Ante los disturbios de París, Madrid o Barcelona, cuando las medidas políticas o la disciplina son insuficientes, se hace urgente responder al ansia de identidad que manifiestan los jóvenes
Dos años después, la periferia de París (Villiers-le-Bel) vuelve a estar en llamas. La muerte de dos menores de edad, que estrellaron su moto contra un coche de policía, ha dado paso a noches de disturbios, a jóvenes que libran batallas campales contra las fuerzas de seguridad, incendian comercios y establecimientos públicos. De momento, 80 heridos. Violencia fermentada en tardes de tedio, de grupos juveniles que lampan por las calles en busca de una identidad suficiente que, por fin, encuentra el pretexto para desbordar una insatisfacción sorda en la emoción del olor a quemado y del daño al otro, en este caso policía.
El vacío se llena de violencia
Seguidores de un Marinetti al que nunca han leído, la verdadera generación futurista que «exalta el movimiento agresivo, el insomnio febril, el puñetazo y la bofetada» y que canta a la «vibración nocturna de los arsenales y las minas bajo sus violentas lunas eléctricas». En el enfrentamiento, al fin, el atisbo de un momento, si no interesante, al menos excitante, el consuelo de la nueva tribu en acción.
Y París es Madrid y Barcelona. 11 de noviembre, Carlos Javier Palomino, integrado en un grupo de autodenominados antifascistas es asesinado por un autodenominado neonazi. La policía se tiene que empeñar a fondo durante los siguientes días para evitar enfrentamientos y se prohíben numerosas concentraciones en la capital de España. 18 de noviembre, en Barcelona una manifestación concluye con 22 mossos d´esquadra heridos por skins antifascistas que antes se enfrentan a skins neonazis. 22 de noviembre, tres heridos en Madrid en otra manifestación antifascista. No habían aparecido enemigos de “otras bandas” ni falta que hicieron para provocar la pelea.
Fórmulas para ciudadanos
Al tiempo, los manuales de Educación para la Ciudadanía (EpC) desgranan sus argumentos. El de Mc Graw Hill invita a redactar «una composición con el siguiente título: si soy autónomo ¿por qué me tienen que obligar a hacer lo que no me gusta?» (p. 31). El de la Editorial Bruño pone la lupa sobre el conflicto entre generaciones: en tus «relaciones con personas de generaciones anteriores a la tuya, muchas veces te dicen cómo debes hacer las cosas o si debes hacerlas o no; en definitiva te dan órdenes» (p. 18). Exaltación o coqueteo con la acracia, formulado ahora por los manuales, que ya ha estado presente, de un modo u otro, en la educación de los que ahora queman contenedores o buscan la violencia en las calles de Madrid y Barcelona. ¿Pero es ésa la explicación última de lo que está sucediendo? ¿Se trata sólo de recuperar la disciplina y el respeto por los mayores para recuperar el orden?
Los jóvenes madrileños y barceloneses que estos días se han enfrentado en la calle “visten” identidades prestadas, las de tribus urbanas como los skins o la de antifascistas que non tienen fascismo al que oponerse. Pretextos. No es un fenómeno aislado, el 17 por ciento de los menores que están internados en algún centro de la Comunidad de Madrid por actividades delictivas pertenece a bandas juveniles.
Según el Observatorio Europeo de la Droga, España está a la cabeza en el consumo de cocaína entre los jóvenes, un 10 por ciento de los que tienen entre 14 y 18 años se “meten” rayas. Identidad refugio y búsqueda del paraíso artificial.
Respuesta grotesca
Las soluciones abstractas como las que formula José Antonio Marina en el manual de EpC de SM están heridas de impotencia. El texto está ilustrado en la portada con el dibujo de las plazas de la “Conciencia Cívica” y de la “Ciudadanía”, y en su interior se repite cansinamente el imperativo kantiano: «el buen ciudadano tiene como regla de oro: actúa con los demás como te gustaría que los demás hicieran contigo» (p. 98). Respuesta grotesca para un problema que tiene sus raíces, antes de que entrara en vigor la EpC, en un modo de educar que ha respondido al principio formulado en el manual de Akal: «los hombres, antes de pertenecer a una cultura, a una religión... de formas más originarias que aquella por la que hablamos una determinada lengua o tenemos un determinado sexo, o una determinadas raza, somos ya otra cosa más fundamental e importante, a saber, somos ciudadanos» (p. 102).
Una vocación pública: educar
En estas pocas frases no se detalla un programa de futuro, se explica con precisión la gran expropiación educativa que viene décadas realizándose y que ahora se consuma. Es ese fenómeno el que nos puede ayudar a entender lo que está sucediendo. La cultura o la religión, encarnadas en algún maestro, constituyen la tradición con la que un joven dialoga, con que la que ejerce la crítica para desarrollar una auténtica autonomía personal. Los adolescentes que no conocen a un rabino, a un librepensador o a un profesor católico, que sólo escuchan discursos morales vacíos, que ya ni tienen sexo –se lo ha cambiado por el género–, fatigados de los monólogos de la videoconsola, hartos de mirarse en el espejo del chat, reclaman a gritos un pueblo al que pertenecer, tienen hambre de una identidad.
El Estado, como siempre, pretende privatizar todas las identidades. Está en su papel. Por eso el problema de verdad no es la disciplina, todo depende en realidad de si el rabino, el librepensador y el profesor católico siguen convencidos de que la suya es una vocación pública. Todo depende de si entienden que su docencia construye democracia.
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