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Huellas N.1, Enero 2008

INSERTO - Luigi Giussani

Se puede vivir así

Cuando se publicó el libro vez en 1994, don Giussani lo comentó en un encuentro con la comunidad de Roma

Comienza la nueva Escuela de comunidad sobre el libro ¿Se puede vivir así?.
Cuando se publicó por primera vez en 1994, don Giussani lo comentó en un encuentro con la comunidad de Roma, que proponemos ahora como introducción al texto y al trabajo que nos espera en los próximos meses


Giacomo Tantardini. El contenido del encuentro de esta tarde con don Giussani va a ser su nuevo libro ¿Se puede vivir así?, que saldrá la próxima semana. El encuentro se desarrollará del siguiente modo: algunas personas que han leído las pruebas del libro preguntarán...
Luigi Giussani. Ante todo me interesa decir algo sobre el estilo del libro. Se trata de una trascripción literal de los diálogos semanales, celebrados todos los sábados, que he mantenido a lo largo de un año con un centenar de jóvenes que han tomado en serio la hipótesis de dedicar su vida a Dios. Este último detalle es interesante, pero no decisivo. De hecho, el contenido de las conversaciones se refería a la naturaleza misma de la experiencia cristiana. Yo creo que quien logre atravesar el impacto un poco rudo de las primeras decenas de páginas, y se adapte, por decirlo así, al estilo del libro, quizás pueda aprender algo. Respecto a la fe, a la esperanza y a la caridad, temo que ya ni siquiera sirva de mucho el catecismo, porque la mayoría ya no recurre a él o jamás lo ha leído.
Permitidme decir también algo sobre el valor más querido para mí, que constituye el hilo conductor de todo el texto. El valor más querido, más aún, la pasión que lo determina de capítulo en capítulo es la herencia más inmediata que yo recibí cuando empecé a dar clase en un Liceo como profesor de Religión. La enseñanza de la Religión supuso para mí esta intuición y esta pasión: la intuición de que la fe, ante todo, tiene necesidad de mostrar su familiaridad con la razón, paso a paso, en toda su trayectoria. Es decir, la intuición del carácter razonable de la fe, de la fe como lo más razonable que existe y, por tanto, como lo más humano. Porque la razón es ese nivel de la naturaleza en el que ésta toma conciencia de sí misma; es lo que llamamos el “yo”. La razón tiene dos características principales. En primer lugar la movilidad, la rica versatilidad de la vida: se llaman «métodos» a las formas que adopta la razón y de las cuales se pertrecha para entrar en contacto con la realidad, con toda la realidad sin exclusión alguna. El problema de la fe debe ser descubierto ante todo como un problema de «método». Pero esto, quizás, lo veremos más adelante (sin duda las preguntas se centrarán en este punto, pues constituye el primer subrayado del texto). En segundo lugar, además de esta movilidad viva –la razón es el yo viviente y está en el yo viviente, es vida en la vida de la persona y, por tanto, no se reduce a una fórmula matemática o a una plancha bien definida por un diseño, fijada de antemano–, la razón es exigencia de totalidad, pasión y exigencia de conocimiento de todo. La fe consciente brota gratuitamente, repentina y providencialmente, fortuitamente, precisamente debido a esta pasión por la totalidad del conocimiento, que es la característica fundamental de la razón. Una razón viva es una razón totalizante, es decir, que tiende al horizonte entero, que necesita conocer todo. Esto basta. Gracias.

Pregunta. Don Giussani, ¿puede explicarnos qué significa que «la fe es un método natural de conocimiento, un método de conocimiento indirecto, es decir, un conocimiento que acontece a través de la mediación de un testigo» (p. 30).
Giussani. Has centrado tu pregunta en lo que para mí es más interesante y en lo que considero decisivo para que el sentimiento religioso no se altere, no cobre un tinte subjetivo que lo exalte o lo deprima, y, sobre todo, para que no resulte monstruoso. El sentimiento religioso se convierte en una monstruosidad cuando el objeto que identifica o que le interesa, hacia el que se dirige, es creado por él mismo, fruto de su fantasía. Si hay un objeto “objeto” es precisamente el objeto del sentido religioso. El asunto depende –para el cristiano, pero en el fondo para todos– del problema que plantea tu pregunta.
Conocimiento. Tengo la tentación de desafiaros respecto a la concepción que tenéis del conocimiento, respecto a la idea que tenéis de ello. El conocimiento es algo sencillísimo: esto es un micrófono, esto es un libro, este es don Giacomo Tantardini... Pero el conocimiento no termina como el reflejo en un espejo; su valor no queda entendido así exhaustivamente. Imaginaos que existiera el ojo de un cadáver –perdonad el ejemplo– grande como el de un animal prehistórico (¡podría existir, quién sabe, dadas todas las especulaciones sobre la evolución que se están lanzando!); un ojo muerto es una especie de espejo, porque el ojo es vítreo: pasa algo por delante y se refleja en él como sobre una placa o una película fotográfica. En cambio, si ese ojo estuviera vivo, el mismo objeto, pasando ante él, se reflejaría de manera distinta, con acentos de color y vibraciones; su figura se vería vibrante, vibraría en aquel ojo, se reflejaría vibrante en él: la figura repercutiría en ese ojo. El ojo vivo recoge y hospeda en su estructura al objeto, y el objeto que pasa por delante suyo, mientras es recogido, golpea al ojo; no en el mal sentido: no es que le dé un golpe, pero de algún modo le afecta. Esta palabra, en latín, se debería traducir affectus, es decir, «un ojo afectado por». La palabra affectus completa la dinámica del conocimiento. No querer ver hace que no se vea, puede hacer que uno no vea hasta llegar a los límites extremos de la patología. ¡Qué trascendencia tiene la moralidad en el conocimiento! Hemos tratado y desarrollado ampliamente este tema en nuestras conversaciones (hemos tocado muchos temas, ha sido un año interesante –¡un año! – aunque la trascripción puede que constituya una objeción insuperable para quien guste de la pureza de la lengua italiana).
