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Huellas N.05, Mayo 1998

HISTORIA DE LA IGLESIA

La lucha por la unidad

Juan Miguel Prim

Del pasado al presente
El Concilio de Elvira es un precioso testimonio del enorme esfuerzo de educación en la fe que la antigua Iglesia hispana desplegó ante la presión de la mentalidad pagana dominante. Pero la Iglesia no había de confrontarse únicamente con enemigos externos, sino con aquellos males que destruyen desde dentro la comunión de fe y de vida: los cismas y las herejías

Es lo que sucedió durante el siglo IV, cuando la Iglesia hispana pudo gozar finalmente de una paz estable, gracias a la nueva situación creada en el imperio por el edicto de Milán del año 313. Con la abdicación de Diocleciano y Maximiano, emperadores augustos de Oriente y Occidente, el 1 de mayo del 305, había cesado la persecución en Occidente. Pero sólo con Constantino, y una vez derrotados sus últimos enemigos que seguían combatiendo al cristianismo, quedó garantizada legal y efectivamente la libertad de culto, beneficiándose de ella principalmente los cristianos. Dos grandes controversias laceraron la unidad de la Iglesia en este siglo, el cisma donatista y la controversia arriana, si bien su influencia en nuestra península se dejó sentir menos que en otras provincias del imperio. Nuestra iglesia sufrió, sin embargo, la tormenta del priscilianismo, identificada por los antiguos como “la herejía hispana” por excelencia.
Recorramos, pues, el siglo IV de la mano de los dos grandes personajes que se vieron involucrados en estos acontecimientos: Osio de Córdoba y Prisciliano.

Osio el grande
«Con el glorioso nombre de Osio de Córdoba entra España en el movimiento de la Historia eclesiástica universal, en el siglo de Nicea, uno de los más decisivos de la antigüedad. Su nombre entre sus contemporáneos andaba de boca en boca, como atestigua Eusebio de Cesarea; se le llamaba Osio el grande, de las Españas, y siempre su mención iba acompañada de algún epíteto elogioso» (José Madoz).
Osio, obispo de Córdoba, nacido probablemente en esta ciudad de la
B ética, es una de las grandes figuras de la iglesia hispana del siglo IV. De elevada cultura, confesor de la fe en la persecución de Diocleciano y Maximiano, su firma aparece en las actas del concilio de Elvira. Su prestigio, reconocido universalmente, le llevó a convertirse en consejero religioso del emperador Constantino, junto al que aparece ya en el 312. Influyó de un modo determinante, sin duda, en muchas de las decisiones del emperador en materia religiosa, especialmente en las controversias donatista y arriana.

El donatismo
El donatismo fue un fenómeno cismático que, habiendo tenido origen en Cartago con ocasión de la sucesión del obispo Mensurio, se extendió a todo el norte de África debido al apoyo de los obispos de Numidia. Recibe su nombre de Donato, segundo obispo de la iglesia cismática. El trasfondo histórico y eclesial es la situación vivida durante la persecución de Diocleciano y la actitud rigorista de los donatistas frente a algunos obispos, a los que acusaron de haber cedido ante la persecución para evitar el martirio. Representa una actitud de intransigencia, pero también un error eclesiológico, pues pretende una iglesia de puros en la que no cabe el perdón y la conversión. A esta razón se unen otras de carácter político y económico. Los donatistas, apoyados por una poderosa y adinerada mujer llamada Lucila que se había enemistado con Ceciliano, sucesor de Mensurio, establecieron su propia jerarquía y rompieron la comunión con el resto de los obispos de la Iglesia Católica. Sólo la intervención de san Agustín, que los combatió con todas sus fuerzas, y la intervención del poder imperial provocaron el declive de esta iglesia paralela.
Desde el principio, Osio se demostró partidario de Ceciliano, informando al emperador de los factores que estaban en juego. Constantino secundó el consejo, si bien no negó a los donatistas la posibilidad de hacer oír sus razones convocando un juicio en Roma, que resultó favorable a Ceciliano, un concilio en Arlés -en el que participaron también obispos hispanos-, que de nuevo rechazó a los donatistas, e interviniendo personalmente en el 316 para condenar definitivamente a Donato y a sus seguidores.

La controversia arriana
También en la controversia arriana intervino Osio activamente. Esta vez el problema venía de Alejandría, la rica y potente metrópoli cultural del delta del Nilo. Su obispo, Alejandro, hubo de condenar a uno de sus presbíteros, Arrio, por sostener errores doctrinales que afectaban a la fe en la divinidad del Hijo. Osio fue enviado para intentar resolver lo que el emperador consideró en un principio una discusión de poca importancia. Pronto se vio que no era así. El primer concilio ecuménico de la Iglesia, celebrado en Nicea en el 325, fue convocado precisamente para dar respuesta a la polémica suscitada. Osio tuvo un importante papel en el desarrollo del concilio y en la elaboración de las definiciones antiarrianas y, probablemente, de los cánones. Por desgracia, y dada la complejidad de la cuestión tratada, la controversia continuó y cada vez más encarnizada, añadiéndose a la discusión teológica el problema político. Si ya Constantino, cuya máxima preocupación era mantener la unidad del imperio, se dejado influir por obispos filoarrianos, la situación empeoró cuando a su muerte el imperio quedó de nuevo dividido entre sus hijos Constante y Constancio. Atanasio, sucesor de Alejandro en la sede alejandrina, pasaría toda su vida entre los vaivenes de las luchas religiosas y políticas del siglo.

