La necesidad de “espacios humanizadores” en el mundo actual y la vía del testimonio en la construcción social y política. Javier Prades, que ha participado en el trabajo de la Comisión Teológica Internacional, describe el camino de la Iglesia sobre la libertad religiosa y por qué el acto de fe es un bien para todos
«Dios quiere ser amado libremente». ¿Qué tiene que ver esta afirmación con nuestro mundo, su construcción y sus problemas? En las sociedades plurales, en profunda transformación, la Iglesia ofrece una mirada nueva mediante el documento de la Comisión Teológica Internacional titulado “La libertad religiosa para el bien de todos". Volver a poner en el centro lo que hace treinta años Juan Pablo II definió como «la piedra angular del edificio de los derechos humanos» ayuda a entender la actualidad que tiene la gran conquista del Concilio Vaticano II: no hay otro acceso a la verdad más que a través de la libertad.
«Esto vale para todos y en todas las dimensiones de la vida», afirma Javier Prades López, rector de la Universidad San Dámaso de Madrid, que ha presidido la subcomisión que estos años ha trabajado en este texto. «Enfoque teológico de los desafíos contemporáneos», recita el subtítulo. Pero no se trata de material para académicos, sino más bien de la propuesta razonada de una visión del hombre. Ahora que el papel de la religión en el espacio público se reduce al de cómo se esgrime la fe en los conflictos, los debates, los movimientos de los líderes políticos, resulta crucial sorprender que la libertad de la experiencia religiosa es un horizonte vital para todos. Ante todo, quiere decir combatir por el espíritu y el corazón del hombre en su relación última con el Misterio. La «gran batalla se libra entre la religiosidad auténtica y el poder», escribía don Giussani, porque el intento del poder, sea cual sea, es «destruir lo humano. Y la esencia de lo humano es la libertad, la relación con el infinito». La “libertad religiosa" se muestra así como un banco de pruebas para la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma y de su misión. También es una estocada a la ideología de un Estado liberal que parece inseparable de la opción relativista como única garantía de libertad, y que acaba siendo autoritario. Si «la historia es el espacio del diálogo en libertad», como resume Julián Carrón en La belleza desarmada, en esta conversación Prades explica por qué la libertad religiosa es ese “espacio" insustituible para la realización personal y colectiva.
¿Por qué este documento? ¿Por qué urge profundizar en las razones de la libertad religiosa?
Nos vemos provocados por la realidad, por lo que sucede. En los más de cincuenta años transcurridos desde el Concilio Vaticano II se han dado cambios muy profúndos en la sociedad, a todos los niveles, pero especialmente en lo relativo a la libertad, y a la libertad religiosa. Si pensamos en el mundo occidental de los primeros años sesenta, el panorama religioso era mucho más homogéneo. Hoy, debido sobre todo a las migraciones, tenemos una mezcla de experiencias que, aun en medio de muchas dificultades, reabre indudablemente la cuestión religiosa como fenómeno comunitario vivo. Esta es una de las transformaciones más interesantes. Cuando Occidente parecía tender a una religiosidad privada e interior, o incluso a eliminarla, la historia reciente reabre la cuestión de la dimensión social de la religión y el carácter público de la verdad.
La previsión de una "desaparición” de la religión, o al menos su irrelevancia en el espacio público, se ha visto desmentida por la realidad.
La cultura global no se ha movido solo en esa dirección. Aunque existe una evidente disminución de la práctica religiosa en los países occidentales, no se ha producido a nivel mundial ese paso de la religión a la filosofía y luego de la filosofía a la ciencia y a la técnica, que deberían garantizar el futuro de la humanidad. Por decirlo sencillamente, el fenómeno religioso, expulsado por la puerta, vuelve a entrar por la ventana. El otro gran cambio respecto a los años sesenta es cómo ha evolucionado la percepción del Estado democrático. Es y sigue siendo un beneficio irrenunciable de la civilización, pero no faltan observadores -dentro y fuera de la Iglesia- que indican una rigidez en los procedimientos. Ya no importan las afirmaciones esenciales sobre el hombre, sino solo las reglas de procedimiento formal, en cuanto presunto garante de la convivencia.