Volvamos al conocimiento. Esto es un libro, lo que tengo delante es un libro. Pero suponed que yo tengo que ir –como tantas veces he ido– a Sao Paulo, en Brasil. Primero voy a Roma, voy a ver a don Giacomo que está en cama con un poco de fiebre; nada grave, sólo una gripe. Le saludo, me despido, y después me voy a Fiumicino. Subo al avión. Pongo las maletas arriba y me siento... ¡Pero mira quién está ahí! ¡Nadia! «¡Nadia, hace un siglo que no te veo! ¿Cómo estás? ¿De dónde vienes?». Es una antigua compañera de colegio: han pasado años desde la última vez que nos vimos. «Vengo de Beirut», me responde. Y me dice: «Vengo de Beirut y salgo ahora para Buenos Aires». «¡No me digas! ¿A qué te dedicas?». «Trabajo en una aseguradora». «Y... ¿familia?». «Tengo tres hijos». «¡Tres hijos! ¿Y te dedicas también a tu trabajo? ¡Hay que ver! Es dura tu vida». «Ah sí, un poco dura». Mientras tanto el avión ha despegado. Tras algunos minutos de silencio, me dice: «¿Te acuerdas de Carlo?». «¡Cómo no!». Era el chistoso de la clase, tomaba el pelo a todos los profesores; una vez colgó en la espalda del profesor de religión, que siempre nos echaba arengas patrióticas, la bandera tricolor enrollada, de modo que, lentamente, llegó un momento en que el profesor (se llamaba Monza, ¡pobrecillo!) quedó cubierto por la bandera blanca, roja y verde. Carlo organizaba una cada día. «¡Cómo no! Pero aquel “elemento”, ¿quién sabe cómo ha acabado?». Todos los profesores se quejaban y hablaban mal de él. «¡Qué va! ¡Ha cambiado! Te lo digo porque le vi la semana pasada en Sao Paulo: ¡se ha convertido en un empresario! Tiene industrias por todas partes, es riquísimo, ha sentado la cabeza, ¡y tiene cinco hijos!». Le pido que me cuente todo lo que sepa de Carlo, pues ella es muy amiga suya; ya lo era en tiempos del colegio. Llegados a Río de Janeiro: «Adiós», «adiós». Nos separamos porque ella va a Buenos Aires y yo a Sao Paulo. Ha sido una pura casualidad, algo providencial. Me voy a sacar la tarjeta de embarque y ¿a quién encuentro allí? ¡Carlo! Después de cuarenta años veo a Carlo. Le felicito por sus cinco hijos, él está serenísimo, y después le felicito por la seriedad con la que vive, contra todos los pronósticos nuestros y de los demás. Le felicito especialmente por la fábrica que ha construido en Sudáfrica de la que me había hablado Nadia: le digo lo que había sabido por Nadia como si le hubiese visto yo. Y no me equivoco, él no dice: «¡No es cierto, no es así!». Yo le he dicho lo que sabía de él no porque le hubiese visto antes, no porque lo hubiese constatado antes, sino porque me lo había dicho Nadia, mi amiga Nadia.
Esto es un libro, lo sé aunque nadie me lo diga. Lo sé no porque me lo diga alguien, lo sé porque veo que es un libro, lo reconozco como libro. Pero el método, el modo de actuar mío con Carlo y con Nadia, mi conocimiento de Carlo y de lo que había hecho, inducido por la conversación con Nadia y no desmentido por él –porque no hay nada que desmentir, todo es verdadero–, ¿es «racional» como reconocimiento, como conocimiento, o no? Si lo que me ha dicho Nadia corresponde a la objetividad de las cosas, si lo que sé, porque me lo ha dicho Nadia, corresponde a la objetividad de las cosas, ese método es perfectamente racional. Entonces comprendí –verdaderamente nadie me lo había explicado antes, lo entendí sólo entonces, enseñando en aquella clase del Liceo Berchet, aunque por otros motivos, por otro hecho– que la razón es esa cosa viva de la que he hablado antes: que la razón era yo mismo, coincidía con todo lo que yo era, implicaba todas mis facultades. Para reconocer a esos dos chicos que están allí –uno de los cuales tiene una bufanda negra– tengo que moverme hacia este lado; mientras que si debo reconocer a aquel señor tan distinguido que está al fondo, tengo que ponerme en pie: el objeto es el que determina el modo, el «método», es decir, el camino para la mirada de la razón. A través de ese camino llegará a su objeto, a la realidad. Así descubrí, generalizando un poco, que la razón, “mi” razón, tiene un método para conocer la realidad que es directo –más o menos directo, porque ahora no tengo intención de dar una lección de psicología o de gnoseología– para el cual el sujeto del conocimiento soy yo y el medio que me lleva a conocer está dentro de mí; pero tiene también un método indirecto. De Carlo yo he tenido noticias por mi amiga, he alcanzado certeza acerca de ciertos datos a través de lo que me ha contado Nadia. De que Carlo tuviese cinco hijos y hubiese cambiado tanto, etc., yo estaba seguro antes de encontrarle en el aeropuerto de Río de Janeiro: ¡me lo había dicho mi amiga! Hay un método de la razón que es el conocimiento indirecto: se llama –con un término técnico que se usa en los tribunales– “testigo” al instrumento que no está dentro de mí, sino fuera de mí y que me lleva a conocer algo: testigo o testimonio. Es un método más, a través del cual la razón alcanza la realidad. Negar que este método sea un método “racional” es irracional: es un prejuicio. Más aún, santo Tomás hacía una observación que buena parte de la psicología actual confirma: el hombre está mucho más seguro de lo que escucha que de lo que ve; el hombre tiene más certeza de lo que se le dice que de lo que él mismo ve. Por otra parte esto lo atestigua todo el pueblo de hoy; ese pueblo prefigurado por Pasolini con el término de «homologación», un pueblo todo él homologado por los medios de comunicación de masas, completamente homologado. Las personas que se ahorran el esfuerzo de pensar y de reflexionar (tal como yo lo he hecho con este centenar de jóvenes) están homologadas. ¡Todas! Recuerdo que el primer año que enseñaba religión –hace cuarenta años– leí en una revista americana que un hombre que viese todas las semanas una película, que fuera todas las semanas al cine, tras no sé cuantos años –pero eran pocos, quizás dos o tres–, razonaría, es decir, tendría como criterios éticos, pero también gnoseológicos, cognoscitivos, la media de los pareceres, es decir, de los criterios típicos de los distintos directores. Si se hiciera un listado de los directores y se estableciera un término medio de sus convicciones, éstas resultarían ser también las convicciones del individuo que hubiese visto sus películas una vez a la semana. ¡Figuraos ahora!
¿Una vez a la semana? ¡A cada hora te ponen una película! Por eso no se puede resistir a la homologación que temió Pasolini, o más aún, que “constataba” Pasolini. Cierto que todos podemos constatarla. Él la constató porque tenía una preocupación por el hombre que los demás escritores, pensadores y políticos no tenían.
Por eso respondo a tu pregunta diciendo que la fe es uno de los métodos o caminos que usa la razón viva y ágil, que utiliza para llegar a la realidad secundando la invitación que ésta le dirige: si uno está aquí, obra así; si uno está allí, obra de otro modo. De modo que si la realidad viene a mi encuentro a través del testimonio de otro, a través de un testigo, puedo alcanzar perfectamente la certeza tal como si lo viese yo. Parece algo obvio, pero no lo es en absoluto.

Quiero añadir una observación. Para reconocer como cierto lo que alguien me atestigua, debo tener una actitud moral y asumir una postura de ánimo que me permita no oponerme de antemano, apriorísticamente, con prejuicio, al que me habla; es decir, que yo no esté instintivamente en contra, que no me oponga de antemano, definitivamente, a la persona que me da testimonio. Esto es necesario para poder aceptar lo que me atestigua esa persona, para poder comprender –¡comprender!–, darme cuenta, reconocer que es verdad, que me lo dice de un modo verdadero. Así no me equivoco. Se puede errar, lo veremos en una observación posterior, se puede errar, pero también se puede acertar; por tanto, el método es válido: se puede usar correctamente.