De Oriente a Occidente
El conflicto, que inicialmente había preocupado únicamente a la parte oriental del imperio, se traslada ahora también a Occidente, y Osio, que después de Nicea había desaparecido de la escena, se ve obligado de nuevo a intervenir. Lo vemos presidir, ya nonagenario, el concilio de Sárdica (hoy Sofía, en Bulgaria), convocado por los emperadores Constante y Constancio. La mayoría de las decisiones y de los cánones conciliares llevan su impronta. Cinco obispos hispanos, además de Osio, firman las actas del concilio, mientras que los obispos orientales filoarrianos hacen todo lo posible por boicotearlo. Constancio, emperador de Oriente, que apoyaba claramente al partido arriano, a la muerte de Constante unifica el imperio e intensifica la presión sobre los obispos nicenos: amenazas, deportaciones e incluso el destierro del papa Liberio.
Los últimos años de Osio son amargos. Ursacio y Valente, obispos antinicenos, presionan a Constancio que lo importuna constantemente sin atender a su edad - más de cien años-, con intención de arrancarle la condena de Atanasio. Osio resiste, consciente de la importancia que tiene mantener la independencia de la Iglesia frente al poder político, y amonesta con valentía al emperador, exhortándole a no inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos. Esta enérgica respuesta le vale el destierro a Sirmio, donde, abrumado por las penalidades, acaba sucumbiendo y firma la profesión de fe de los obispos filoarrianos, hecho inmediatamente difundido por la propaganda imperial. No obstante esta momentánea caída, y encontrándose ya en el lecho de muerte, Osio encuentra fuerzas para denunciar las violencias sufridas y condenar tajantemente una vez más la herejía arriana.
De este modo, la memoria de Osio quedó ensombrecida por las calumnias y las versiones interesadas y confusas de los hechos, hasta el punto que mientras la iglesia oriental lo veneró como santo -celebrándose su memoria el 27 de agosto- , su nombre fue cancelado de los dípticos de la iglesia de Córdoba, no encontrándose tampoco su memoria en los calendarios hispánicos.
El arrianismo, que Osio combatió durante toda su vida, se convertiría en problema de la iglesia hispana durante el siglo V, pues la mayoría de los pueblos que invadieron la península profesaban la fe arriana, en la que habían sido evangelizados por el arriano obispo Ulfila.

Prisciliano
Otra de las grandes figuras que marcaron la historia de la Iglesia hispana en el siglo IV es Prisciliano, cuya fama había de extenderse pronto fuera de nuestras fronteras. Hacia el año 378 o 379, Higinio, obispo de Córdoba, denunció ante Hidacio, obispo de Mérida, a los obispos Instancio y Salviano, protectores y seguidores de Prisciliano. Hidacio, a su vez, sin que sepamos exactamente el contenido de la acusación, los denunció al emperador Graciano, atacando «a Instancio y a sus socios sin medida y más allá de lo que convenía, dando pie al incendio incipiente y exasperando más que apaciguando». Era Prisciliano, según la descripción de Sulpicio Severo -autor de una Chronica a la que pertenecen las anteriores afirmaciones-, un cristiano procedente de noble y rica familia, agudo, inquieto, buen orador, muy erudito, y a lo que parece, de esforzado ascetismo. Probablemente de origen gallego, aunque no hay pruebas históricas de tal hecho.
¿Cuáles eran las intenciones y los rasgos de este grupo congregado en torno a Prisciliano? Ellos mismos nos refieren sus intenciones en el Líber ad Damasum episcopum, obra con la que intentaron defenderse de las acusaciones de los obispos hispanos ante el Papa Dámaso: vivir la radicalidad del bautismo recibido, en una vida plenamente dedicada a Dios, procurando ser elegidos por Él. Se discute el significado de esta última expresión, pero en cualquier caso es claro que los miembros de este grupo ambicionaban el episcopado, probablemente para favorecer así la reforma y renovación de la Iglesia hispana que ellos consideraban necesaria y urgente.

