Alfonso nació en Toledo en 1221, hijo del rey Femando III, que hoy la Iglesia venera como santo, y de Beatriz, una princesa amante de la música y la poesía trovadorescas que había escuchado en las voces de los minnesänger, los trovadores alemanes, en su Suabia natal. El joven príncipe conquistó Murcia para el reino de su padre en 1242, y fue coronado rey de Castilla y León en 1252. Alfonso X comienza su reinado convocando a los doctores de la Universidad de Salamanca para comunicarles su firme decisión de que en ésta haya un maestro de órgano, esto es, de composición. A partir de este momento, el joven soberano se lanza a una sorprendente obra intelectual que no tiene parangón en la historia de España. El anhelo medieval de un saber universal que pudiera explicar la realidad entera tiene en el rey Sabio su exponente más rotundo. Alfonso impulsa la compilación de las leyes del reino en Las siete partidas; lleva a cabo una ingente historia de España, la General estoria promueve y revisa la primera traducción del Antiguo Testamento al castellano; estudia astronomía y mejora las cartas planetarias de Ptolomeo en sus Libros del saber de astronomía; tiene tiempo, incluso, para escribir unos célebres Libros de ajedrez, damas y tablas y un tratado científico sobre los minerales, el Lapidario.
¿Qué impulso vital llevaba a este hombre a indagar en campos tan dispares como la astronomía, las leyes, el ajedrez o el estudio del pasado? ¿Qué sostuvo su curiosidad incansable en esta increíble aventura intelectual, incluso en momentos en que su reino estaba en peligro de caer en la tragedia de la guerra civil? Al hombre se le conoce en acción ya que actúa siempre según la conciencia que tiene de sí mismo. ¿Qué conciencia tenía Alfonso X de sí mismo? La respuesta se comprende fijándose en la empresa que el rey consideró la más grande de su reinado, a la que dedicó más tiempo, más desvelos, en la que él mismo se comprometió directamente: las Cantigas de Santa María, el cancionero mariano más extenso de la Edad Media europea.
Se trata de unas 400 poesías con música, las cuales recogen la devoción mariana que surge imparable en el siglo XI y que tiene su paralelo en las artes plásticas
en las primeras imágenes de la Virgen con el Niño, las románicas. Devoción que Alfonso aprendió de su padre. Las Cantigas fueron escritas —poesía y música— en el delicado estilo trovadoresco que desde niño le era familiar a Alfonso por las canciones que le enseñó su madre. Las Cantigas empiezan a escribirse en los años 50 del siglo, cuando Alfonso ya es rey. Los manuscritos dicen que el propio rey “hizo” algunas de ellas. En otras (las números 1, 347, 400 y 401), el rey habla en primera persona. Que él no haya escrito cada nota y cada verso no resta grandeza a su obra. Las Cantigas, como las grandes catedrales medievales, son una obra común en la que colabora un pueblo entero.
Tres son sus características principales. La primera es el sorprendente uso del estilo musical y poético de los trovadores. El rey se convierte en uno más de estos cantantes del amor cortés, pero introduce el factor decisivo de su fe: la amada ya no es una mujer de la corte, objeto de una pasión llamada a morir. Su amada es Aquella por la que el sentido de la vida entró en el mundo y se hizo carne, la Virgen. Que esto no es en absoluto pietismo formal lo demuestra el hecho de que el rey no escribió un solo verso amoroso fuera de las decenas de mi-les dedicados a la Virgen. Como hombre de su tiempo, se vale, como es lógico, del lenguaje de su época, el acuñado por los trovadores, para cantar un amor que trasciende lo puramente estético y decorativo. La cultura cortesana se llena de un sentido que, para el oyente, tiene todo el valor de lo que es verdadero. Libre de la retórica sentimental del amor cortés, música y poesía se convierten en vehículo para que lo sagrado entre en el mundo, e ilumine al hombre corriente.
