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Huellas N.04, Abril 2019

PRIMER PLANO

La Europa real

Ubaldo Casotto

Una Unión que rechaza su historia, que no quiere oír hablar de cristianismo, que solo conoce a los «hombres en abstracto». Las relaciones entre los Estados, la Iglesia, las migraciones...
Pierre Manent, un euroescéptico enamorado del Viejo Continente, explica por qué hay que volver a empezar por la «comunidad de ciudadanos y la educación común»


Pierre Manent, 69 años, profesor de Filosofía Política en la École des Hautes Études en Sciences Sociales del Centro de investigación política Raymond Aron y profesor visitante en el Departamento de Ciencias Políticas del Boston College, piensa que -lo escribió en una ocasión en el diario Le Fígaro- «los europeos se prohíben amar aquello que son». Se le define convencionalmente como "euroescéptico", pero esta etiqueta, como todas, reduce su pensamiento y su sentimiento. Sin duda, no resulta indulgente a la hora de enjuiciar a las instituciones europeas. Por ejemplo, en su opinión las elecciones al Europarlamento suelen ser más la ocasión de hacer exámenes políticos internos a los diversos países que la elección de los representantes de los ciudadanos en el continente. El resultado es un híbrido que define duramente como «el teatro europeo», que no es ni el Parlamento de las "naciones de Europa" ni el de "Europa más allá de las naciones".
Precisamente esta posición crítica es lo que le convierte en un interesante interlocutor para hablar de Europa, porque obliga a profundizar en las razones de la unidad que se está buscando con tanto esfuerzo. Porque el suyo es el euroescepticismo de un hombre que, en cambio, ama profundamente a Europa.
De hecho, comentando el discurso de Benedicto XVI en el Colegio de los Bernardinos en 2011, dice: «Encuentro de una ironía deliciosa que sea precisamente el Papa, ese que a ojos del racionalismo moderno representa la superstición, la renuncia a la razón, el sacrificio del intelecto, quien devuelva a un primer plano la cuestión de la razón». Y añade que este discurso «abre una perspectiva que renueva nuestra visión de conjunto del desarrollo occidental, dando una contribución a la reflexión no solo de los católicos, sino de todos los que estén interesados en entender qué significa Europa, porque ofrece una síntesis nada ecléctica entre la Europa que recibió la filosofía y la Europa que recibió el cristianismo».

Profesor, entre los europeístas han saltado las alarmas por el avance en los sondeos de partidos soberanistas y populistas. Al margen de lo que realmente quieran decir estos dos términos, y prescindiendo también por un momento de cómo la integración europea ha salido adelante en los últimos quince años, ¿sigue teniendo sentido la idea de Europa? ¿Cuál es su frontera? ¿Qué es lo que la une?
La idea, no lo sé, pero Europa sin duda tiene una realidad y un sentido. Es el conjunto dinámico de las naciones europeas, resultado de una historia, es un estilo de vida, una civilización propia de este conjunto de países. Esta es la realidad de Europa que hay que preservar y difundir, y también hay que defenderla de la ficción teatral a la que me refiero. La Unión Europa tiende demasiado a menudo a construirse en contra de la Europa real, porque rechaza a las naciones y su historia. Por ejemplo, no quiere oír hablar de cristianismo, la religión de Europa, y trata de sustituir las formas de vida propias de Europa por una administración de derechos humanos. No quiere conocer más que a los "hombres en general".

Abortado el proyecto de una Constitución europea, ¿insistir en hablar de sus raíces judeo-cristianas tiene razón de ser o es arqueología cultural?
Se puede discutir sobre el sentido y el uso de la palabra "raíces", pero lo importante es subrayar que la cuestión cristiana, la cuestión del cristianismo, la tenemos delante. ¿Los europeos quieren un continente donde el problema de Dios quede confinado al espacio privado, digamos íntimo, donde deje de ser un problema considerado y debatido en el espacio público? Europa es el conjunto humano donde la cuestión de Dios se ha debatido con más intensidad, profundidad y libertad. Si permitimos que esta inmensa energía espiritual e intelectual se desvanezca en una indiferencia nihilista, viviremos una vida mutilada. Añado que los únicos que mantendrán el nombre de Dios en el espacio público europeo serán entonces los musulmanes. ¿Realmente queremos que la única religión que tenga presencia pública en Europa sea el islam?

