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Huellas N.07, Julio/Agosto 2019

PRIMER PLANO

El vínculo radical

Algunos pasajes del documento “La libertad religiosa para el bien de todos” de la Comisión Teológica Internacional.

En 1965 se aprobó la declaración conciliar Dignitatis humanae en un contexto histórico significativamente diferente del actual, también en lo que se refiere al tema que constituía su argumento central, esto es, el de la libertad religiosa en el mundo moderno. Su valiente puntualización de las razones cristianas para el respeto de la libertad religiosa de los individuos y de las comunidades, en el ámbito del Estado de derecho y de las prácticas de justicia de las sociedades civilizadas, todavía despierta nuestra
admiración. La contribución del Concilio, que bien podemos definir como
profética, proporcionó a la Iglesia un horizonte de credibilidad y de aprecio que ha favorecido enormemente su testimonio evangélico en el contexto de la sociedad contemporánea.

Mientras tanto, un nuevo protagonismo de las tradiciones religiosas y nacionales del área del Oriente Medio y de Asia ha cambiado sensiblemente la percepción de la relación entre religión y sociedad. Las grandes tradiciones religiosas del mundo ya no aparecen solo como el residuo de épocas antiguas y de culturas premodernas superadas por la historia. Las distintas formas de pertenencia religiosa inciden de un modo nuevo en la constitución de la identidad personal, en la interpretación de los vínculos sociales y en la búsqueda del bien común. En muchas sociedades secularizadas las distintas formas que adquieren las comunidades religiosas son aún percibidas como factores relevantes de intermediación entre los individuos y el Estado. El elemento relativamente nuevo, en la configuración actual de estos modelos, reside en el hecho de que la relevancia de las comunidades religiosas está comprometida hoy en el afrontar, directa o indirectamente, el modelo democrático-liberal del Estado de derecho y de la organización tecno-económica de la sociedad civil.

Dondequiera que se plantee hoy el problema de la libertad religiosa en el mundo este concepto se discute en referencia (ya sea positiva o negativa) a una concepción de los derechos humanos y de las libertades civiles que está asociada a la cultura política liberal, democrática, pluralista y secular. [...]
La actual radicalización religiosa [...] a menudo tiene la connotación de una reacción específica frente a la concepción liberal del Estado moderno, debido a su relativismo ético y a su indiferencia ante la religión. Por otro lado, muchos critican al Estado liberal a causa del motivo contrario, es decir, por el hecho de que su proclamada neutralidad no parece capaz de evitar la tendencia a considerar la profesión de la fe y la pertenencia religiosa como un obstáculo para la admisión a la plena ciudadanía cultural y política de los individuos. [...]

San Juan Pablo II afirma que la libertad religiosa, fundamento de todas las demás libertades, es una exigencia irrenunciable de la dignidad de todo hombre. No es un derecho entre otros, sino que constituye «la garantía de todas las libertades que aseguran el bien común de las personas y de los pueblos». Se trata de «una piedra angular del edificio de los derechos humanos» como aspiración y tensión hacia una esperanza más alta, como espacio de libertad y de responsabilidad. Por lo tanto, la libertad del hombre en la búsqueda de la verdad y en la profesión de las convicciones religiosas debe encontrar una clara garantía en el ordenamiento jurídico de la sociedad [...]

Dignitatis humanae establece el vínculo radical entre los derechos inviolables del hombre -y por lo tanto, su libertad inidividual-y la naturleza misma de su ser-persona. De hecho, solo hay un criterio para el reconocimiento efectivo del a priori personal: la pertenencia biológica al género humano. La dignidad personal y los derechos humanos inherentes ya se recogen incondicionalmente en esta pertenencia. El ser-persona, en este sentido, no es una atribución relacionada con una cualidad o dotación específica del ser humano, como su ser consciente o su capacidad de autodeterminación. Tampoco es una potencialidad o efecto de su maduración. La dignidad personal es radicalmente inherente al individuo, como un factor constitutivo de su condición humana: es la matriz de toda cualidad individual, de toda condición existencial, de todo grado de desarrollo. La existencia personal evoluciona y se desarrolla, ciertamente; el ser-persona, sin embargo, no es algo que nadie pueda añadirse a sí mismo (o a otro). No hay un proceso del ser humano en el que «algo» se convierta en «alguien»: ser-humano y ser-persona se es siempre e indivisiblemente, porque uno no se hace humano si es otra cosa. Y la forma humana de ser es la de ser individualidad personal. [...]