Se tratará de identificar cuándo se usa correctamente este método de modo que uno no yerre. El proverbio «Fiarse es bueno, pero no fiarse es mejor» es un proverbio estúpido, contrario a lo más evidente que hay. La capacidad de fiarse es característica del hombre adulto y seguro, del hombre que ha conocido muchas cosas y ha reflexionado sobre todo ello: éste sabe inmediatamente, cuando otro le habla, si debe dudar o si el otro habla francamente; lo sabe con mucha mayor facilidad que un joven cuando está ante un compañero de la misma edad que está hablando. Cuanto más rico es uno en humanidad, cuanto más crítico es consigo mismo –cuanto más consciente de los límites de su caminar humano y más consciente de su propia realidad– mejor sabe cuándo y cómo fiarse. Saber fiarse es una genialidad. No saber fiarse es un error que comete todo el mundo, incluso el marido respecto a su mujer, la madre respecto a su hijo, el hijo respecto a sus padres; y esto es lo que está en el origen de tantas dificultades. Se puede errar, ciertamente. Pongamos, por ejemplo –como les decía a esos cien jóvenes–, que tú vas andando por la acera, estás pensativa, miras un poco distraída a tu alrededor, y no te das cuenta de que viene hacia ti un individuo con la barba sin arreglar, larga, larguísima, con el pelo enmarañado, todo revuelto, con la chaqueta completamente sucia, con los dedos de sus pies saliendo por agujeros en sus zapatos, con ojos de lunático... que viene derecho hacia ti, tú te das cuenta en el último momento, y te dice: «¡Señorita!». «Dígame». Y piensas: «Es un pobre», y ya vas a sacar el monedero. Pero él dice: «¿Sabe lo que ha ocurrido?». «¿Qué ha pasado?». «¡Clinton ha muerto!». «¿Ah sí?». «Clinton ha muerto, le han matado». «¿Matado?». Pongamos que tú te fueses de ahí pensando: «¡Dios mío, qué tiempos! Cuando suceden estas cosas son índice de un marasmo general, de una confusión tal que no se puede estar tranquila. ¡Y yo que me caso de aquí a dos años! ¿Quién sabe si podré llevar a cabo mis proyectos? Y además, aunque me case, ¡qué tristeza!». Si tú te fueses afectada por lo que te ha dicho ese individuo, entonces eres tonta, porque un individuo como ese no tiene ni pies, ni cabeza, ni contexto, no sólo desde el punto de vista social, sino tampoco desde el punto de vista fisiológico y del comportamiento: es evidente que se trata de un lunático, un loco. En semejante caso no sería justo creer. Pero ahora no es tarea mía entrar en detalles, no estoy dando una lección sobre cómo y cuándo creer.
Se llama “creer” a un conocimiento de la realidad al que llega el hombre con certeza, como si lo viese, pero al que llega a través del testimonio de otro hombre. Debe, por tanto, comprometerse con este hombre, con esta persona, con ese otro, pues la relación con él es también una relación ética, psicológica y ética. ¡Hasta qué punto depende de tu franqueza –¡tuya!–, de tu claridad, de tu sencillez, de tu nitidez, de tu agudeza, la capacidad de utilizar juicios, informaciones y noticias que provienen de otro! Cuando se conoce una realidad a través de un testigo, por mediación de un testigo, toda nuestra personalidad queda comprometida; no se compromete sólo la razón entendida como un cierto “mecanismo” del cerebro, sino que se compromete la realidad del cerebro junto con los ojos, con las manos, con el olfato, y con ellos el corazón, la memoria de tu pasado, la capacidad de reacción, la vivacidad, la claridad. En definitiva, toda la personalidad se ve obligada a comprometerse con otra personalidad. Por eso la fe, el conocimiento por fe –el conocimiento de la realidad a través del testimonio de otro– señala y revela la capacidad de tomar postura y adoptar una actitud justa, humana, frente a lo humano.
Perdona, tú, ¿dónde has nacido? «En Salerno». Ha nacido en Salerno: decir esto es para él un acto de fe, porque no estuvo presente en su nacimiento; o bien, estuvo presente pero inconscientemente. Decir esto es un acto de fe.
La convivencia humana, y por tanto la sociedad con toda su complejidad, la historia y su desarrollo, la cultura en su continuo caminar hacia el horizonte último de las cosas, de la realidad, dependen de este tipo de conocimiento, de este modo de conocer. Si el hombre tuviese que comenzar siempre desde cero y admitir sólo lo que ve, seríamos todavía trogloditas: el hombre tendría que empezar siempre desde cero, nunca podría partir de lo que los otros le han dado. Nosotros de hecho, partimos siempre asumiendo, ¡con seguridad!, la herencia del pasado. Está claro que nosotros podemos elegir entre aquello que consideramos mejor y lo que consideramos peor del pasado. En este juicio se puede errar fácilmente, pero este juicio depende también del corazón, de la pureza del corazón o, como diría Jesucristo, de la pobreza de espíritu. Creo que así he respondido.
Añado una frase. Está claro que son importantísimas las observaciones que he hecho, porque si algo hay más allá de nuestro horizonte, que sea imposible de alcanzar, llegados al umbral en el que la realidad por su propia naturaleza se convierte en una incógnita, llegados por tanto al umbral de lo que se llama “misterio”, sólo este método nos puede permitir conocer algo de él. ¿Y cómo podremos verificar que eso que llegamos a saber del misterio a través del testimonio de uno que viene de más allá del horizonte último, y que entra en el mundo humano, es verdadero? ¿Cómo podremos saber que lo que nos revelará es justo? Lo sabremos sólo por el hecho de que potencia lo humano. Si potencia todo lo humano, se dé como se dé, se confirma como verdadero.

Pregunta. Usted hacía en el libro una distinción entre la fe como definición y la fe tal y como surge, tal como comienza. Quisiera entender mejor este punto (p. 60).
Giussani. El nexo entre la fe como definición y la fe como... puesta en acto.
Giancarlo Cesana. Puedo leer una respuesta que has dado en ¿Se puede vivir así?, de modo que vayamos familiarizándonos con el acento del libro que, como veréis, es muy fácil de entender, puesto que es un diálogo. Entonces, empezando desde lejos: «Pongamos que tú vas en un tranvía y el conductor es un tipo normal y, abriéndote camino, vas hasta él porque te gusta ir delante en el tranvía, y te quedas allí mirando al conductor que hace tra-trac, tra-trac... usando la manivela. Luego, cuando vuelves a casa, no le dices a tu mujer: “¡Sabes, he tenido un encuentro!”. “¿Qué encuentro?”. “Con el conductor del tranvía”. Pero supongamos que mientras estás ahí con el conductor, éste frena el tranvía de golpe porque se le ha cruzado uno corriendo, abre la portezuela y le grita: “¡Cabrón!”. Y este último corre detrás del tranvía, se sube en la siguiente parada, se abre paso y llega a tu lado, cerca del conductor –que empieza a temblar un poco– y le dice: “Perdone, pero ¿por qué me ha llamado cabrón? ¿Cómo puede saber usted que yo soy un cabrón?”. El conductor le dice: “Perdóneme, pero me ha horrorizado tanto el que usted pasara de repente por delante, que lo he dicho como increpación... pero, también, ¡usted debe tener más cuidado!”. “No, no, usted tiene razón, yo soy un cabrón. Porque, mire, yo me casé; luego me fui a Inglaterra, a Londres, para trabajar durante dos años y cuando volví mi mujer tenía un niño. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar?”. El conductor hace un gesto, y el otro continúa: “¡Pues me quedé con él! Pobre niño, él no tenía la culpa, me quedé con él. Sólo que el niño creció y había que mandarlo primero a párvulos... y mi mujer me dice: ‘Mandémoslo con las monjas para estar más tranquilos’. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar? Yo le dije: ‘¡Mandémosle con las monjas!’. Y después de párvulos vino la escuela elemental y mi mujer me dijo: ‘Dejémosle ahí con las monjas’... Que me cuesta... me cuesta un ojo de la cara; usted sabe cuánto cuestan los colegios privados... pero le dejé con las monjas. Después de la escuela elemental, la escuela media también con las monjas... qué quiere que le haga, soy demasiado bueno de corazón y le dejé allí con las monjas, pagando, ¡pagando un ojo de la cara! y mi mujer que no se lo merece. Acabada la escuela media mi mujer me convence: ‘Que vaya a la escuela superior’. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar? Yo le apunté al colegio y un colegio privado ¡Eh! Así que ¡cuánto me ha costado este hijo! ¡Pero la semana pasada ya no pude más! Me dijo mi mujer: ‘Mira, ha terminado muy bien el colegio. Mandémoslo a la Universidad’. ‘¡Ah no, esto no!’ salté. ‘¡Hasta aquí hemos llegado!’ ¡¡Porque el hijo de una ‘buena mujer’ como máximo puede llegar a conductor de tranvías!!”. Los tres o cuatro que estábamos allí escuchando nos echamos a reír… Más tarde, al llegar a casa, le digo a mi mujer: “¡Sabes, hoy he tenido un encuentro curiosísimo!”. ¿Esto es correcto, sí o no? Porque es un tanto excepcional encontrarse con algo así».