¿Puede poner un ejemplo?
Un principio fundamental de la cultura política liberal es la igualdad de todos ante la ley, ligado al principio de ciudadanía. Precisamente por su carácter formal podía ser universal sin dejarse condicionar por las diversas pertenencias particulares (culturales, étnicas, religiosas...), que tendían en cambio a dividir. Así se podía garantizar mejor la justicia para todos. De ahí que resulte tan interesante el debate suscitado por el multiculturalismo, donde paradójicamente se percibe que aquellos principios formales no logran hacer justicia concreta a las minorías, por ejemplo. Y se proponen nuevos principios como el de “ciudadanía cultural" o de “discriminación positiva", que de hecho van más allá de la concepción formalista del principio de igualdad. El tema es complejo y todavía está muy abierto, y tiene importantes implicaciones para la cuestión de la libertad religiosa.
¿Cuáles son los objetivos del documento?
Verificar cómo el Concilio Vaticano II sigue teniendo actualidad ante todos estos cambios. Y comprender cómo comunicar, en este mundo en profunda transformación, la dimensión singular y comunitaria de la experiencia religiosa. Sobre todo hoy, que nuestra civilización atraviesa una crisis de sentido muy fuerte, como dice la ya famosa fórmula de Francisco del «cambio de época».
¿Cómo está tomando la Iglesia más conciencia de sí misma, partiendo de la libertad religiosa?
El Concilio dio un paso que se ha definido como “profètico", porque la Iglesia retornó a sus raíces más originales y a su tradición más viva, más verdadera, para volver a proponer el corazón del Evangelio: Dios no fuerza a nadie a adherirse a la fe. Actualmente, esto resulta todavía más claro en la conciencia de la Iglesia que hace cincuenta años, cuando se proclamó públicamente la Dignitatis Humanae. La Iglesia ha recorrido un camino que puede servir de ayuda para las demás tradiciones religiosas, y también para los no creyentes.
¿Por qué?
Se ha profúndizado en las razones, también las humanas, del valor de la libertad en la relación con Dios, que es el gesto más profondo y personal que se pueda llevar a cabo.
Ningún hombre puede verse obligado por otro en lo relativo a su religiosidad y el Estado está llamado a respetar esa libertad y a crear condiciones favorables para la libre expresión de la relación entre el hombre y el Misterio. Ante los nuevos fenómenos, la Iglesia está profúndizando en ese paso profètico, por ejemplo negándose a instrumentalizar la política y a dejarse instrumentalizar por ella. Además, en este camino, asume sus responsabilidades, sus expresiones equivocadas históricamente. Pero el Evangelio no ha cambiado y la Iglesia siempre se ha dejado corregir por el anuncio y por su tradición viva. Después del Concilio, todos los Papas, desde san Pablo VI a san Juan Pablo II, desde Benedicto XVI a Francisco, han profúndizado en la experiencia y en el discurso de la libertad religiosa.
Recientemente, el sociólogo Edgar Morin señalaba que hoy, cuando parece más evidente -con la globalización- que existe «un destino común», que «toda la humanidad está involucrada en una aventura común», menos «se forma esta conciencia», porque el miedo «desencadena un repliegue sobre la propia identidad religiosa y nacional». El documento pone en el centro el vínculo inseparable entre la instancia personal y la comunitaria, llegando a decir que la transmisión de las tradiciones nacionales, familiares, religiosas «es un desafío geopolítico global».
El relato nacional, igual que el familiar o religioso, permite el acceso a una comunidad de sentido donde se descubre la libertad. Tú eres acogido por tu familia, por tu nación, por tu comunidad... y así es como llegas a saber quién eres, a conocerte a ti mismo. Porque recibes la vida, y también una propuesta de sentido de la vida, y la puedes donar a otros. Si no vives esta experiencia, el camino de la plenitud humana se puede quedar muy reducido. Mortificado. Por tanto, hay que defender el espacio comunitario para tutelar la posibilidad de una propuesta humanizadora, incluyendo el espacio de las comunidades religiosas. Hay que valorarlo cuidadosamente, pero no se puede expulsar del espacio público a la experiencia religiosa por prejuicio. Es la dimensión más profunda de todo hombre y es característica de las grandes civilizaciones a lo largo de la historia.