El derecho a no ser obligado a actuar contra la propia conciencia está en profunda armonía con la convicción cristiana de que la pertenencia religiosa está esencialmente definida por una actitud -la fe- que, por su propia naturaleza, no puede sino ser libre. [...] «La obediencia de la fe» (Rom 1,5) es una adhesión libre de la persona al designio de amor del Padre que, a través de Cristo y en la potencia del Espíritu, invita a cada hombre a entrar en el misterio de la comunión trinitaria. El acto de fe es el acto mediante el cual «el hombre se confía libre y totalmente a Dios [...] asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él». [...] Al defender la libertad del acto de fe, la Iglesia ofrece a todos los hombres un gran testimonio: si es verdad que la libertad crece con la verdad, es igualmente evidente que la verdad necesita un clima de libertad para florecer [...].

La historia nacional, en la que los destinos individuales quedan escritos a través de la sucesión de generaciones, para encontrar sus raíces y su identidad profunda antes y más allá de la forma específica del Estado, es hoy un desafío geopolítico global. Si es verdad que la libertad y la dignidad de las personas solo pueden formarse mediante las tradiciones e historias que las expresan y actualizan, entonces es urgente que la historia nacional se enriquezca, aceptando la complejidad y la diferenciación de sus contribuciones, a través de la historia familiar de cada ciudadano, y en referencia a la historia global del ser humano universal; por tanto, directa o indirectamente, también a través de la historia particular de la comunidad religiosa. Por eso, quienes hoy desconocen el cristianismo y lo confunden con una ideología, un moralismo, una disciplina o con una superestructura arcaica, no pueden acercarse a él más que a través de un encuentro humano-familiar [...]

La Iglesia católica rechaza ser identificada como un sujeto de interés privado que compite para afirmar sus privilegios. La misión de la Iglesia es la evangelización, que anuncia la justicia del amor universal de Dios y no se reduce a un interés político partidista. En consecuencia, su contribución a la buena cultura y a las prácticas de la ética pública pasa por los vínculos sociales y por la participación civil. [...]

La conciencia moral exige la trascendencia de la verdad y del bien moral: su libertad está definida por esta referencia, que indica precisamente lo que la justifica para todos, sin poder ser propiedad de nadie. Hablar de la libertad de la conciencia individual significa hablar de un derecho original del ser humano, que no puede verse amputado de esta remisión responsable a lo universal humano, a salvo de la arbitrariedad de los hombres. [...] La referencia a Dios, como un principio trascendente de la instancia ética que habita el corazón del hombre, debe entenderse, en último término, como el límite impuesto a toda prevaricación del hombre sobre el hombre y como la defensa de la convivencia fraterna entre libres e iguales. Cuando el lugar de Dios, en la conciencia colectiva de un pueblo, está ocupado abusivamente por ídolos hechos por el hombre, el resultado no es una liberalidad más ventajosa para todos, sino una esclavitud más insidiosa para todos. La supuesta neutralidad ideológica del Estado liberal, que excluye selectivamente la libertad de un testimonio transparente de la comunidad religiosa en la esfera pública, abre una brecha para la falsa trascendencia de una ideología oculta del poder. [...]

Estar juntos, vivir juntos, es en sí mismo un bien, tanto para los individuos como para la comunidad. Este bien no se deriva de la adopción de una visión teórica particular; su justificación emerge en la evidencia misma de su acontecer. En la medida en que este hecho es reconocido, apreciado y defendido, contribuye a la paz social y al bien común. [...] Solo donde exista la voluntad de vivir juntos será posible construir un futuro bueno para todos: de lo contrario, no habrá un futuro bueno para nadie. [...] Hoy las responsabilidades son cada vez más interdependientes, yendo más allá de las diferencias sociales o las fronteras. Los problemas decisivos para la vida humana no pueden resolverse adecuadamente si no es en una perspectiva de interacción, tanto local como temporal. Por esta razón, el bien práctico que supone la convivencia no es un bien estático sino en evolución constante que, para poder desarrollarse de modo adecuado, también debe garantizarse políticamente. Las comunidades religiosas, capaces de promover las razones trascendentes y los valores humanistas de la convivencia, son un principio de vitalidad del amor mutuo para unir a la familia humana. [...]

No vemos por qué debería ser imposible, contando con el respeto mutuo, compartir la relación personal y comunitaria que las comunidades religiosas cultivan con Dios como un bien disponible para todos. En cualquier caso, no es bueno que esta experiencia se cultive de manera clandestina, sin la posiilidad de un libre reconocimiento y acceso por parte de todos los miembros de la sociedad. El espíritu religioso cultiva la relación con Dios como un bien que concierne al ser humano: la sinceridad y la bendición de esta convicción de¬ben poder ser verificadas y apreciadas por todos. De aquí surge el compromiso de los creyentes para mejorar la calidad del diálogo entre la experiencia religiosa y la vida social, en función del interés común de superar una posible deriva del conocimiento social de los significados hacia un indiferentismo y relativismo radical. [...]

