Si en la saga literaria de Pullman son evidentes las referencias antirreligiosas, en la primera versión cinematográfica de Chris Weitz se amortiguan las analogías paródicas del cristianismo, lo cual encierra un peligro para padres desprevenidos
La trilogía La materia oscura (His Dark Materials) del británico Philip Pullman es una narración sistemática de los primeros capítulos del Génesis. Pero desde el punto de vista del Maligno. Así lo dice de claro el autor en la contraportada del libro: «Mis simpatías van todas al Tentador. Mi idea es que el pecado, la Caída, fue algo muy positivo. De no haber sucedido, seguiríamos como muñecos en manos del Creador».
Contra la “autoridad”
Dos niños luchan contra un odioso e imbecil Tirano Celeste que se pretende dios y se hace llamar Magisterium, la autoridad. Los dos consiguen matarlo, libran las almas de los muertos de un más allá oprimente y desolado, y les permiten disolverse alegremente en el universo, ayudados por un grupo de rebeldes: un oso mercenario, una ex-monja, una banda de brujas y dos angeles homosexuales, además de otro ángel-hembra, tristona y sabia, injustamente calumniada por el envidioso Tirano Celeste, al mando de una iglesia corrumpida y sexofoba... Y este gracioso listado –para regocijo de los Dan Brown y afines– podría seguir interminablemente.
Si en su saga literaria son demasiado evidentes las referencias antirreligiosas, especialmente adoctrinadoras en la tercera entrega (El catalejo lacado, 2001), en esta primera versión cinematográfica de Chris Weitz se amortiguan las analogías paródicas, aunque las hay. Las cuentas de negocio, al fin y al cabo, tienen su importancia.
Mentiras en el regalo
La trampa de esta película es que servirá de caja de resonancia para que muchas familias encarguen a los Reyes Magos el venenoso libro. Los niños, a lo mejor junto al Belén, encontrarán el mensaje de que el hombre halla su libertad librándose de los vínculos del amor que le introducen en la realidad: cualquier forma de dependencia se tacha de sofocante e humillante y debe ser eliminada. “Autoridad” es sólo y siempre sinónimo de tiranía, que pretende callarnos con reglas y auto-mutilaciones. No hay nadie a quien seguir, ningún camino que recorrer. Tras las titánicas rebeliones que se relatan, resulta inevitable una consecuencia: las auténticas preguntas existenciales («¿Existe Dios o no?», «¿Por qué existe la muerte?») se quedan en suspenso en un limbo de buenos propósitos que nos permitirían convivir felizmente. Si somos buenos vecinos, políticamente correctos, tampoco necesitaremos siquiera plantearnos ciertas preguntas.
Demoler la imagen
Las batallas culturales siempre son batallas simbólicas, batallas de imágenes. Una propuesta para el hombre se encarna siempre en una realidad concreta y sensible, y si quieres devaluarla o acusarla lo primero que tiene que hacer es demoler pieza a pieza su imagen. Lo vemos a diario en tanta publicidad que se burla de las diferencias entre hombre y mujer o en tantas películas que no se cansan de ofrecer una imagen de familia asfixiante y obtusa. El hombre aprende por los sentidos lo que luego piensa, advertía nuestro padre Dante. Si alguien pretende atacar la experiencia religiosa, no hay nada más cómodo e incisivo que tergiversar el significado de sus imágenes, mezclando las cartas: las pérfidas brujas que violentan la realidad con la magia se tornan rebeldes fascinadoras y el gran “Tú”, que todas las culturas más elevadas han tratado de representar como poderoso y venerable, se ridiculiza como un sultán tontorrón. Las cartas están echadas: la experiencia buena de la autoridad se confunde con el totalitarismo más simplón.
Pullman, con astuta retórica, utiliza todos los recursos del cuento –un objeto misterioso de incalculable valor, una compañía de héroes que lucha por la libertad en un enfrentamiento impar–, pero los pervierte en su significado. En este sentido, la saga es realmente dia-bolica (divide), en cuanto se opone a sim-bolica (mantiene juntos): según el autor somos libres si no dependemos de nada, es decir, si en el fondo no amamos a nadie. Libres y solos.
Pero también Harry Potter...
En suma, mejor evitarla. Pero no creáis que la solución sea sustituir a Pullman por la próxima (y última) entrega de Harry Potter, disponible desde enero. En realidad J. K. Rowling nos vende la misma mentira de Pullman, pero más discreta y sutil. A primera vista, su libro presenta unos valores. Pero están separados de su fuente, reducidos a simple fachada o a marco de una concepción del mundo agnóstica o pagana. La imagen del protagonista, que se propone al lector una vez más, es la de un muchacho normal metido en una aventura –al igual que en todos los cuentos de la sana tradición–, pero se identifica con un elegido que ha de acumular conocimientos ocultos para librar batalla a su pérfido adversario, utilizando sus mismas artes, sugiriéndonos que seremos grandes, buenos y guapos “si”: si también nosotros adquirimos esos poderes, si logramos hallar la fórmula justa para plegar las cosas a nuestros deseos...
Las grandes historias, los cuentos verdaderos, en cambio, te hacen caer en la cuenta de que tu poder no está en tus capacidades sino en tu corazón, una brújula objetiva que te orienta en las grandes aventuras y te hace capaz de discernir. Lo que demasiada literatura juvenil quisiera hacernos olvidar de algún modo.
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