¿Con qué criterio se valora si una experiencia es un bien para todos?
Si hace crecer lo humano, si genera una humanidad que atrae, que resulta fascinante por su plenitud en todas las dimensiones de la vida: razón, libertad, afecto. Todas las propuestas se someten al criterio de lo verdaderamente humano, capaz de discernir formas de religiosidad desviadas y equivocadas (llegando hasta las sectas y el fundamentalismo) y verificar si una experiencia es fuente de valores. Pienso, sobre todo, en el valor del estar juntos, y en muchos otros como la solidaridad y la subsidiariedad, la igualdad, la acogida, la custodia de la creación, el sentido de la justicia y el trabajo, la seguridad jurídica, el bien de la vida en todas sus fases, la calidad de la familia... Estas son las exigencias reclamadas y sentidas por todos, aunque de diferentes maneras. En virtud de esas categorías se pueden valorar tanto las propuestas religiosas como las no religiosas.
¿Qué mirada pide la Iglesia al Estado?
Que promueva la contribución religiosa de la persona y de las obras, no que las controle con desconfianza. Para que los vínculos sociales estén sanos, hace falta que existan espacios humanos vivos, donde sea posible narrar la experiencia del sentido de la vida, del nacer, del vivir y del morir, del amar y del trabajar. “Lugares" que hagan humano lo humano, que humanicen. Esta es la esencia de la mirada que se pide al Estado y que Benedicto XVI y Francisco llaman “laicidad positiva". No solo se trata de asegurar derechos y deberes formales -esta es una dimensión-, sino de valorar la contribución de la Iglesia, así como la diversidad de intentos humanos por dar sentido, garantizar su posibilidad, justo porque son una contribución al bien de todos, y la Iglesia no compite con las tareas específicas del Estado. Debe haber una adecuada e irrenunciable distinción de objetivos y ámbitos, en una actitud de cooperación entre la comunidad política y la Iglesia.
¿Por ejemplo?
Un ejemplo clásico son los diversos modelos de escuela. Todos se someten a la evaluación de sus resultados, no a partir de un prejuicio sino permitiendo -a medida que se desarrolla la educación- verificar qué modelo es más capaz de humanizar. Es necesario que exista espacio para que también una escuela cristiana, o un hospital o una cooperativa, con su libre iniciativa, pueda trabajar de modo que incluso quien no comparta su sensibilidad pueda percibir esa escuela, ese hospital o esa cooperativa como conveniente para la persona y para la sociedad. Cuanto más posible sea esto, mejor será para todos.
También para el propio Estado.
Si no sigue este camino, será cada vez más débil a la hora de desempeñar su importante labor de garantizar la convivencia y servir al bienestar del pueblo. Y acabará cediendo a un ideal tecnocrático-económico o tecno-científico, o a la conquista del poder por parte de quien tenga más fuerza, incluso “religiosamente" caracterizada.
Lo que el documento propone es una visión del hombre.
De un hombre que no está condenado al sinsentido y a la desesperación. Afirmamos que cada persona concreta, por el hecho de formar parte del género humano, es portadora de una dignidad intocable e insuprimible. No depende de sus capacidades específicas, sino del hecho mismo de pertenecer al género humano. Esta mirada sobre el hombre y sobre la vida la pueden compartir todos, nosotros la hemos aprendido de un anuncio, el de Jesús, que dice: todos sois hermanos y ninguno está excluido de la relación con el Padre. Todos sois nada menos que “imagen de Dios". Esta es nuestra propuesta, quien tenga otra que la ponga en juego.
¿De qué manera se puede contribuir a devolver carácter público a la verdad sin que la religión y la política se instrumentalicen mutuamente?