El texto continúa señalando la «Segunda característica del acto de fe: el hecho del que se parte, el encuentro que se tiene, lleva consigo algo excepcional. Pero, prestad atención: ¿Cuándo puede decirse que algo es excepcional? Realmente ésta es una observación que no sé si es más dramática que cómica –amigos, la naturaleza, al estar creada por Dios, es capaz a veces de ser cómica–, porque nosotros sentimos que una cosa es excepcional cuando corresponde con las exigencias más profundas por las cuales vivimos y nos movemos.
Hay exigencias profundas que dan una finalidad al vivir, al razonar, al moverse: algo es excepcional cuando corresponde al criterio con el que se vive y se juzga todo, cuando corresponde a los criterios con los cuales se vive la vida, o con los que uno querría vivirla, cuando corresponde a los deseos más profundos del corazón que la Escuela de comunidad llama “experiencia elemental”. Cuando corresponde a las exigencias más hondas del corazón, es decir, aquellas con las que se vive y se juzga todo, cuando corresponde a las exigencias más naturales y plenas del corazón, cuando realiza lo que la vida espera, entonces es excepcional. Para ser excepcional un encuentro tiene que corresponder a lo que tú esperas. Eso que tú esperas debería ser natural, pero parece tan imposible que suceda lo que tú esperas que, cuando sucede, es algo excepcional» (pp. 44-46). Por tanto, ésta es la segunda característica del acto de fe.
Y luego hay un «último punto: la respuesta». Cuando sucede este hecho excepcional, ¿qué respondemos?
«Amigos, en cualquier acto verdaderamente humano, pero sobre todo cuando dicho acto humano está frente a su destino, ¿cuál es la característica suprema del acto humano? Acordaos de Péguy. Dios nunca obliga a nadie: ¡la libertad!
Frente a algo en lo que todo resulta tan excepcional, tan claro, que nos corresponde tanto –“si no creo en Ti no puedo creer en lo que ven mis ojos”, es la sabia de la postura de san Pedro–, surge la pregunta “¿Quién es éste?” y, ante la respuesta que da Pedro, uno puede asentir o no: adherirse a lo que Pedro dice o bien marcharse como se fueron todos los demás.

La única respuesta racional es el sí. ¿Por qué? Porque la realidad que se propone corresponde a la naturaleza de nuestro corazón más que cualquier imagen nuestra, corresponde a la sed de felicidad que nosotros tenemos y que constituye la razón del vivir, la naturaleza de nuestro yo, la exigencia de verdad y de felicidad. Cristo corresponde a esto, de hecho, más que cualquier imagen que podamos construir. Piensa lo que quieras. Dime de alguien que sea más que este hombre tal como lo describe el Nuevo Testamento. ¡Dímelo, si eres capaz de imaginario! Es imposible: corresponde al corazón más que cualquier posible imaginación» (pp. 50-51).
Giussani. Lo que acabamos de decir tiene sólo un inconveniente: para comprender que el barolo es un buen vino, es necesario beberlo, y de una determinada manera, con cierta cautela, pero hace falta beberlo. A través de la experiencia de lo que este libro afirma, a través de nuestra experiencia, es como uno comprende que fuera de Cristo es imposible vivir, tal como dijo san Pedro en el capítulo sexto del evangelio de san Juan: «Tampoco nosotros comprendemos lo que Tú dices, pero si nos alejamos de Ti, ¿a dónde iremos? Sólo Tú tienes palabras que explican la vida». Es experimentándolo como se entiende. Y puesto que es el único desafío que se os hace, os conviene, antes que pretender adheriros a otra cosa, verificar este desafío, es decir, experimentarlo, seguirlo de tal modo que se convierta en experiencia. Entonces os resultará habitual constatar en vuestras jornadas acentos o momentos álgidos de vuestra experiencia que no se pueden encontrar al margen de esta hipótesis, que serían inimaginables desde una postura distinta.
Cuando estaba en la barca aquella noche, Él estaba tan agotado que dormía y ni siquiera sentía la terrible tempestad –que suele llegar de improviso sobre el lago Tiberiades, también hoy, cuando el viento arrecia. Entonces se decidieron a despertarle: «¡Maestro, ayúdanos que nos hundimos!». Él se levanta, hace un gesto al mar, a la tempestad, y todo se aquieta. Aquellos hombres que eran sus amigos, aquellos siete u ocho que iban continuamente a su casa desde hacía ya meses, que sabían todo de él –padre, madre y todos los antepasados–, aquellos amigos, atemorizados, se decían, entre ellos: «Pero, ¿quién es éste?». La desproporción entre cómo se presentaba aquel individuo y lo que podían imaginar con su fantasía era tal que se sentían obligados, aun conociéndole, a decir esto. La misma pregunta, idéntica, le hicieron dos años después sus enemigos, que habían agotado antes todos sus intentos de respuesta, y al final le preguntaron: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? ¡Dinos de dónde vienes!». Y tenían sus datos, sabían los datos de su nacimiento.
A veces parece imposible que un hombre pueda evitar, pueda escabullirse del reto tan dulce e imponente de estos hechos. Después uno se mira atentamente a sí mismo y comprende: ¡Vaya, es verdad que el hombre puede escapar! Porque el hombre es impostor. Dice Jesús: «Todos vosotros sois malos»; lo dijo en un momento triste, pero era triste también la constatación, y era una constatación: «¡Todos vosotros sois malos!».

Pregunta. ¿Puede explicamos mejor qué entiende por esperanza cuando dice: «Si la fe es reconocer una presencia cierta, si la fe es reconocer una presencia con certeza, la esperanza es reconocer la certeza para el futuro que nace de esta Presencia» (p. 136)? ¿Qué entiende Ud. por esperanza?