Segunda característica. Si el lenguaje cotidiano se hace sagrado, es porque, en la conciencia del rey, lo sagrado se hace cotidiano. La mayoría de las Cantigas son de miragres, narraciones de milagros en los que la Virgen se aparece a reyes y pobres, mercaderes y peregrinos de toda Europa, moros y cristianos en guerra. Gente normal, hombres de la época, que se ven sorprendidos por la aparición de la Virgen que irrumpe cuando Su ayuda es necesaria para solucionar una situación real de sus vidas. Dice Alfonso en la cantiga 409 que quiere escribir “una cantiga para cada hombre”. Por eso, la Virgen salva al maestro que ha caído del andamio mientras trabaja en la construcción de una ermita; sana al tejedor que promete tejer un velo nuevo a la imagen de la Virgen de su pueblo; cura al propio rey cuando éste se coloca el grueso volumen de las Cantigas sobre su cuerpo enfermo. Y así, cientos de ejemplos sencillos en los que se ilumina lo cotidiano con la luz de la fe.
Fijémonos ahora en el tercer aspecto que caracteriza las Cantigas. El ecumenismo de Alfonso X va mucho más allá de una simple tolerancia de las culturas judía y musulmana, tantas veces citada como ejemplo del talante “moderno” e intelectualmente “avanzado” de su reinado. Para Alfonso es tan evidente la presencia del Misterio en toda la vida, que es capaz de hallar en cualquier propuesta cultural de su época un reflejo de belleza y de verdad, de cribar lo que vale e incorporarlo a su obra. Por eso, se vale de leyendas europeas, de anécdotas locales, de cuentos domésticos e infantiles y llama a su corte a músicos italianos, provenzales, alemanes, catalanes, gallegos, castellanos, moros y judíos para colaborar con él.
Al escuchar las Cantigas, el oyente se sorprende por la cantidad de sonidos, ins-trumentos, ritmos, caracteres expresivos de estas canciones, como se sorprende quien ve las extraordinarias miniaturas que acompañan textos y música en los Códices que Alfonso preparó para conservar las Cantigas, llenas de rostros, de gentes de aquella época vestidos con cien trajes distintos de mil colores.
Alfonso X dejó escrita su voluntad de que los libros que contenían las Cantigas fuesen guardados en la iglesia en que reposaran sus restos. Quiso que en todas las festividades de la Madre de Cristo esta música, escrita para expresar algo viviente, se hiciera viva al ser tocada y escuchada, y diera así testimonio de cómo lo sagrado entra todos los días en la historia de los hombres para hacer grande su vida. Al hijo de el Santo las gentes lo llamaron siempre el Sabio, no por su erudición, sino por su capacidad de comprender, valorar y abarcar la realidad entera en que vivió.
Julio Alonso
Las miniaturas son pequeñas imágenes que acompañaban los textos de los códices medievales para que su sentido pudiera ser entendido incluso por aquellos que no supieran leer. Se asemejan al trabajo minucioso de un orfebre. Esta miniatura representa a un grupo de músicos de la corte de Alfonso X que tocan para la Virgen. La escena está compuesta de tres partes. La primera por la izquierda muestra un grupo de juglares, músicos y bailarines. A la derecha, la Virgen sosteniendo al Niño en brazos. En el centro, el rey Alfonso, arrodillado. Los juglares, en actitud festiva, tocan una de las cantigas escritas por el monarca. Éste, mirando a los músicos, indica con su mano izquierda para quién ha compuesto la obra que están tocando; y con su mano derecha se señala a sí mismo como autor de la pieza.
El rey es representado de rodillas para expresar que no ha perseguido gloria alguna para sí con su trabajo. Por último, la Virgen, que aparece vestida como reina, sostiene a su Hijo en brazos con actitud maternal. Está representada como una mujer real; a esta impresión de cercanía contribuye su tamaño, que no se distingue en nada de las demás figuras. Mira al grupo complacida y participa de la fiesta como participa del resto de las circunstancias de la vida de los hombres. El conjunto irradia una sencilla alegría. Hay un juego de miradas, cuyo punto de fuga es la propia Virgen, que pone en relación a unos con otros. La sonrisa en los rostros de todos los personajes, incluido el Niño, evidencia una leticia de la que todos participan.
Elena Serrano
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