Con el testimonio. No hay otra vía. Se puede decir mejor con el testimonio integral de la «fe que actúa por caridad». Puede ser la caridad de una persona individual -la madre con el niño, el joven con su compañero de escuela o de trabajo.- y también de las expresiones asociadas en todos los ámbitos sociales. Es fundamental la existencia de “lugares" humanos donde haya espacio para madurar la libertad, radicalmente, desde el origen hasta el destino final de todo, la vida como relación con el Misterio que nos hace vivir. Dice el documento que «los hombres libres salen a la luz en relación con otros que ya han conquistado más libertad». La gran cuestión, como sucede con todos los valores, es la modalidad con que se propone. Debe ser una modalidad eficaz, que exprese realmente ese valor viviéndolo. Por eso, si no existen espacios donde se pueda asimilar vivo el contenido del valor, es probable que su asimilación termine siendo muy frágil, quedándose en una afirmación nominalista o en un voluntarismo.
¿Cómo responde el testimonio a una cultura que contrapone la verdad y la libertad? ¿Y qué saca a la luz de la fe cristiana?
Permite entender que la relación con la verdad y con el bien supone una exaltación de la libertad, no su mortificación. Por eso, la libertad religiosa ocupa un lugar central en la misión de la Iglesia. El horizonte no es la búsqueda de privilegios ni de poder en sí mismo, sino el servicio a los hombres. Llega a ser una posibilidad para descubrir más claramente el punto original: la naturaleza del acontecimiento cristiano y, por tanto, de la experiencia humana. La posibilidad de llegar a ser uno mismo pasa, siempre y en todo caso, por medio de la libertad. No hay identidad de uno mismo que no suceda y se realice en la libertad. Este es el corazón de la propuesta de Jesús en el Evangelio. Por tanto, cuanto más vivo sea el testimonio cristiano más abierta estará la fuente de la libertad para todos. Ante personas que efectivamente son libres, te preguntas: ¿por qué son tan libres? Esto no se puede deducir a priori. Si no lo ves, ni siquiera te surge la pregunta. ¿De dónde viene esa libertad? Solo en acto comprendes hasta el fondo el vínculo entre verdad y libertad.
En este sentido, el acto de fe -libre por naturaleza- es una contribución para el camino de la libertad de todos.
Sí. En un mundo como el actual, el testimonio de un gesto de afirmación libre en relación con Cristo es un ejemplo de don amoroso de sí al otro. De hecho, es un bien para todos. Por eso, la tarea más urgente es la de presentar gestos de libertad efectiva, en el ámbito de un Estado que haga posible vivir la libertad «Ante personas libres efectivamente, te preguntas: ¿por qué son tan libres? Esto no se puede deducir a priori. Si no lo ves, ni siquiera te surge la pregunta. ¿De dónde viene esa libertad? Solo en acto comprendes hasta el fondo el vínculo entre verdad y libertad» como afirmación amorosa del otro y del Otro. De modo que, frente a cualquier eventualidad, podamos mirar esta experiencia: hombres que han encontrado algo que pueden amar con todo su ser, para siempre. El reflejo humano de este amor es la capacidad de iniciativa en todos los campos de la vida humana, según las diversas necesidades.
Esto también juzga la relación con las demás tradiciones religiosas, abriendo espacios de libertad también para ellas. ¿Qué pide de nosotros esta relación, especialmente con el mundo islámico?
Siempre me viene el ejemplo de los monjes de Thibirine, que dieron testimonio de Cristo hasta la muerte, abrazando al pueblo argelino. Suscitaron una corriente de reconocimiento -también en el mundo islámico- que, si Dios quiere, será semilla de una mayor libertad incluso para los musulmanes. Partiendo de este “caso serio", se pueden mirar todos los demás niveles de relación social, jurídica, política, en cualquier situación concreta.
Han querido cerrar el documento con el martirio.
Es el gesto supremo de la libertad como amor. Ahí la relación con la verdad de Jesús no excluye a nadie, ni siquiera al verdugo. Es un tipo de afirmación del vínculo con Dios que lleva dentro incluso al que mata. El testigo se entrega por entero a la verdad viva, que es amor, hasta el punto de que ni siquiera quien le quita la vida es rechazado, no es condenado por el mártir. Él muere perdonando, de un modo tan gratuito que nuestra mediocridad a duras penas consigue secundarlo. Pero siempre podemos reconocer que ese es el punto más alto de una relación libre, amorosa, con la verdad, y que se convierte en semilla de libertad para todos.
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