No se puede otorgar el mismo valor a todas las formas posibles (individuales y colectivas, históricas o recientes) de experiencia religiosa. [...] Por lo tanto, es necesario examinar las diferentes formas de religiosidad y compararlas respecto a su capacidad para preservar el significado universal y el bien común de estar juntos. En este sentido, cada una de las religiones activas en una sociedad debe aceptar «presentarse» ante las justas demandas de la razón «digna» del hombre. [...] Entre las justas demandas de la razón, en sus implicaciones jurídico-políticas podemos incluir, en los últimos años, la reciprocidad pacífica de los derechos religiosos, incluido el de la libertad de conversión. [...]

La libertad religiosa fomenta el diálogo interreligioso en la búsqueda del bien común junto con representantes de otras religiones. Es una dimensión inherente a la misión de la Iglesia. No es, como tal, el objetivo de la evangelización, pero contribuye a ella en gran medida; por lo tanto, no debe entenderse o realizarse como una alternativa o en contradicción con la misión ad gentes. [...] Al mismo tiempo, la Iglesia reconoce la particular capacidad del espíritu de diálogo para identificar, y alimentar, una necesidad particularmente sentida en el con¬texto de la civilización democrática actual. La disposición al diálogo y la promoción de la paz están, de hecho, estrechamente vinculadas. [...]. En el diálogo sobre los temas fundamentales de la vida humana, los creyentes de las diferentes religiones sacan a la luz los valores más importantes de su tradición espiritual, y hacen más reconocible su participación genuina en lo que consideran esencial para el significado último de la vida humana y para la justificación de su esperanza en una sociedad más justa y más fraterna. Sin ninguna duda, la Iglesia está dispuesta a entablar un diálogo concreto y constructivo con todos los que trabajan por esa justicia y esa fraternidad.

El «martirio», como supremo testimonio no violento de la fidelidad a la fe, convertida en objeto de odio específico, intimidación y persecución, es el caso límite de la respuesta cristiana a la violencia dirigida contra la confesión evangélica de la verdad y el amor de Dios, introducida en la historia (mundana y religiosa) en el nombre de Jesucristo. El martirio se convierte así en el símbolo extremo de la libertad que opone el amor a la violencia y la paz al conflicto. En muchos casos, la determinación personal de fe del mártir para aceptar la muerte se ha convertido en una semilla de liberación humana y religiosa para una multitud de hombres y mujeres, hasta el punto de obtener la liberación de la violencia y superar el odio. La historia de la evangelización cristiana lo atestigua, incluso mediante procesos y transformaciones sociales de alcance universal. Estos testigos de la fe son motivo de admiración y de seguimiento por parte de los creyentes, pero también de respeto por parte de los hombres y mujeres que se preocupan por la libertad, la dignidad y la paz entre los pueblos. [...]

El compromiso cultural y social en la actividad de los creyentes, que también se expresa en el establecimiento de organismos intermedios y en la promoción de iniciativas públicas, es una dimensión del compromiso que los cristianos están llamados a compartir con cada hombre y mujer de su tiempo, independientemente de las diferencias en cultura y religión. Al decir «independientemente» no se pretende, por supuesto, que estas diferencias se deban ignorar o considerar insignificantes. Significa más bien que deben ser respetadas y juzgadas como componentes vitales de la persona y valoradas adecuadamente en la riqueza de su contribución a la vitalidad concreta de la esfera pública. La Iglesia no tiene razones para elegir un camino diferente para dar su testimonio. [...] El Estado no puede ser ni teocrático, ni ateo, ni «neutral» (entendido como indiferencia que pretende la irrelevancia de la cultura y la pertenencia religiosas en la constitución del sujeto democrático real); más bien se le llama a ejercer una «laicidad positiva» hacia las formas sociales y culturales que aseguren la relación necesaria y concreta del Estado de derecho con la comunidad efectiva de los titulares de derechos.

De este modo, el cristianismo está preparado para sostener la esperanza de un destino común hasta la llegada escatológica de un mundo transfigurado, de acuerdo con la promesa de Dios. La fe cristiana es consciente del hecho de que esta transfiguración es un regalo del amor de Dios para la criatura humana y no el resultado de nuestros esfuerzos por mejorar la calidad de la vida personal o social. La religión existe para mantener viva esta trascendencia de la redención de la justicia de la vida y del cumplimiento de su historia.

*El texto de la Comisión Teológica Internacional La libertad religiosa para el bien de todos saldrá publicado este mes de julio por la BAC, en su colección Documentos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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