La Anunciación de Fra Angélico se puede contemplar en el Museo del Prado como “por primera vez". Una verdadera delicia para los ojos. Y un verdadero encuentro. De tú a tú
Hacia 1425-26 Fra Angélico pinta el retablo de la Anunciación para uno de los dos lados del cancel de la iglesia de San Domenico de Fiésole.
Según recoge en 1577 el escritor dominico Serafino Razzi, Miguel Ángel dijo que Fra Angélico debía haber visto a la Virgen en los cielos antes de pintarla en la Anunciación.
En 1611, para sufragar los gastos del nuevo campanario, los frailes venden este retablo a Mario Farnese, quien se lo envía como obsequio diplomático al duque de Lerma, valido de Felipe III.
El rey, a su vez, lo dona al convento de los dominicos de Valladolid.
De ahí, en fecha desconocida, llega al monasterio de las Descalzas Reales de Madrid.
Al poco de ser nombrado director del Museo del Prado, en 1861, Federico de Madrazo descubre el retablo en el convento madrileño de las Descalzasylo compra para el museo.
Una nueva luz
Con motivo de la reciente restauración de la célebre tabla del Museo del Prado, hasta el próximo 15 de septiembre se exponen 40 obras del Angélico traídas de Europa y América, en diálogo con otras de los inicios del Renacimiento florentino.
Una nueva luz y color vibrante, hasta ahora desconocidos, sorprenden al espectador que se acerca a ver la Anunciación del Angélico.
Concebido para el monasterio de Santo Domingo de Fiésole, a las afueras de Florencia, el retablo fue vendido por la comunidad dominica en 1611 para sufragar la construcción de un nuevo campanario. Mario Farnesio lo compró como regalo diplomático para el duque de Lerma, quien lo donó al convento de los dominicos de Valladolid. Del monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, al que llegó en fecha desconocida, pasó al Museo del Prado en 1861. El retablo de la Anunciación se fecha entre 1423 y 1429, años en los que Guido di Piero vivió en el monasterio de Santo Domingo de Fiésole bajo el nombre de Fra Giovanni.
La restauración de la tabla de la Anunciación, consistente en una limpieza de la capa pictórica y restitución cromática en algunas zonas, permite contemplar la obra tal como lo harían los contemporáneos de Fra Giovanni.
El pintor quiso situar el anuncio del ángel a María en un marco arquitectónico en forma de logia, similar a la de los claustros. Gabriel se inclina ante una joven María que replica su gesto en señal de aceptación. En el lado opuesto, Adán y Eva son expulsados del Paraíso, representado a través de la exuberancia y riqueza natural del jardín. Desde la esquina superior izquierda un rayo de luz cruza la composición: nace de las manos de Dios Padre y se dirige a María. Por un lado, el pecado; por otro, la redención que entra en la historia de los hombres por el «sí» de la Virgen. Toda la creación, representada en el jardín, contiene la respiración ante la respuesta de la Virgen.
Vienen a la memoria las palabras de don Giussani: «Algo que no existía y que ahora existe. Y está ahí». Las puertas del paraíso, que se cerraron por el pecado de Adán y Eva, se abren para el mundo, y para cada uno de nosotros, gracias al sí de María. Uno se encuentra delante de esta Anunciación más consciente de la incidencia que aquel «sí», que una joven pronunció hace 2000 años, tiene ahora en la propia vida.
Lucía Rodríguez Navarro
Suspendido en un instante
La Anunciación es el primer retablo conocido del Renacimiento compuesto en forma rectangular, casi cuadrada, en lugar de con arcos góticos, y sin fondo dorado. La inclusión de Adán y Eva es una innovación del propio autor, que alude a María como cauce humano de la redención del pecado original obrada por Cristo.
El retablo llegó a España en 1611 y, a partir de 1861, ocupa su lugar en El Prado. Tras la reciente restauración, llevada a cabo con motivo del bicentenario del museo, podemos contemplarlo como “por primera vez". Nuestro ojos pueden ahora comprobar de primera mano que «la luz es el principio esencial de la visión de Fra Angélico, en cuya pintura hasta las sombras son luminosas, hasta los más profundos oscuros son color» (Ruskin). Cario Giulio Argan observa que «la definición rigurosamente teórica del valor de la luz es la principal aportación de Fra Angélico a la experiencia estética de su tiempo». Para Fra Angélico, la luz emana de Dios y su presencia en la creación obedece a una razón providencial: «la luz es lo que nos permite ver la naturaleza, pero también lo que purifica nuestra mirada hacia el mundo, restituyendo a las cosas creadas su originaria perfección y restableciendo la armonía entre cielo y tierra».