Giussani. No recuerdo cómo he desarrollado el tema (porque todavía no he releído el libro), pero agradezco a Dios la certeza que me ha dado; y como dice san Pedro: «Sabed dar razón de la esperanza que hay en vosotros». Imaginemos a un niño que tenga que atravesar un torrente profundo, y que está con su padre, consciente de la fuerza de sus brazos... ¡Siempre le ha tenido en brazos! También una vez, cuando fue a recoger heno y le llevó consigo, su padre había llenado la banasta de heno y el niño quería ayudarle, y no dejaba de molestarle diciendo: «¡También yo quiero llevar un poco de heno, papá!». Y el padre, al final, se decidió: sacó un puñado de heno y lo puso en las manos del niño, y de este modo tardó una hora más en llegar hasta su casa, ya que normalmente solía coger al niño y ponerle encima del heno... El niño sabe bien que su padre tiene brazos fuertes; tiene terror a pasar por ese pequeño puente (lo digo porque a mí todavía me aterra pasar por esos peñascos), pero el padre le dice: «Te tomaré en brazos». El niño va ahora en brazos y ya sin ningún miedo: por una presencia; una presencia que asegura un paso que todavía no se ha dado, pero que va a llegar, que sucederá.
Imaginad a la viuda de Naín, a aquella mujer que seguía el féretro de su hijo único, y además era viuda, a la que Jesús salió al encuentro y no le dijo inmediatamente: «Te devuelvo a tu hijo: ¡hijo, levántate!». Lo primero que le dijo fue «Mujer, no llores», con una frase que parecería incluso necia, desde cierto punto de vista, porque ¿cómo se puede pretender que una mujer en esas condiciones no llore? ¿Cómo es posible? Este pequeño hecho anterior al gesto sublime que Jesús realizó después es señal de que el amor con el que se dirigía a los hombres era un amor personal, una piedad profunda, conmovida: era caridad. Como se explica en ¿Se puede vivir así?, la caridad, la caridad de Dios hacia el hombre, es un amor conmovido; si no fuese conmovido no sería divino. Se puede ir a quitar barro o a distribuir dinero sin conmoción alguna. La conmoción es el índice de la participación profunda, del modo profundo de compartir que tiene una persona.
No se vive para morir, se vive para vivir; tanto es así que incluso la muerte –como decía Huizinga–, al ser parte de la definición de la vida, parte integrante de la definición de la vida, también es un paso, es el umbral hacia una vida más plena, más profunda.
Está claro que si yo tengo un presente seguro, desde este presente seguro puedo planear para el futuro proyectos sabios y, por consiguiente, adecuados a lo que tengo. No era éste, sin embargo, el aspecto que nos interesaba de la pregunta. Esto es evidente: la esperanza, psicológicamente, se funda en un presente, siempre. Es algo que tienes en el presente lo que te permite proyectar con certeza el futuro. Certeza hasta un cierto punto, por lo que tu proyecto debe ser bien cauto, tu fantasía debe estar bien gobernada, no debe constituir una pretensión; sin embargo, de hecho, estructuralmente, la esperanza es tener un presente que permite formular una hipótesis para construir el futuro. No es algo opcional, porque el hombre vive para el mañana, no vive el instante como una prisión en la que acaban todos sus deseos; sólo un borracho puede vivir así; un borracho en muchos sentidos, por muchos motivos, pero siempre y sólo un borracho, como dice una frase hallada en los papiros encontrados en Osirinco, en Egipto, puesta en boca de Jesús: «Vine a ellos, pero los encontré a todos borrachos: nadie tenía sed». Ibsen lo tradujo en otros términos: con la imagen de una habitación en la que nunca estaba su dueño. Y el dueño, el hombre, al final, exclama: «Señor, tú eres el sol del universo, siempre has iluminado mi habitación, pero no has encontrado nunca en ella a su dueño. Por eso la has iluminado inútilmente; la has iluminado y calentado en balde». De todos modos, dentro de ciertos límites, el impulso por construir el fututo, por edificar, por crear un organismo y aprovechar el tiempo, no se puede reprimir. Más aún: ¿por qué vivimos hoy? Por el mañana, para un mañana. No puedes negarlo: si no respondes, si te quedas callado, es como si estuvieras muerto. ¡Ya estás muerto!
En cualquier caso, la pregunta nos interesaba sobre todo respecto a lo que nos dijo Cristo, Aquel que vino desde más allá de la última orilla, que viene a nosotros desde la otra orilla, para decirnos: «Estáis aquí reunidos, amontonados en esta ribera de la tierra. Coméis a duras penas, todo es yermo, todo acaba en la aridez, pero yo os llevaré a la otra orilla, a la ribera donde habrá un verdor perenne». La certeza de Jesús que yo tengo ahora me hace capaz de esperar el futuro con seguridad. La esperanza consiste en saber aguardar el futuro con seguridad: aguardar el futuro, es decir, algo que debe venir, con seguridad. No “dentro de ciertos límites”... o mejor, sí, “dentro de ciertos límites”, que aparentemente son límites: dentro de los términos del designio de Dios, de la voluntad del Padre, que es una voluntad infinita y eterna. Sin la perspectiva de lo eterno incluso el abrazo más amoroso –escribe Claudel en El zapato de raso–, incluso el abrazo más tierno se convierte en premonición de muerte. Y, como dice Rilke, «Todo conspira para callar de nosotros,/ un poco como se calla/ una vergüenza, un poco como se calla, quizás,/ una esperanza inefable». Aquello para lo que hemos sido hechos es algo que no se logra decir, que se puede presentir pero no se puede decir: cuanto más la vida corre cercana a Cristo, consciente de Su presencia, tanto más este presentimiento se convierte en regla y norma, en fuente de vitalidad creativa. Sin embargo, los poetas, decía ya desde el Liceo, los grandes poetas son todos profetas: recorres muchas páginas, y en un momento dado encuentras un verso, una estrofa, una página en la que verdaderamente es a Dios a quien profetizan; todavía más: a Cristo. Precisamente porque parten de lo humano y porque es humana la imagen que trazan, son profetas de Cristo, de Dios hecho hombre. Y estudiar la literatura –tal y como la he estudiado yo, gracias a Dios– hace que el estudio se convierta en la participación en un relato extraordinario.
Esperar en vano: ¿hay algo más cruel que esto, hay algún final más tremendo que éste? La vida no es una tragedia, pero es trágica, como fue la última palabra que dijeron sobre la vida los grandes pensadores y poetas griegos, que representan lo mejor de la literatura humana. Sólo con el cristianismo deja la vida de ser trágica para convertirse en dramática. La dramaticidad consiste en la relación entre un yo y un tú: como la de Jacob, la del Jacob bíblico, cuando llegó por la noche a aquel vado, hizo pasar a los siervos, las mujeres, los niños y los animales, y después le tocó a él. Ya estaba todo oscuro y él aún así quería pasar; pero una mano le paró, y luchó durante toda la noche con el Ser misterioso, hasta que al amanecer el Ser misterioso le venció, golpeándole en la pierna, de modo que anduvo cojo durante toda su vida, señalado con el dedo. ¿Quién vive, quién vive tratando de realizar la conciencia de la gran Presencia? San Pablo dice: «Ya comáis, ya bebáis, recordad que todo es gloria de Cristo». Comer y beber: la comparación más banal que podía usar, más allá caería en lo vulgar.

Pregunta. En el texto decías que la gran cuestión es volver a ser como niños, volver a los orígenes, volver a ser precisamente como Dios nos ha hecho. Después añadías algo –para explicarlo– y dabas la definición de moralidad: «vivir en la actitud con la que Dios nos ha hecho» (p. 162-163). ¿Puedes aclarar esta relación?
