, que no les está permitido tolerar ninguna pretensión de uniformidad absoluta en las organizaciones y programaciones pastorales. No pueden hacer aparecer sus proyectos pastorales como piedra de toque de lo que se le consiente realizar al Espíritu Santo: frente a meros proyectos puede suceder que las iglesias se vuelvan impenetrables para el Espíritu de Dios, para la fuerza de la que ellas mismas viven. No es lícito pretender que todo deba encasillarse en una organización unitaria; ¡mejor menos organización y más Espíritu Santo! Sobre todo, no puede darse un concepto de comunión en el que el valor pastoral supremo consista en evitar conflictos. La fe siempre es espada también y puede exigir precisamente el conflicto por amor a la verdad y a la caridad (cfr. Mt 10,34). Un proyecto de unidad eclesial en el que los conflictos se eliminaran a priori considerándolos una polarización, y la paz interior se consiguiese a costa de la renuncia a la totalidad del testimonio se revelaría enseguida como ilusorio.
No es lícito, finalmente, que se instaure una cierta actitud de superioridad intelectual en nombre de la cual se tilde de fundamentalismo el celo de personas poseídas por el Espíritu Santo y su limpia fe en la Palabra de Dios, y no se consienta más que un modo de creer por el que el “si” y el “pero” son más importantes que la sustancia de cuanto se dice creer.
Para acabar, todos deben dejarse medir con el metro del amor a la unidad de la Iglesia, que permanece única en todas las iglesias locales y que, en cuanto tal, se manifiesta continuamente en los movimientos apostólicos. (...)
En este lugar y en esta hora, damos las gracias al Papa Juan Pablo II. El nos precede a todos en la capacidad de entusiasmo, en la fuerza del rejuvenecimiento interior en la gracia de la fe, en el discernimiento de los espíritus, en la humilde y ansiosa lucha para que sean cada vez más abundantes los servicios al Evangelio. El nos precede a todos en la unidad con los obispos de todo el planeta, que escucha y guía incansablemente. Gracias al Papa Juan Pablo II, que es para todos nosotros guía hacia Cristo. Cristo vive y desde el Padre envía el Espíritu Santo: ésta es la gozosa y vivificante experiencia que se nos concede en el encuentro con los movimientos eclesiales de nuestro tiempo».
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