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Huellas N.06, Junio 1998

30 DE MAYO

A la sombra de la cúpula

Davide Rondoni

Cuatro escenas de un acontecimiento que ha marcado una tarde de finales de mayo y que marcará todos los días venideros. Uno de los quinientos mil de la plaza de San Pedro nos lo cuenta

¿Qué es lo que queda en los ojos?, ¿qué es lo que queda en el corazón?, ¿qué queda fijado en la inteligencia? Después de la tarde del 30 de mayo transcurrida en la plaza de San Pedro, ¿qué le queda a uno que estaba allí y que habría podido estar en cualquier otro sitio, en el sentido de que nadie le obligaba a estar, de que ninguna penitencia le llevó a pasar una tarde de sábado de esta manera?
Quedan cinco grandes fotos, cinco grandes escenas. Escenas que, en la medida en que se han visto con estos ojos, pasan a formar parte de la escena del mundo; más aún, se convierten en la escena profunda, en el escenario sobre el que se abren todas las escenas que cada día llenan nuestros ojos, los entristecen, los alegran, los inquietan.
Primera escena: la gran plaza rebosante de personas. Trescientas mil, tal vez más. No somos calculadoras, pero los ojos apresan un dato cierto: los largos brazos de la columnata de Bernini envuelven un barreño desbordado y allá abajo, a lo largo de toda la via della Conciliazione, se despliega un punteado de cabezas, de colores. Muchísimos llevan aquí desde la mañana temprano. Los más de mil voluntarios, muchos de ellos de CL, se prodigan en el servicio de orden y de urgencias. A mi alrededor tengo cuatro o cinco amigos. Esta multitud, que los sociólogos y los periodistas procederían a seccionar, analizar y encasillar es ante todo un espectáculo de amistad, es un espectáculo que se ve dentro del show de colores, pañuelos, cantos en común, pancartas, gritos y eslóganes particulares.
Segunda escena: el palco o, mejor, la colmena de los exponentes autorizados de la Iglesia.
Como abejas en un panal, en efecto, se veían curitas, curazas, obispos, cardenales, delegados e invitados especiales circular, acercarse, saludarse, reunirse y después volver a separarse. Rostros como los que estaban en medio de la plaza y bajo las columnatas. Todo aquel vaivén de personas podía asemejarse al que forman los chavales fuera de una discoteca o de un pub. Excepto que la solicitud, la juventud real, más o menos manifiesta, de todas aquellas «abejas» u obreros del Señor, estaba vinculada en el fondo a la imponencia de la gran cara de la Basílica, la cara del templo, signo del eterno rostro de la Iglesia. Aquellas ciento y pico caras al abrigo de la gran fachada -oculta tras una red de andamios, destinados al maquillaje o, mejor, a la «conservación y restauración», como rezaba el cartel de los trabajos- y ante las trescientas mil caras de la plaza, formaban un único rostro. Comentaristas y acróbatas de la sofisticación de los medios de comunicación podrán llevar a cabo cualquier intento de reducir la portada del acontecimiento. Pero la realidad es testaruda y aquí está sucediendo algo grande.
Tercera escena: los cuatro fundadores invitados a dar un testimonio.
Llegan los cuatro. Las «abejas» los rodean, los saludan. Obispos que saludan con efusión y reverencia a los fundadores de movimientos, y éstos que se inclinan, ríen juntos. Movimientos e Instituciones son «coesenciales» en la Iglesia, ha vuelto a decir el Papa en el congreso de Roma que ha precedido a la reunión de la plaza de San Pedro. Si es posible fotografiar una palabra, es decir, ver su contenido, aquí el flash imaginario fija para siempre qué ha indicado con el término «coesenciales». Después de la introducción del cardenal Stafford. hablan los cuatro fundadores.
Chiara Lubich es una pluma recta y blanca. Se mueve y habla con la dulzura y el timbre de las señoritas de montaña. Dice: «Unidad», dice amor», dice «gracias» al Papa por confirmación y los ánimos.