Giussani. Os responde mi amigo Carlo.
Carlo Wolfsgruber. Vuelvo a leer la frase citada, porque así se comprende mejor: «Por ello la gran cuestión es volver a ser como niños, la gran cuestión es volver al origen, la gran cuestión es volver a ser como Dios nos ha hecho. En efecto, ¿qué es la moralidad? La moralidad es vivir en la actitud con la que Dios nos ha hecho». Este pasaje es la respuesta a una pregunta que está más arriba, y que dice: «Pero Dios, cuando vino, ¿por quién fue reconocido?». Esto es: la gran cuestión es volver a ser como niños, es decir, ser morales, vivir en la actitud con la que Dios nos ha hecho.
Como primer comentario, lo que más impresiona es que esta actitud en la que Dios nos ha hecho es la actitud que tenemos frente a toda la realidad, y por tanto también frente al problema de Cristo: no es un problema abstracto, es decir, una idea, no es un problema teórico, sino que es tomar postura frente a un hecho que está presente en la realidad. Tan cierto es que Cristo es una presencia en la realidad, que la actitud justa que permite reconocer a Cristo es la misma actitud que resulta justa frente a toda la realidad, frente a mí mismo, frente a mi madre, ante las cosas que tengo o deseo tener, ante los demás, ante los amigos, ante la realidad, en resumen. Reconocer a Cristo requiere tener cierta actitud justa, moral; pero esta actitud moral es la misma que nos permite tener una relación justa con todo.
Entonces, vamos a ver en qué consiste esta actitud justa. Lo dice aquí: es la actitud del niño. En un momento dado explica qué es esta actitud, en la asamblea que sigue a la exposición, y dice: «El niño es apertura, curiosidad y adhesión». Por tanto, la actitud moral, tener una actitud moral frente a la realidad, que es la actitud que te permite además reconocer a Cristo, quiere decir tener ante la realidad apertura, curiosidad y adhesión. En una palabra, me parece que se podría decir: no tener prejuicios, es decir, no ser irracionales, no estar dominados por la irracionalidad del prejuicio. Porque el prejuicio es irracional, a mi entender, al menos por dos motivos: en primer lugar, porque pretendes conocer algo que no sabes, pretendiendo saberlo de antemano –por tanto, es una contradicción evidente–; y, en segundo lugar, es irracional porque normalmente lo que crees saber ya de algo que no sabes es simplemente lo que piensan los demás, ni siquiera es una idea original tuya.
En cualquier caso, «la gran cuestión es volver a ser como niños» y ésta es la moralidad. Después el texto aplica esta postura a la relación con Cristo. Si me permitís, lo leo: «Todos los apóstoles eran así, menos uno que iba detrás de él –era totalmente igual que los demás, más aún, estaba lleno de iniciativa, hasta el punto de que Jesús le había encargado del dinero: le había hecho administrador del grupo–; pero éste no iba detrás de él con esos sentimientos, sino esperando otra cosa. También los apóstoles esperaban otra cosa, esperaban que Jesús trajese por fin el reino de Israel, que el reino del pueblo judío dominara el mundo y ellos ministros de este mundo; sin embargo –aunque tenían la mentalidad de todos, las mismas imágenes– tenían un apego a Jesús más agudo que estas imágenes, al que habían permanecido fieles. Tanto es así que cuando Jesús resucitado se encuentra con ellos por primera vez, le dicen “Maestro, ¿vas a instaurar ahora el reino de Israel?”, como si no hubiese muerto, como si no hubiese pasado nada; reproducen la mentalidad de todos. Y Jesús pausadamente responde: “¡No es así! El tiempo de estos acontecimientos sólo lo conoce el Padre”. Y ellos son tan niños delante de Jesús que no insisten, no están apegados a la pretensión de que Él responda a sus preguntas tal como las habían imaginado, sino que están unidos a él más profundamente de cuanto estaban apegados a sus opiniones, con toda sencillez. El gran peligro que todos corremos es que nuestras imágenes prevalezcan por encima de la espera que Dios ha despertado en nuestro corazón y que Cristo ha renovado, o mejor aún, nos ha precisado. ¿Cómo la ha precisado? La ha precisado como relación con Él: “Confiad en mí”» (p. 162-63).
Hay un pasaje de un libro que se llama Moralidad, memoria y deseo –es el que más me ha impresionado–, que describe con otras palabras lo que quiere decir esta apertura, esta curiosidad y esta capacidad de adhesión sin prejuicio. Dice: «En la relación entre un hijo y su padre, en la relación entre un discípulo y su verdadero maestro, el hijo y el discípulo viven todo desde el interior de esa relación». Así es, ésta es la postura original en la que consiste la moralidad.

Pregunta. Ud. afirma que todo el problema de la inteligencia de la realidad se encuentra en el episodio de Juan y Andrés, en el primer capítulo de san Juan, cuando siguen a Jesús que ha sido indicado por el Bautista. Después dice que el fundamento de la verdadera moralidad está en el vigésimo primer capítulo de san Juan, cuando Cristo pregunta a Simón “¿Me amas?”, y él responde: “Tú sabes que te amo” (cf. p. 200). Quería que me explicase estas dos cosas.
Giussani. En ese texto quería resumir simplemente en dos puntos (Jn 1 y Jn 21) lo que es la verdadera dinámica del hombre que Cristo ha traído al mundo y que ha llegado a ser experimentable para cada uno –cuando está llamado a experimentarlo–. Porque lo que no está en el presente, en la experiencia presente, algo que no esté de algún modo en la experiencia presente, no existe: sólo de la experiencia presente, sólo de lo que está puede afirmarse como ser. Nuestra desorientación, religiosamente hablando, consiste en que no tenemos una percepción del cristianismo como una realidad presente en la experiencia actual. Mientras que, para vivir, nosotros juzgamos, partimos... de una experiencia presente. Lo que no está presente en la experiencia no existe: si existe, debe estar presente de algún modo. Incluso la estrella más lejana, aunque no la viésemos, por el hecho de existir reflejaría una luz en el orden actual de mi presente, y me daría la posibilidad de un punto de vista que de otro modo no tendría.
Quería resumir en dos puntos todo lo que Cristo nos ha traído y que nosotros estamos llamados a experimentar como valor real de Su persona, es decir, como valor real del misterio de Dios que ha entrado en nuestro mundo y que sigue presente ahora, aquí y ahora. La misericordia de Dios en la historia –dice el Papa– tiene un nombre: Jesucristo.
¿Cómo comenzó, cuál es el punto exacto, la página literaria e histórica en la que se narra cómo el problema de Cristo se planteó en la historia? ¿Cómo se planteó por primera vez en el mundo? Mirando las escenas evangélicas podemos tomar conciencia de lo que debemos hacer en el presente, de lo que necesitamos ahora para comprender lo que Cristo es para la vida. Jesucristo no puede ser un nombre abstracto y, sin embargo, lo es cuando no corresponde a nada de lo que experimentamos. El cristianismo es el anuncio de que Dios se hizo hombre, está presente y ha entrado en nuestra experiencia; siendo esto así, hay algo que falta en nuestra observación, hay algo que nuestra atención no capta porque lo borra antes, lo da de lado encarnizadamente, lo censura para poder formar parte de la masa que nos rodea.
