En el siglo VII se llevaron a la basílica Liberiana las reliquias de la cuna de Jesús. En 1290, Arnulfo di Cambio esculpió un nacimiento para realzar las reliquias del pesebre
La noche del 4 al 5 de Agosto del 358 d.C. se produjo en Roma una gran nevada. En realidad la nieve cayó solamente en un punto: en la colina del Cispio. Esa misma noche la Virgen se había aparecido en sueños al Papa Liberio y a Giovanni, un rico senador romano que, no habiendo tenido hijos, quería donar sus bienes a la Iglesia. La Virgen María pidió que se construyera un edificio dedicado a ella en el lugar en el que se había producido la nevada. A la mañana siguiente el Papa y el senador se desplazaron al lugar. Ante una gran muchedumbre, siguiendo la tradición de los arquitectos de la época, que antes de empezar a construir trazaban un plano sobre arena, el pontífice dibujó el perímetro de la iglesia en la nieve a escala real.
En aquel punto se levantó la basílica, que todavía hoy se conoce como “Liberiana”. No existe certeza absoluta de que la basílica de Santa María la Mayor corresponda exactamente con la fundación liberiana; lo que sí es seguro es que la iglesia actual es la que construyera en el Esquilino el Papa Sixto III, casi un siglo después del suceso milagroso.
Reliquias preciosas
Nada sucede por casualidad. El edificio se levantó en un momento histórico delicadísimo. El Concilio de Éfeso (421 d.C.) había proclamado a María Madre de Dios, tras largas y extenuantes luchas contra la herejía nestoriana, que sostenía la existencia en Cristo de dos personas distintas: la humana y la divina, y atribuía por tanto a la Virgen únicamente el título de Madre del hombre Jesús. Superadas las dificultades con la herejía, el Papa no dudó en proclamar la divina maternidad de María ante todo el pueblo, dedicándole por primera vez una basílica. La iglesia, que originalmente seguía el patrón tipo de los edificios paleocristianos, de planta rectangular dividida en naves por columnas, experimentó a lo largo de los siglos importantes reformas, enriqueciéndose con auténticas obras maestras, como los extraordinarios mosaicos de Jacopo Torriti que adornan el ábside, con la Coronación de la Virgen representada en su escena central. Junto al artesonado renacentista, que según la tradición se doró con el oro regalado por la reina Isabel la Católica (1451-1504) y llevado a Italia por Cristóbal Colón, los mosaicos contribuyen a crear una sensación extraordinaria de esplendor que envuelve a todo el que entra en la Iglesia.
Pero los tesoros artísticos no son los únicos que acrecientan la gloria de la basílica. Durante el pontificado de Teodoro I (642-649) se llevaron allí algunas reliquias excepcionalmente valiosas. Se trata de unas tablas que al parecer formaban la cuna del Niño Jesús y que se conservan hoy en la cripta debajo del altar mayor.
Arnulfo di Cambio
El Papa Nicolás IV (1288-1292), franciscano, elevado al solio pontificio pocas décadas después de la muerte de san Francisco, siguiendo el ejemplo del gran santo que fue su iniciador, encargó un nacimiento para realzar las reliquias del pesebre. El gran escultor Arnulfo di Cambio, por entonces universalmente célebre, fue el elegido para acometer la obra. Arnulfo no sólo esculpió las estatuas como personajes de una representación teatral, mucho antes de que se inventaran los Sacro Montes (en 2003 la Unesco incluyó en la Lista del Patrimonio Mundial “Los nueve Sacri Monti de Piamonte y de Lombardía, grupos de capillas realizados entre finales del s. XV y finales del s. XVII, contienen obras de arte muy importantes bajo forma de frescos y estatuas), sino que los diseñó para colocarlos en un oratorio que pretendía recrear el portal de Belén.
Durante la reforma que se realizó a finales del XVI para ampliar la basílica, el oratorio se encontraba adosado a la nave lateral de la iglesia, para que los fieles pudieran contemplar la reliquia desde dentro, lo que no encajaba con el nuevo proyecto porque obstaculizaba las obras. Que todo el edificio, no sólo las estatuas, se considerara de importancia realmente excepcional lo documenta el hecho de que en aquel momento no se pensara en demoler la capilla y colocar las estatuas en otra parte, sino en trasladarla con cimientos y todo su contenido, como consta en la relación del arquitecto encargado del proyecto, Domenico Fontana. Por eso se trasladó el oratorio del pesebre a la cripta de la actual capilla Sixtina, sufriendo sin embargo algunas pérdidas. De las estatuas, que obviamente siguieron la suerte de todo el conjunto, sólo se conservan algunas piezas. Una de las que falta es precisamente la Virgen con el Niño (la que vemos hoy es una estatua de época posterior). Todo ello hace que su reconstrucción resulte cuando menos problemática. Sin embargo parece seguro que la Virgen no estaba ni de pie ni de rodillas, como estamos acostumbrados a verla en representaciones posteriores, sino que estaba acostada, como se aprecia en la iconografía bizantina.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón