A propósito del último libro de Alain Finkielkraut, La humanidad perdida, inédito hasta ahora en España, y que sale a la calle a finales de enero publicado por la editorial Anagrama.
En la edad de la razón destronada, la ilusión ha sustituido a la experiencia. El yo desarraigado de una pertenencia vive resentido contra el hecho de “que no es el creador del universo ni de sí mismo”. Apuntes para un juicio sobre el drama de los tiempos modernos
En su último libro, L' humanité perdue (Seuil, 1996), inédito en España hasta ahora, el intelectual francés Alain Finkielkraut observa los eventos del siglo XX que, más que ningún otro, parece estar definido por la tragedia: y ello también en virtud del hecho de que ha querido hacer triunfar la voluntad «sobre todas las modalidades de la finitud». Nazismo y estalinismo son los ejemplos trágicos de esta actitud: nunca había habido tantos muertos, muchos de ellos sin nombre. Cada página del libro está recorrida por la pregunta del porqué: «Coronando el siglo de las Luces, Kant afirma tanto la igual dignidad de todos los hombres como el progreso de la humanidad. Instruidos en un siglo que ha tomado al pie de la letra las grandiosas imágenes de “El futuro de la ciencia”, no podemos hacer otra cosa que rebatirle y afirmar con Hannah Arendt: “Es contrario a la dignidad humana creer en el progreso” ... Si el progreso se define como la conquista y la realización de la perfección, esto es como el acceso del hombre a la soberanía absoluta; si, en otros términos, la misión de la Historia consiste en liberar a la humanidad de la finitud, transfiriéndole los atributos divinos de omnisciencia y omnipotencia, entonces los servidores de la Historia deben rendir cuentas de su estancamiento, de sus atrasos, de sus reveses, de sus retrocesos. Desde el momento en que no se puede ya atribuir la infelicidad a la justicia del Altísimo o a la astucia del diablo, y desde el momento en que la condición humana es declarada finita sólo por aquellos que tienen interés en mantener el status quo, ha llegado el tiempo de la prueba a través del Adversario. Dios ha muerto: todo es enemigo». El optimismo de corte racionalista que abrió el siglo XX, para el cual todos los problemas se pueden resolver sin Dios, se ve frustrado por la tragedia de la Primera Guerra mundial: «Al final de la Gran Guerra, ya se puede afirmar con toda tranquilidad: lo real es racional porque lo irracional mismo es necesario para la realización de la Razón... El furor de las pasiones nacionales no tiene ninguna razón visible o invisible, más bien parece que es la Razón la que ha perdido la razón...». La realidad como tal parece monstruosa y cuanto más se presenta al hombre en su diversidad, tanto más la teme el hombre. Dios ha muerto y todo es enemigo: en primer lugar, el yo, que queda reducido a una frágil máscara y embrutecido en su personalidad.
Ideología y apariencia
La Segunda Guerra mundial remata este proceso: por una parte, Dios ha desaparecido ya del horizonte humano y, por otra, el hombre, nuevo dios, se ha destronado con sus propias manos: «La presencia de lo sobrenatural ha dejado de ser un dato de la experiencia, y pasa a ser ahora del dominio exclusivo de la ilusión. La evidencia se transforma en trampa: la manifestación terrena de lo divino se convierte en una ficción grandiosa y llena de efectos especiales. No es ya la fe la que sostiene el edificio social, es la credulidad. El artificio reina allí donde lo eterno imprimía su signo. En suma, porque lo Omnipotente ha abandonado la escena, el espejismo sustituye al milagro, el imperio del vistazo reemplaza al esplendor de la verdad».
En semejante confusión del yo y de la realidad, escribe don Giussani, «la única energía que aparentemente consiente la natural propensión de los hombres a reunirse y comunicarse parece ser la que garantiza el poder, bajo su doble aspecto de moda homologadora y de instrumentalización» (L.Giussani, El rostro del hombre, Ed. Encuentro 1996, pag. 11).
Justamente, observa el gran escritor Grossman que «el nuestro es el siglo de la máxima violencia de Estado sobre el hombre» (V. Grossman, Tutto scorre..., Adelphi 1987, pag. 222): y de ello se hace eco Finkielkraut: «los hombres, en la medida en que no son más que la reacción animal y el cumplimiento de las funciones, son enteramente superfluos a los regímenes totalitarios. El totalitarismo no tiende a un reino despótico sobre los hombres, sino a un sistema en el cual los hombres sobren. Para dicho sistema, los campos de concentración no son por fuerza económicamente útiles, son ontológicamente necesarios. Porque, para asegurar el reino de la voluntad única, es necesario, bien liquidar al Enemigo del hombre, bien liquidar en el hombre la espontaneidad, la singularidad, lo imprevisible; en una palabra, todo lo que hace único el carácter de la persona humana». En esta atmósfera claustrofóbica, el hombre, incapaz de ser él mismo, busca salvación en sistemas, en ideologías en las cuales no esté implicado aquello que es como hombre, como “yo”: «La ideología... no es la mentira de la apariencia, es, más bien, la sospecha arrojada sobre la apariencia y la presentación sistemática de la realidad que tenemos ante los ojos como un filtro superficial y engañoso. No es la aceptación ingenua de lo visible, es su destitución inteligente». El hombre es libre, pero su libertad resulta inútil cuando él la advierte como extraña a la realidad: hablando del hombre antisemita, Finkielkraut observa que para el hombre de nuestro siglo «hay algo de indeseable en la libertad». De hecho, no es casual que «la persona desarraigada... sea la categoría más representativa del siglo XX. Ahora bien, esta persona, casi a pesar suyo, se ve obligada a sacar una lección de la propia experiencia: que el hombre no completa su humanidad con la liquidación del pasado, el repudio de su origen o la privación de la conciencia sensible a cambio de una razón abstracta y omnipotente. Cuando se abstrae de su pertenencia y de su estar anclado en un contexto particular, el hombre no es otra cosa que un hombre. Y, no siendo más que un hombre —una pura conciencia sin vínculo y sin morada—, no es ya hombre».
Observa don Giussani: «la fuerza de la voluntad humana se propone de manera férrea un proyecto y busca realizarlo con toda su energía» (L.Giussani, Ibídem). Y Finkielkraut: «La historia deja de ser el teatro de acciones múltiples y calzadas, y pasa a ser un único proceso de fabricación. La acción es pensada como proyecto: no se trata ya de “hacer con”, sino de “hacer algo”, y esta radicalización del poder de hacer implica todo un idealismo de la crueldad y todo un puritanismo del mal». Hacer algo, más que hacer con: este es el único dique realista que la humanidad logra oponer a su propia disolución; una vez eliminado el contenido de la experiencia, nada queda fuera del hombre más que el poder que se detenta o del que se es esclavo; y la propia acción que se pretende dominar contra todo y contra todos. «No es el hombre singular quien vive sobre la tierra sino los hombres en su pluralidad infinita. La reducción de los hombres al Hombre es la tentación permanente del pensamiento». Parece no existir ya la persona que sufre por el hambre, se habla del hambre en el mundo. La consecuencia inevitable de tal actitud es el fastidio y el resentimiento por la existencia de los otros, sobre todo cuando se presenta problemáticamente. En el epílogo de su libro, Finkielkraut escribe: «Hannah Arendt designa con la palabra "resentimiento” la disposición afectiva característica del hombre moderno». Resentimiento contra «todo lo que es dado, incluida su existencia»; resentimiento contra «el hecho de que no es el creador del universo, ni de sí mismo». Empujado por este resentimiento fundamental a «no ver ni rima ni razón en el mundo tal como se presenta», el hombre moderno «proclama abiertamente que todo está permitido, y cree secretamente que todo es posible». Todo es posible: «este axioma ha revelado su potencia devastadora en los crímenes perpetrados en nombre de la humanidad universal así como en aquellos que han servido para justificar la idea de una humanidad superior».
Bípedo voluble
Como conclusión del artículo, nos interesa volver al inicio del libro, allí donde Finkielkraut habla del hombre, de este bípedo voluble, cuyo modo de vivir separa sin discusión lo humano de lo no humano. La nota aguda de este modo de vivir viene dada por el pensamiento, considerado como don del ser, alimento recibido del ser. Sin embargo, Finkielkraut destaca que nuestra civilización debe a la Biblia y a la filosofía el desarrollo de la misteriosa identidad de cada hombre en la infinita diferencia: «Al pueblo con el cual entra en alianza y al que colma de invectivas como ninguna otra divinidad a su nación predilecta, el dios de la Biblia le dice: “Regla absoluta para vuestras generaciones: vosotros y los Extranjeros seréis iguales ante el Etemo”. El Dios único desvela a los hombres la unidad del género humano, increíble mensaje, desorbitante revelación. Nacida de esta pregunta simple, inmensa y sacrílega: —¿qué es?— , la filosofía conduce a la misma revelación, pero a través de un camino completamente distinto, el del estupor puramente humano. Ser... colmados de emociones ante la realidad... resistir a la respuesta (preconstituida) para preguntarse con un aplomo inigualable: “¿Qué es lo Verdadero? ¿Qué es lo Justo? ¿Qué es lo Bello?”; no diré más: “Esto es bueno porque es nuestro modo (de entenderlo)”, sino: “¿Dónde está el Bien, para que po-damos servirlo?”; es dejar sitio en uno mismo a una mirada exterior a sí». Hallamos aquí una profecía potentemente intuida por Leopardi en el himno A su dama: «¿Dónde estás Belleza ... que te escondes tras el rostro de una mujer, tras la fascinación de un sueño nocturno o tras el espectáculo de la naturaleza? ¿dónde estás, oh Belleza?» (L.Giussani Mis lecturas, Ed. Encuentro 1997). Y es precisamente esta pregunta del “¿dónde estás?”, expresada dentro de la realidad en la que el hombre vive, la que desvela, como profecía antigua y nueva, que «el yo es ese nivel de la realidad en el que vibra lo real como exigencia de relación con el infinito ... exigencia de una relación totalizante que trascienda toda la precariedad de las relaciones posibles» (Ejercicios de la Fraternidad 1997, Tú o de la amistad, pag. 15). Lo Infinito: una realidad más allá de todo límite, que nos permite conocer la realidad.
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