El primer instante en que este problema se planteó en el mundo –histórica y cronológicamente–, fue cuando dos galileos fueron a escuchar a Juan Bautista, que era famoso en todo el mundo judío de entonces, cosa documentada incluso por otras fuentes, además del Evangelio, también por fuentes paganas: tras ciento cincuenta años de ausencia, por fin había llegado el profeta. Todos acudían a él: amigos, enemigos, fariseos, gente del pueblo. Estos dos galileos fueron a verle. Imaginaos cómo estaban allí, con la boca abierta por las cosas que le oían decir; no comprendían todo lo que decía el profeta, pero estaban impresionados por su rostro, por su tono de voz, por los ecos de su pensamiento. En un momento dado, al observarle, vieron que se fijaba en un joven que se marchaba, tomando el sendero que iba hacia el norte, a la derecha del río, y se puso a gritar: «¡He ahí el que quita los pecados del mundo!». La gente, en general, no hizo caso; estaban acostumbrados, oyéndole hablar, a verle de vez en cuando gritar frases incomprensibles, sin conexión con lo que había dicho antes o con lo que diría después. Pero aquellos dos, observando dónde se fijaba la mirada de Juan Bautista, fueron detrás de aquel hombre, de aquel hombre joven y, no atreviéndose a acercarse más, le siguieron. «Él se dio cuenta de que le seguían y en un momento dado se volvió y les dijo: “¿Qué buscáis?”. “Rabí, ¿dónde vives?”. “Venid y lo veréis”. Se fueron con él y permanecieron allí todo aquel día. Era alrededor de la hora décima (las cuatro de la tarde)». Pero no especifica nada más. Inmediatamente después, el relato evangélico dice –sin conexión alguna, como se hace tomando apuntes, como hace uno que apunta en un cuaderno notas de días pasados; precisamente eran apuntes de uno de los dos, ya viejo, Juan–: «Volvieron a su casa y Andrés se encontró primero con su hermano, que venía de la playa porque había estado pescando, y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías”». No dice antes “por qué”, “qué había dicho” ese hombre, “cómo” lo había mostrado, ¡no! Imaginaos a los dos sentados mirándole mientras hablaba, y de ese modo «jamás nadie había hablado». Estaban tan impresionados por la excepcionalidad de aquel hombre joven que casi no respiraban. Cuando volvieron, se fueron en silencio. Imagináoslos cuando volvieron a casa, en silencio. Andrés entró en su casa donde estaban su mujer y sus hijos, y la mujer le dijo: «Pero, ¿qué tienes? Estás distinto. ¡Esta noche estás distinto!». Y él sin responder, y quizás abrazándola sin decir nada; ella jamás se había sentido abrazada así en toda su vida. Y entonces dice: «¿Pero qué te ha pasado?». Y él le contestaría lo que después le dijo a su hermano Simón: «Hemos encontrado a un hombre que dice ser el Mesías». Le repitió algo que Jesús había dicho, sin tener ninguna duda: «Si no creyera en ese hombre, ya no creería ni a mis propios ojos, ya no podría creer a nadie: soy distinto, ¡me he vuelto distinto!». ¡Dios mío, qué verdad es esto! Cuántos de vosotros lo podríais decir: «Me he vuelto distinto. No diríais: “¡Era ciego, ¡y ahora veo!”, ni: “Era cojo, ¡y ahora ando!”; pero decís: «Soy distinto: no sé cómo decirlo, pero es así...».
Imaginad, tras semanas en las que esta conversación se repitió, y tras meses no sólo de diálogo sino de convivencia con Él: eran testigos de todo lo que decía y hacía, pasaban días, semanas callados, sin hacer comentarios, porque aquella presencia excepcional, aquella presencia misteriosa había atrapado toda su atención. Hasta que, tres o cuatro meses después, llegó esa noche –porque Él iba a pescar con ellos, además de hablar con ellos durante el día, iba a pescar con ellos por la noche–, la noche de la que hemos hablado antes. Hacia el alba la tempestad amenazó con hundir la barca y aquel hombre «increpó al viento y al mar y se hizo una gran calma», entre ellos, atemorizados, se decían: «¿Quién es este hombre?».
Así surgió el problema cristiano en el mundo, de este modo preciso: en un tiempo y un espacio precisos. Modo que después se comunicó a los amigos a los que lo contaban, a los familiares y a los amigos del pueblo a quienes se lo decían; y muchos de ellos corrían a escucharle y exclamaban: «Ahora yo también digo: “Jamás ha hablado nadie así”. Lo digo porque lo he visto, porque lo he escuchado con mis oídos. También yo lo repito: nadie ha hablado así jamás». De uno a otro, a otro, y a otro, ha llegado hasta mí, este acontecimiento ha llegado hasta mí, hasta ti, hasta vosotros: ¡está aquí! Y os juro que todos nosotros pasaremos y Él estará todavía entre los que vendrán aquí a estudiar Matemáticas o Filosofía, o a escuchar un “sermón” sobre Él: es lo mismo, ¡lo mismo! Ahora volveréis a casa, y no podréis echarlo de vosotros. Lo podréis echar si no pensáis en ello. Pero si pensáis en ello, aunque no comprendáis nada, pediréis como el Innombrable de Manzoni: «Dios, si existes, revélate a mí», con la actitud más consciente que un hombre agnóstico pueda tener. O, más sencillamente, diréis: «Señor, ¡haz que yo también comprenda algo! ¡Ven, Señor, también a mí, a mi casa, porque comprendo que la paz del mundo, la bondad del mundo, el gusto del mundo, el gozo en la vida dependen del cambio que Tú traes al mundo!». Porque no existe ningún partido, ningún Presidente de la República, ningún dinero americano, ninguna victoria sobre el muro de Berlín, ninguna conquista del Este europeo por parte de Occidente, ninguna victoria de los japoneses o de los chinos, no hay nada en el mundo que pueda cambiar al hombre: esta Presencia sí. «Ya no soy como antes; sigo siendo el de antes, pero ya no soy el mismo que antes; yo veo, Señor, cosas que esta gente no ve; haz que también las vean ellos». ¿Cómo es posible hablar así? Uno habla así no porque sea un exaltado, sino porque reconoce que es verdad, ¡porque es verdad! Porque, si tenéis hijos, ¿qué les dais sino esto? ¿Por qué motivo les traéis al mundo? (De hecho, hoy muchos piensan que es irracional traer hijos al mundo). ¿Por qué? No hay un “porqué”. La presencia de Cristo nos trae continuamente el “porqué” de la vida.
El segundo punto (Jn 21), tratado análogamente a lo que hemos visto, merece una reflexión todavía más atenta, que haremos en otra ocasión.

Pregunta. Querría comprender por qué dice Ud. que «la experiencia del céntuplo aquí y ahora pasa a través de un sacrificio de lo inmediato» y que «la experiencia de una posesión mayor, de una posesión verdadera, acontece a través de una distancia» (p. 299-300).
