DEL PRESENTE AL PASADO
Uno de los testimonios más olvidados en la Iglesia española del siglo XX es el de los mártires -sacerdotes, religiosos y laicos-que dieron su vida como testigos de la fe desde el año 1934 al 39. Pocas veces en nuestra historia reciente la gracia se ha hecho tan visible. Hoy, la certeza de la esperanza lleva nuestra mirada hacia ellos.
En muchas catedrales españolas llaman la atención diferentes lápidas con los nombres de los sacerdotes que dieron su vida a causa del odio a la fe, pero, probablemente, donde más destacan estos nombres es en la de Jaén, por estar grabados en los cuatro pilares que soportan la bóveda central y porque su número supera el centenar. Mientras se pasa de un pilar a otro, inevitablemente se pregunta uno: ¿tantos fueron? Sabemos - cito la afirmación de Fidel González aparecida en esta misma revista, en junio de 1997- que «fueron masacrados más de nueve mil sacerdotes y religiosos, algunos centenares de monjas y seminaristas y trece obispos». El número, aceptado con diferencias mínimas por los historia¬dores eclesiásticos, tiene toda la abstracción de la matemática, pero, al ver destacados sobre piedragris los pertenecientes a una diócesis media como la de Jaén, con sus nombres y apellidos, en medio de la belleza de esa catedral que muchos consideraban la casa grande de todos, los números van dando paso a historias concretas.
Dar la vida por la fe
En ese número de nueve mil no suelen incluirse los seglares muer¬tos por la misma fe. Su cantidad es más difícil de evaluar y, posiblemente, no sepamos nunca la cifra exacta porque sus historias no fueron recogidas en los momentos oportunos. El secretario del Obispado de Córdoba, que después fue arzobispo de Valladolid, Don Félix Romero Mengíbar, aseguraba que, de los tres mil seglares asesinados en Córdoba por el Frente Popular durante los años 36-39, unos mil murieron por odio a la fe. Esta última cifra está poco contrastada, pero nos adentra en una realidad que no podemos olvidar: fueron ejecutados por ser cristianos, dieron su vida con el mismo espíritu que los mártires del Imperio Romano, que los que fue¬ron degollados por los árabes durante la Reconquista y que todos los que han sido proclamados mártires por la Iglesia. Ahora que se ha agudizado el espíritu crítico o escéptico exigimos mayor rigor narrativo, aunque a la hora de proclamar el rango de mártires, las exigencias sigan siendo las mismas de siempre. El número de mártires, aunque muchos de ellos todavía no han sido aceptados como tales por la Iglesia, no es inferior al de los primeros siglos de nuestra fe.
La controversia
Sesenta años de distancia de estos hechos al ritmo actual de la historia es un tiempo suficiente para situarnos ante los hechos con la serenidad y el agradecimiento necesarios. El afán de convivir en paz no puede llevamos a retorcer la verdadera naturaleza de lo sucedido. No todos los cristianos españoles están dispuestos a reconocer esa multitud martirial a la que aludimos. Una persona tan significada en la vida cristiana del momento, como lo fue el profesor Boch Gimpera, aseguraba: «La República no persiguió a nadie por sus ideas religiosas y, en concreto, los eclesiásticos muertos no lo fueron por ser eclesiásticos, sino por supuestos fascistas». Hace un par de años leí en la revista 30 Días que Pablo VI no había querido beatificar a ninguno de los españoles muertos por mantener su fidelidad a la fe cristiana, por recelo de que el General Franco utilizara estas beatificaciones no en su significado religioso, sino como propaganda de su régimen político. Recuerdo que al consultarle al Director de un colegio de segunda enseñanza, propiedad de una Congregación Religiosa, sobre algunos hechos referentes a sus compañeros que iban a ser beatificados en breve, criticaba la inoportunidad del gesto. Aunque lo cierto es que cuando llegó la hora de la verdad el hombre fue a Roma y se emocionó con la muerte estremecedora de su gente y con el hecho de que aquellos compañeros suyos fuesen ya proclamados mártires de la Iglesia Universal. Un eclesiástico de muy buena cabeza ha publicado - y su afirmación se ha repetido en diferentes periódicos - que si sólo existía el martirio del 36 español, él no deseaba ser mártir de esa manera. Tal vez no se pueda cuantificar, ni mucho menos valorar, el número de personas que comparten esta opinión, pero no constituyen un hecho aislado.
«...por el nombre de Jesús»
Sin embargo, el pueblo cristiano, que convivió y sobrevivió a estos “mártires”, sí tuvo la conciencia y la alegría de haber tratado con personas que dieron su vida por las mismas razones y con la misma actitud que los mártires tradicionales, en definitiva, por afirmar de la manera más contundente posible su pertenencia a Jesús de Nazaret. Basta leer, sin ideologías previas, los procesos martiriales Elaborados con bastante rigor jurídico para aceptar un hecho tan hermoso. Los reacios a esta aceptación parten de dos actitudes: por un lado, el deseo de no resucitar odios entre las partes que se enfrentaron en la Guerra Civil y, por otro lado, la convicción de que los motivos de estas muertes no fueron exclusivamente religiosos. Pío XI en una alocución famosa pronunciada el catorce de septiembre del 36 ante quinientos españoles, afirmaba: « Venís a decirnos vuestro gozo... cubiertos de oprobio por el nombre de Jesús y por ser cristianos».
