SIBERIA
El camino de Sergej
«Deja que Dios se sirva de ti sin pedirte permiso». Con estas palabras, escritas en una tarjeta del día de Reyes de hace casi veinte años, comuniqué a Franceso Bertolina mi decisión de no mandarlo a África, como había pensado en un primer momento, sino a Siberia.
Fue el 6 de enero de 1991. La Unión Soviética se acababa de disgregar unos meses antes; la inflación era altísima y muchas personas vivían al borde de la miseria. No sólo faltaba la tranquilidad económica, sino –más importante– el consuelo de una esperanza mayor. En Siberia, en particular, el pueblo había estado más de cincuenta años sin ver a un sacerdote, sin poder rezar en una iglesia. El comunismo había borrado todas las huellas del cristianismo. Las iglesias habían sido convertidas en garajes o en viviendas; la gente se veía obligada a rezar el rosario a escondidas.
Sin embargo, a pesar de todo, la fe cristiana ha resistido a la opresión. Y esto ha sido posible gracias a la fe de las más ancianas, las babushke, que han seguido reuniéndose para rezar, cantar o leer el Evangelio. Francesco a lo largo de los años se ha encontrado con muchas de ellas en su camino. Un camino que lo conduce desde la capital, Novosibirsk, hasta los pequeños pueblos de la estepa. Más de doscientos kilómetros para celebrar misa y llevar los sacramentos a dos o tres personas. Un camino haciendo siempre una parada fija: la cita con la constelación de Casiopea. Sus estrellas forman la letra “M” al revés, y Francesco –cuando comienza a verla– piensa inmediatamente en María, la madre de Dios. Detiene el coche a un lado de la carretera y reza el Ángelus. Esto le sostiene en la difícil tarea que le ha sido encomendada: ser la compañía de las personas que encuentra en su camino.
Esta vez os hablaré de Sergej (nombre inventado), el nieto de una anciana que Francesco había encontrado en las visitas que hacía por los pueblos.
Sergej y su hermano pequeño vivían en un pueblo. Más tarde, cuando la madre murió de una grave enfermedad, fue la abuela quien se quedó al cuidado de ambos nietos. Los tuvo a su lado tratando de que no les faltara nunca nada. De este modo, en el momento en que empezaron a trabajar en Karasuk, la señora decidió vender la casa y comprar un apartamento en esta ciudad. Todo iba bien. Sergej trabajaba en una fábrica de recambios para automóviles y ganaba lo suficiente para mantenerse él y su mujer, con la que se había casado por lo civil. Hacía algún tiempo que se reunía con Francesco para prepararse para el matrimonio religioso.
Sin embargo, de repente, estos dos jóvenes tuvieron que lidiar con algo imprevisto que cambiaría sus vidas. En un accidente de tráfico el hermano de Sergej había causado numerosos daños al conductor del vehículo contra el que había chocado. Para indemnizarle, Sergej –que compartía la propiedad del apartamento con su hermano–, se vio obligado a vender la habitación de Karasuk. Así, su mujer y él se encontraron en un apartamento más pequeño donde faltaba la calefacción y el agua potable. La pobreza también había puesto a prueba su relación y discutían a menudo. Sergej estaba borracho muy a menudo. Meses después, la mujer lo había dejado para volver a vivir con sus padres.
Sea como sea, si a la vida le falta poco para tambalearse en la oscuridad, es también sencillísimo volver a encontrar un atisbo de esperanza. Sergej empezó a vivir en su fábrica, donde Francesco iba a visitarlo y charlaban. Nuestro misionero había intentado buscarlo otras veces, pero no había sido capaz de dar con él: Sergej le decía dónde quedar, pero luego nunca aparecía. Al principio, por el alcohol, a Francesco le era difícil hablar con él. Luego, poco a poco, Sergej comenzó a abrirse hasta llegar a cuestionar su manera de afrontar esta situación tan difícil y aceptar la ayuda de Francesco. Juntos han buscado otro trabajo. Sergej se ha mudado de Karasuk a la capital, Novosibirsk. Hoy vive allí y trabaja como portero. La mujer ha vuelto con él y lo ayuda. Pronto pedirán la bendición de Dios para su familia casándose también por la iglesia.
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