Giussani. Yo digo siempre a mis amigos que no se puede establecer una relación verdadera con nada y, sobre todo, con nadie, si no implica un sacrificio. Imagínate que para establecer una relación verdadera entre tú y yo haya que superar seis metros. En estos seis metros, a cada centímetro, aparece algo que me invita a detenerme, que me llama de algún modo. Si yo me paro, no llegaré nunca hasta ti; si me detengo en esa apariencia, si me voy tras ella, me extravío y no recorro el trecho que me separa de ti. Si a cada paso hay una apariencia que pretende detenerme, yo debo dejar de lado esa apariencia para llegar hasta ti. Dejar de lado una apariencia siempre es un sacrificio para el hombre –también en el caso de una apariencia dolorosa–, supone siempre un desgarro. Hace falta liberarse de lo aparente: la apariencia actúa como un pegamento que te retiene maliciosa o bonachonamente, incluso felizmente, pero te retiene. Lo aparente sin más es un presente falso. Por ello, ¡ay de quien apoye en ello su futuro! Es lo contrario de la esperanza, es el origen de la desilusión. La apariencia sin más es el principio de la desilusión. Si yo me fijo en una cosa cierta –¡cierta! –, concreta y evidente: por ejemplo, que tú estás aquí y quiero llegar hasta ti... Si un joven quiere ir a ver a su novia, porque sabe que es buena, sabe que le quiere (podría incluso haber cometido un error, pero él sabe que la quiere y que su error no es la última palabra sobre su relación con ella), debe dejar todo lo que le sujeta del brazo para retenerle: debe soltarse e ir, librarse e ir. Y cuando llegue ante el rostro de su novia, esa apariencia –porque esa también es una apariencia– le atraerá cien millones de veces más que las otras. Si, en cambio, se dejase llevar por su instinto lo echaría todo a perder; si se abalanzara instintivamente, sería como una violencia... sí, como una posesión efímera. Esa posesión te traiciona, te transforma en la garra de un animal que hiere, que desfigura el rostro del otro: ¡dos o tres años después ya no será como antes! En el sentido de que se acabaría el atractivo, moriría, muere lo que se despertó dentro de ti.
Con Cristo sucedía lo contrario: cada día que iban con Él crecía lo que se había despertado en ellos. Y sigue creciendo, crece hasta el punto de que me conmueve a mí después de dos mil años. Él está aquí y ahora, sigue atrayendo mi humanidad, aquí y ahora.
No se puede establecer una relación de conocimiento y de afecto verdadero hacia una cosa o una persona sin que suponga un sacrificio, sin arrancarse de algo, sin separarse de la simple apariencia. Hay algo más allá de la apariencia que debe emerger, hacerse concreto, hacerte cambiar, arrancarte de lo que pretendería aprisionarte, cambiar la relación. Entonces puedes formar verdaderamente una familia, puedes comenzar una familia de un modo verdadero. Imaginaos todas las noches, no cuando rezáis el Ave María juntos (que a menudo no rezáis), sino cuando te das la vuelta en la cama hacia el otro lado y piensas: «También hoy me he dejado llevar por tantas objeciones y por la desazón; sólo resiste en mí una cosa, una memoria, una imagen: la conciencia de una Presencia, de Uno que está presente en mi vida». Porque la memoria es la conciencia de una Presencia: la presencia de algo que comenzó en el pasado –por eso se llama memoria–, pero que alcanza el presente. Esto es lo que purifica tus pensamientos y hace brotar de nuevo la esperanza. Aquello para lo que estás hecho, aquello por lo que has encontrado a tu mujer, por lo que has tenido un hijo, vencerá, es lo que está destinado a vencer todas tus objeciones y desazón, por la fuerza de Otro, por la fuerza del Ser. En efecto, la vida no te la has dado tú, tu mujer tampoco la has hecho tú, el niño no es tuyo, y todo ello pertenece a Alguien. Si piensas en Aquel al que todo pertenece, tan presente que está haciendo tu carne en este mismo momento (recordad el décimo capítulo del primer libro de la Escuela de comunidad, El sentido religioso; volvedlo a leer, pues el capítulo décimo supone un reto siempre; no es presunción la mía; es más sencillez que presunción) te vas purificando. Es este pensamiento de Cristo lo que te purifica. Entonces rezas: «Dios te salve María, llena eres de gracia... Que yo vuelva a nacer, renazca de tu misericordia como de tus entrañas, María, nació el Dios hecho hombre», y te quedas en paz.
El sacrificio no te permite olvidar nada, lo abraza todo, y culmina en el gozo; a veces, culmina en el gozo. Es impresionante que ésta sea la última palabra que Cristo dijo antes de morir a sus discípulos –y por consiguiente a todos los hombres– en aquel terrible anochecer, al culminar ese momento dramático que narran los últimos cuatro capítulos de san Juan: «Os he dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado». ¡Retémosle, veamos si es verdad, si es posible gozar de esa alegría! ¡Pero viviendo nuestra experiencia como Él nos dice! Y viviendo como Él nos dice, permanecemos pobre gente como todos los demás; pero gente que ya no juzga a nadie, pues es consciente de sus propios límites, y que tiene la posibilidad de gozar de lo que en términos normales y cotidianos se llama alegría: «Manifestaré que yo soy Dios por la alegría de su corazón». La palabra “alegría” debería suprimirse de todos los vocabularios, porque el hombre normalmente no disfruta de una alegría verdadera: del contento sí, pero de la alegría no, y el gozo es imposible para el hombre excepto a la luz de Cristo, de la certeza que Cristo nos trae.
Hemos hablado al estilo del texto. Pero antes de marcharnos me permito leer media página del diálogo que he tenido con los bachilleres en Cervia hace algunas semanas. Antes de comenzar hemos cantado las Sevillanas del adiós (me han dicho que todavía no las habéis aprendido; aprendedlas porque son bellísimas). Dice: «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, cuando un amigo se va y va dejando una huella que no se puede borrar. No te vayas todavía; no te vayas, por favor, que hasta la guitarra mía llora cuando dice adiós. / Un pañuelo de silencio a la hora de partir, a la hora de partir porque hay palabras que hieren y no se pueden decir. / El barco se hace pequeño cuando se aleja en el mar. Cuando se aleja en el mar y cuando se va perdiendo, ¡qué grande es la soledad! / Este vacío que deja el amigo que se va. El amigo que se va es como un pozo sin fondo que no se puede llenar». Imaginad a este hombre que está en el muelle y se despide del amigo que se va en una barca; se va, se aleja, hasta que desaparece en el horizonte. Desaparece en el horizonte, pues la línea del horizonte no se puede traspasar, el pozo ya no se puede llenar, y uno se queda solo. El cristianismo es lo contrario: es el hombre que está solo, allí en el muelle, pero espera, porque en él todo espera; y he aquí que en el horizonte aparece un punto, un punto que viene hacia la orilla; se agranda, se agranda, se agranda... es un barco, en el que en un momento dado se ve al barquero, se entrevé al barquero. Va llegando, llegando... y atraca; y el hombre que llega abraza al hombre que estaba en la orilla. «Aparece un punto en el horizonte, sobre la línea del horizonte. Es este barco. Este barquito, que es un punto lejano, cada vez se hace mayor; a los ojos del hombre atento que lo mira se hace cada vez más claro, hasta que se perfila también lo que este barco lleva dentro, y se ve a un hombre, el barquero, sentado. El barco se acerca a la orilla, atraca, y el hombre que estaba esperando abraza al hombre que llega. El cristianismo nace así, como el hombre que espera que abraza al hombre que llega; llega desde el horizonte que de otro modo permanecería enigmático y desconocido». El hombre que llega es Dios que se ha hecho hombre.

Tantardini. Gracias.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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