Para el fraile dominico, la belleza de lo creado es prueba fehaciente de la infinita bondad del Creador. Por ello suscita admiración y encandila la mirada elevándola casi “naturalmente" desde las cosas hacia su Hacedor. «Todo deleite se funda en Dios y no hay deleite que de él no proceda", escribía a comienzos del siglo XV el beato Dominici, un dominico que influyó sin duda en la formación doctrinal del artista.
En este retablo, la belleza del paraíso terrenal hace de espejo a la belleza luminosa de aquella que es «causa de nuestra alegría», a su puro asentimiento amoroso ante la presencia misteriosa del ángel.
Llevada con suavidad, la mirada va pasando de los ojos de la Virgen a los de Adán y Eva, dolorosamente tristes; de su frente despejada al ceño fruncido de nuestros progenitores; del cuerpo hecho cuna y acogida, a la pareja que ya está separada; del hortus conclusus virginal, que volvió a abrir para nosotros las puertas del paraíso, al huerto cerrado por el pecado de origen; de las vestiduras reales de María y del mensajero celestial, a las pieles de los viandantes que toman la vía del exilio; del risueño Gabriel al ángel que desde arriba sigue compasivoalos desterrados. Argan observa que en la pintura del Beato Angélico «cada uno de sus trazos alcanza un grado de suma pureza a través de un atento y riguroso control que elimina todo lastre sensual o sensorial. Es una decantación interior, un lento filtrarse de la imagen, hasta que todos los elementos lleguen a ser “deseables", es decir, que inciten a la más noble de las facultades humanas, que es el deseo del bien».
La escena está suspendida en un instante de silencio eterno y, a la vez, presente. Un silencio expectante que, de alguna manera, resulta contemporáneo al espectador. Dios padre aparece con gesto serio en el centro de la escena, también él suspendido ante la respuesta de María, casi haciéndose eco de los versos de Calderón: «Tu voz pudo enternecerme, tu presencia suspenderme y tu respeto turbarme». La Anunciación plasma la iniciativa del misterio de Dios hacia el misterio del hombre -de cada uno de nosotros- y lo suspende pictóricamente en el instante del libre asentimiento al designio bueno del origen, un designio que ni siquiera el pecado borró, y que María hizo posible. Y sigue haciendo posible en la vida de quienes la invocan.
Carmen Giussani
Aquí y ahora
Lo más hermoso, lo que la obra revela, es que aquel hecho es una realidad presente, que acontece en el ahora. No se trata de una representación que simplemente recuerda un hecho histórico, sino que narra su contemporaneidad. Acontece en los corazones de dos amigos que miran el cuadro: ni siquiera ellos comprenden todo, pero intuyen y desean que su vida sea como la de aquella joven mujer que se hace cuna, es decir, que acoge el anuncio, inclinándose para ser la obra de Otro.
El corazón del hombre está hecho para una vocación, para ser llamado por otro. Y para asentir a una relación. El corazón de todos los hombres está hecho para ello. También el de esos chicos que pasan delante de este cuadro solo porque sus profesores los han llevado a verlo de excursión. El de la madre que pasa con el niño durmiendo en el cochecito y, justo al llegar delante de la Anunciación, el pequeño se despierta y llora, y le obliga a la madre a salir. El de la mujer consagrada a Dios que mira el cuadro deseando penetrar cada vez más en aquel insondable misterio. Y el de los cultos apasionados del arte que conocen el cristianismo solo porque sus sujetos han influido en la pintura. El sacerdote que llevaba años sin ir a ver una exposición en un museo. El joven que vino solo para acompañar a su novia que estudia Historia del arte. El anciano que se conmueve contemplando esos pequeños detalles que solo un ojo sabio puede reconocer. La pareja que acaba de descubrir que espera su primer hijo.
Para cada uno de ellos, aquel “hágase" es la posibilidad de ser felices. Contemplar aquel sí no le deja a uno indiferente, sino que acrecienta el deseo de pronunciar el propio sí, entregándose a otro, completamente. A lo mejor sin ni siquiera saber cómo, pero con el deseo de tener alguien a quien entregar toda la vida.
Ante la Anunciación se descubre el misterio del sí a la llamada de Dios. El misterio del cumplimiento de la vocación.
Me vienen a la mente las palabras de don Giussani: «Las palabras del Ángel podían confundir de asombro y humildad a la joven mujer a las que se dirigían. Pero no le resultaban del todo incomprensibles. Tenían algo a sus oídos por lo que le resultaban en cierto modo comprensibles; correspondían al ánimo de aquella chica que cumplía con sus deberes religiosos. La Virgen las acogió: "He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra". No lo dijo porque entendiera, sino porque en la turbación que la embargaba por el Misterio que se anunciaba vibrando en su carne, la Virgen abrió los brazos, los brazos de su libertad y dijo: "Sí". Y estuvo alerta todos los días, todas las horas de su vida».
César de los Campos
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