Kiko Argüello es un torero o tal vez un bailarín de tango. Sincero y palpitante como un corazón recién extraído del pecho. No habla, es como si siempre llamase. Llama a los suyos, hace gestos hacia la plaza, llama a su amiga Carmen. Llama al Papa, finalmente, porque «nosotros», dice, «sin Pedro no podemos dar un solo paso».
Jean Vanier es un gigante bueno. «Yo no creía que fuera a fundar un movimiento», admite. Mueve las manos, que son ramas de encina, acogedoras para quien no tiene nido. Sus faibles, los débiles, los dementes, los que nadie quiere, son el signo sin perífrasis de que todos son queridos por Dios. Se vuelve a sentar y da una palmada en la espalda a su viejo amigo, como diciendo: «te toca a ti».
Don Giussani da su testimonio. Lo da, en sentido literal. No habla, o casi, de «su» movimiento, habla del movimiento de la razón y del corazón que le ha hecho reconocer a Cristo. Habla de sí, de la «sencillez del corazón» con que ha reconocido
a Cristo como respuesta al hombre y a «sus confusas preguntas». Del «aliento que deja sin aliento» de escuchar las palabras de Cristo. De la «leticia» y de la «positividad última» que manifiestan ya aquí y ahora la «gloria de Cristo» y «al Eterno». Retrata con pocas y eficaces frases aquello que muestra la racionabilidad de la fe: «El protagonista de la historia es el mendigo: Cristo que mendiga el corazón del hombre y el corazón del hombre que mendiga a Cristo». Y cuando está delante del Papa se abaja, se arrodilla como un niño.
Cuarta escena: el Papa.
Se yergue tenaz a su llegada a la plaza. Asido a la barra del jeep blanco como un timonel a su gobernalle, ofrece su persona al saludo y al reclamo de los miles y miles que le aguardan. Más que ellos a él, parece que fuera él quien quiere verlos a ellos. Los busca con los ojos. Sus gestos, con la esencialidad que le imprimen el cansancio y las pruebas sufridas, son como las señales del timonel a los tripulantes de la barca. Que no tengan miedo, nunca.
Después se sienta y escucha. Cuando el cardenal Stafford, el marinero escogido para cuidar estos movimiento de laicos, se arrodilla delante de él, lo agarra, le quiere volver a levantar, no se queda tranquilo si no se alza de nuevo. Y lo abraza.
A Chiara Lubich le da un beso en la frente. A Kiko lo mantiene abrazado por la espalda como se hace con los generosos cuando lloran. Ante Vanier, gran tronco de caridad, es como si se apoyase él, para ser acogido también él como aquellos perdidos. A don Giussani, que se ha arrodillado delante, el Papa le sujeta la muñeca, como para no dejarlo marchar, y se dicen muchas cosas, en susurros.
Después el Papa habla. Y de ese físico que parece golpeado cien veces sale una voz firme, de amante, de hombre que sabe lo que está haciendo. El discurso es de los «históricos».
La noche que llega no es como la de ayer, un acontecimiento la ha marcado.
En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que se leyó en la plaza con el Papa, Pedro defiende de los detractores y de los escépticos a sus amigos que, tras la noche de Pentecostés, pueden hablar y hacerse entender por cualquiera que los escuche. Y entre otros argumentos, utiliza el de que siendo «las nueve de la mañana» no pueden estar borrachos.
Desde aquí, desde el fondo de esta hermosa noche, las nueve de la mañana de mañana y de todos los días que están por venir parecen algo muy lejano. Pero una cosa es cierta: no llegaremos a ella borrachos, no tendremos ese «terror de borracho» que Montale reconoce en quien cree que el secreto del mundo es la nada: si algo fuera de lo común atravesara nuestros gestos de siempre, será algo que ni siquiera el mejor vino podría suscitar.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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