La presencia constante
Según los documentos de los que disponemos, desde el momento en que los sacerdotes o seglares! eran apresados por los milicianos del Frente Popular - generalmente sin que hubiera ninguna orden jurídica para apresarlos y llevados únicamente por la fuerza de las armas y del número de los ejecutores - su reacción inmediata era la de orar, unas veces en silencio y otras mediante oraciones susurradas débilmente. Eran oraciones tomadas de las plegarias tradicionales, de los textos bíblicos y de las jaculatorias repetidas en las formas populares de oración. Durante las angustiosas esperas en las cárceles y siempre que los trabajos violentos dejaban algún espacio, acudían al silencio o la plegaria en común, casi [siempre al rezo del rosario. Pero este sentido de la plegaria constante no era exclusiva de los encarcelados. Una maestra de Guadix que todavía vive, doña Emilia Lorén, me contó que, después de que los milicianos apresaran al Obispo de este pueblo granadino, lo encerraron en un vagón de ferrocarril y lo tuvieron en una vía muerta durante muchas horas insultándolo con grosería y crueldad. El marido de doña Emilia quiso acercarse hasta el vagón para llevarle algo de comida y agua fresca - era el 27 de julio en Andalucía - pero se lo impidió la propia criada de la casa porque en los “Caños”, la fuente pública donde los vecinos de la barriada se proveían de agua, había escuchado que los milicianos querían matar allí mismo al obispo y a todo el que se acercara. En ese momento el matrimonio empezó a rezar por el obispo. Desde entonces, siempre que me he encontrado con este texto litúrgico tomado de los Hechos de los Apóstoles: «Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios» recuerdo la historia que me contó doña Emilia Lorén. Aunque en estas circunstancias predominaba un tono patético, como es natural, alguna vez, excepcionalmente, apuntó un rasgo de humor. Cuando apresaron al cura de Castuera, Badajoz, don Adolfo Bonifacio Camacho Caballero, el sacerdote insinuó a los milicianos que le permitieran antes echarse una siestecita de dos horas.
El perdón
La constante más clara durante el encarcelamiento y la misma muerte fue el perdón continuo a los carceleros,'£los «ejecutores y los tapados que habían ordenado su detención y muerte. Generalmente no eran sometidos a ningún tipo de juicio y la lectura de los documentos basados en el testimonio de los testigos es estremecedora. Durante el encarcelamiento, los presos eran objeto de tratos muy dispares, desde un respeto, casi siempre fugaz, a los insultos morales urdidos con la mala intención sólo explicable por el odio. No era raro que los mismos presos pasaran de una fase a otra con intervalo de semanas o de días. En algunas cárceles se filtraban los avances de las tropas que hacían la guerra al Frente Popular y las muestras de júbilo de los presos y de revancha de algunos de ellos eran corregidas con rapidez por los sacerdotes y los propios seglares. Encarcelados durante meses o semanas, las “sacas”, elección por lectura pública de los presos que iban a ser fusilados, estremecían las prisiones a medianoche o de madrugada porque solían hacerse a estas horas. Las despedidas durante las sacas eran patéticas, pero en muchas de ellas dominaba la esperanza. Conocemos muchas frases de perdón de los que iban a morir. Son los testimonios más abundantes y es muy frecuente que las víctimas considerasen a los ejecutores, por encima de todo, claros instrumentos de la Providencia.
Responsabilidad histórica
En las crónicas y en los procesos hay distintos tonos narrativos, unos son exaltados y casi apologéticos, pero otros, como testificaban bajo juramento, son extremadamente sobrios, basándose, exclusivamente, en lo que habían visto y oído.
La Iglesia tiene la última palabra en considerar formalmente mártires a cada una de estas personas. Sin precipitación y con diligencia, Juan Pablo II estimula estos procesos de beatificación y promueve las monografías locales -algunas especialmente entrañables- elaboradas con seriedad, bien documentadas y presentadas con sobriedad narrativa, que se atienen únicamente a hechos contrastados. Transmitir todos estos acontecimientos a las generaciones futuras es una de las tareas más urgentes que tienen los historiadores de hoy, antes de que desaparezcan los documentos y la memoria de las personas que los presenciaron, especialmente asistidos por una gracia que rebasaba a quienes los vivieron. Lo de beatificarlos o canonizarlos, tiene su tiempo. San Eulogio de Córdoba escribió en el siglo IX la historia de los mártires de Córdoba y no fueron canonizados hasta seis' o siete siglos después. No se puede perder la conciencia de esta historia que nunca fue de odio, sino de esperanza.
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