El Concilio de Zaragoza
El año 380, dada la agitación y el malestar provocados por los hechos referidos, se convocó en Zaragoza un concilio para examinar la cuestión y devolver la paz a las iglesias hispanas. Los acusados no asistieron y el número de obispos participantes tampoco fue muy elevado. Sulpicio Severo nos informa de la condena en este concilio de los obispos Instancio y Salviano y de los laicos Elpidio y Prisciliano.
Aunque no sabemos exactamente las acusaciones dirigidas contra los priscilianistas, podemos deducirlas a partir de las prácticas condenadas por los cánones del concilio: las reuniones de mujeres entre sí o con hombres para recibir la enseñanza de la secta, la costumbre de ayunar los domingos, no frecuentar la iglesia durante la Cuaresma o en los días de preparación de la fiesta de la Epifanía, la atribución del título de doctor al margen del parecer de la autoridad eclesiástica, el aprecio de los libros «apócrifos», no aceptados en el canon de la Escritura, y quizá algunas actitudes de carácter maniqueo respecto de la eucaristía y del matrimonio.
Pero el concilio de Zaragoza no supuso ni mu¬cho menos la solución del conflicto.
Hidacio , apenas hubo regresado del concilio, fue objeto de denuncias y acusaciones por parte de los partidarios de Prisciliano. Finalmente, Instancio y Salviano consagraron obispo a- Prisciliano. ocupando éste la sede de Ávila. La denuncia de Hidacio provocó la intervención del poder civil, lo que supuso el destierro de todos los herejes y la pérdida de sus bienes e iglesias. Los priscilianistas intentaron defenderse, pero, viéndose rechazados por las máximas autoridades religiosas de la época, sólo consiguieron, tras ardua y costosa negociación con el poder civil, una momentánea restitución de sus iglesias.

La condena del error
Itacio de Ossonoba (actual Algarve), activo adversario de la secta junto a Hidacio, acusó de nuevo a sus miembros ante Máximo, que en el 383 había derrotado y eliminado a Graciano, apoderándose de toda la prefectura de las Galias, en la cual estaba comprendida Hispania. Un sínodo reunido en Burdeos en el 384 juzgó a Instancio, deponiéndolo del episcopado, pero Prisciliano apeló al emperador. Pese a los denodados esfuerzos e intervenciones de san Martín de Tours -quien, aun condenando los errores de Prisciliano, no quería su muerte y, sobre todo, quería evitar que un obispo católico fuera juzgado por el poder civil-, y con la oposición del papa Siricio y de san Ambrosio, Máximo condenó a muerte en Tréveris a Prisciliano y a algunos de sus seguidores, quienes confesaron, «estimulados» probablemente por la tortura, los crímenes de maleficio, doctrinas obscenas, reuniones nocturnas con mujeres de mala fama y haber orado desnudos. Higinio de Córdoba fue enviado al destierro e Hidacio de Mérida e Itacio de Ossonoba se vieron rechazados por el resto de los obispos por su actitud intransigente.
Si ya en vida algunos habían tenido a Prisciliano por santo, ahora con su muerte comenzaron a venerarlo como mártir. Afirma Sulpicio Severo que los restos de los ejecutados fueron trasladados a las Hispanias, donde se celebraron sus funerales con gran pompa. Incluso «jurar por Prisciliano llegó a considerarse lo más sagrado». Durante muchos años se mantuvo en España, sobre todo en Galicia, la veneración por el obispo de Ávila.

El Concilio de Toledo
Se celebró en el año 400 y depuso a clérigos y obispos partidarios de Prisciliano. aceptando las profesiones de fe de los que abjuraron de los errores priscilianistas. Asimismo intentó poner orden en la cuestión de las ordenaciones episcopales aplicando los criterios del concilio de Nicea.
No obstante, todavía se hizo necesaria una intervención del papa Inocencio I, hacia 404-405, pues las disensiones continuaban y dividían al episcopado, existiendo algunos obispos que no aceptaban que los arrepentido volvieran a sus sedes. El papa les recordó la triple negación de Pedro, quien sin embargo, después de llorar su caída continuó al frente de la Iglesia naciente. Se mostró más duro, por el contrario, con quienes actuaban al margen de la comunión de la Iglesia, sin aceptar las resoluciones del concilio y ordenando sacerdotes a escondidas. Hasta el siglo VI se sucedieron las condenas del priscilianismo y sus errores.
Aunque algunos hayan querido ver en el fenómeno priscilianista un movimiento de carácter prevalentemente social o incluso revolucionario, parece más adecuado describirlo como la resultante de un conjunto de factores entre los cuales el más importante es el religioso. Fue un movimiento reformista, una secta rigorista que buscaba la perfección espiritual mediante prácticas ascéticas, estructurada jerárquicamente e interesada en tener obispos propios, siendo provocados los primeros recelos más por sus prácticas que por sus doctrinas, aunque pronto se les imputaron también errores doctrinales. San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, Sulpicio Severo, Orosio y otros autores posteriores juzgaron herejes a Prisciliano y los de su secta. Frente al rigorismo de los priscilianistas y a la intransigencia y saña con que sus adversarios los persiguieron, brilla la actitud moderada y misericordiosa de san Martín de Tours y del papa Inocencio I.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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