Saludo del cardenal J. Francis Stafford, presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, que ha organizado el gran encuentro del 30 de mayo.
«Vemos ante nosotros la gloria de la nueva creación. Es la casa de Dios construida con piedras vivas»
¡Santo Padre! En nombre de los movimientos laicales y de las comunidades aquí reunidas, quiero darle las gracias por habernos invitado a la plaza de San Pedro. En muchas ocasiones usted ha afirmado el carisma de los líderes y de los miembros de estos grupos eclesiales. Hoy les ha llamado para estar junto a usted. Han llegado como un inmenso torrente de oraciones desde los cinco continentes de la tierra. Decenas de millares vienen con Jesús a la cabeza hacia el corazón del Padre eterno. Vienen con gran fe porque, en la inolvidable parábola del evangelio de san Lucas, El ha sido descrito como un Padre que tenía dos hijos. Su Santidad ha recordado esta bella imagen antes que nosotros en su encíclica de 1980 Dives in Misericordia. El encuentro de hoy es una maravillosa manifestación del ministerio de Pedro. ¡Quién si no habría podido reunir a todos estos innumerables y bellísimos hijos para formar un designio de gloria divina, agradecimiento y súplica! Esto sólo puede hacerlo el Papa. La historia ha mostrado el papel esencial de la tarea petrina a la hora de alentar y proteger a los movimientos y las comunidades nacientes entre los laicos. Precisamente a este lugar vinieron Francisco de Asís y Felipe Neri como laicos en la primavera de su vida. Buscaban el juicio de Pedro y el sostenimiento de su bendición apostólica para su trabajo con los laicos de su tiempo.
En el encuentro de hoy con Su Santidad, se hace visible para todos la naturaleza real y la vocación de los movimientos laicales. No es simplemente uno de tantos encuentros con Su Santidad. Es el culmen del acontecimiento de Pentecostés. El vínculo de los movimientos laicales con usted, Santo Padre, es la garantía de su comunión eclesial y de su misión universal.
Durante el congreso de los líderes de los movimientos que concluyó ayer en Roma, éstos han enfatizado la singularidad de la vocación misionera de cada movimiento.
«Cuando el carisma está ligado a la misión, todo lo demás es bueno», ha declarado uno de ellos. Todos los ponentes han insistido en la necesidad de intimidad, de un estrecho vínculo entre los movimientos laicales y el Pastor de la Iglesia universal. Ha emergido una creciente conciencia de la vocación común de cada movimiento laical: llevar el Evangelio a todos los pueblos. Comunión y misión en la vida de los movimientos se consideran unidas hasta el punto de identificarse una con otra. En su nombre yo agradezco a Su Santidad por mostrar su cuidado paterno hacia los movimientos eclesiales y por guiarles por los caminos del mundo, por dirigirles a la misión evangélica hasta los confines de la tierra.
Esta tarde concluimos la gran novena de Pentecostés. Pentecostés es espíritu y fuego, viento impetuoso y llama purificadora. El espíritu es fuego y fuego es el espíritu. Estamos entre signos elementales. Ellos acompañaron la primera creación y nos introducen en la nueva.
Vemos ante nosotros la gloria de la nueva creación. Es la casa de Dios construida con piedras vivas en donde la tolerancia recíproca está ligada al amor y la esperanza de unidad al vínculo de la paz (Ef 4, 2-3). Dios ama habitar aquí como un Padre en su familia. Aquí es donde el Espíritu nos educa en la sabiduría del amor sacrificial a través de su fuego purificante. Nosotros tenemos hoy el privilegio de conocer de forma más tangible nuestra fidelidad a la familia Trinitaria.
Imploramos con profunda humildad al Padre eterno. Jesús nos lo dijo todo sobre su Padre. Como ese torrente de los tiempos antiguos nosotros nos acercamos al corazón de Dios donde habita su misericordia. Que el Espíritu del Padre y del Hijo pueda derramar con gran abundancia sus gracias, sus frutos y sus siete dones. Confiamos la oración de hoy y el testimonio común, a María, la Madre de la Iglesia, que vela por todos nosotros.
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