Benedicto XVI pronunció un gran discurso en el Colegio de los Bernardinos, donde el origen de la unidad cultural tenía el soplo y el respiro de un hecho presente y capaz de orientar hacia el futuro. Fue hace diez años, pero parece de otra época. ¿Es la Iglesia que ha decaído, o la historia está tomando otro rumbo?
La Iglesia atraviesa una crisis, o mejor dicho una prueba de una naturaleza e intensidad inesperadas. Sin duda, la Iglesia siempre ha estado herida por los pecados de sus miembros y especialmente de sus sacerdotes y obispos. Pero a esta prueba, digamos habitual, se añade otra que procede -creo yo- de la historia reciente. Fundamentalmente, con la apertura al mundo llevada a cabo tras el Concilio, la Iglesia ha ido perdiendo progresivamente el sentido de su misión, la conciencia de su naturaleza de "sociedad perfecta" cuya misión -guiar a los hombres a la salvación- requiere una disciplina y rigor inagotables. Se ha debilitado. La Iglesia renuncia a su misión pública de predicar la salvación si, cuando habla a la humanidad, no hace más que predicar la compasión humanitaria. La Iglesia superará esta prueba si sabe recuperar el sentido de la misión que le es propia.

En el imaginario de muchos, Europa quiere decir Occidente, pero la división entre este y oeste es históricamente reciente, de hace apenas cincuenta años. Tras el sueño consumista en algunos países, como por ejemplo la República Checa, los jóvenes se inscriben cada vez menos a los programas Erasmus, mientras que ciertos gobiernos vuelven a mirar con simpatía a Moscú. ¿Qué está pasando y por qué?
El sueño consumista, como usted dice, corrompe todas las sociedades, dentro y fuera de Europa. No hay que sorprenderse por el hecho de que Europa se fragmente, que algunas naciones, grupos de naciones, tengan perspectivas diferentes sobre la situación de Europa, la sociedad que hay que construir, el papel de la religión. Lo más importante es que los distintos países europeos, a pesar de sus divergencias, se traten con un mínimo de benevolencia y comprensión. Respecto a Rusia, una parte de la opinión pública comete el error, en mi opinión, de convertirla en el enemigo número uno de Europa y en el objeto de todas las sospechas y denuncias. Pero otra parte de la opinión pública comete el error de ver en el régimen ruso un modelo a imitar, un régimen capaz de preservar los valores europeos que las democracias occidentales han olvidado. El régimen ruso es demasiado despótico y la religión está demasiado sometida al poder para que se pueda mirar razonablemente a Rusia como un futuro deseable para el resto de Europa.

Siguiendo con la división entre este y oeste, en una ocasión Alain Finkielkraut dijo: «Cuando era joven, Europa me dejaba frío. No la veía como una casa común sino como un dispositivo. Más tarde, al leer a Kundera, Havel, Milosz, Brandys y Kolakowski, fue cuando empecé a sentirme profundamente europeo». ¿Está de acuerdo? En el fondo, también Juan Pablo II decía que a Europa, tal como estaba construida, le faltaba un pulmón.
Igual que Finkielkraut, yo también me siento «profundamente europeo». Pero este sentimiento tan arraigado e intenso, nutrido también por una hermosa y profunda literatura, no puede por sí solo generar y guiar una política europea. Tenemos que distinguir entre el orden de la civilización, que forma como una orquesta en la que cada nación toca su partitura para producir junto a las demás una sinfonía sin director de orquesta, y el orden político propiamente dicho, que se basa en la acción de las diversas naciones, en su colaboración y rivalidad, y que conlleva por tanto la desigualdad entre las potencias, los intereses, la astucia, la fuerza, pero también la devoción y el sacrificio. Ya seamos del norte o del sur, del este o del oeste de Europa, debemos amar la extraordinaria diversidad de la vida europea.
El fenómeno migratorio asusta a muchos. ¿Puede ayudarnos a analizarlo razonablemente? En el debate público sobre inmigración se procede según estados de ánimo o prejuicios. Por una parte, el miedo al que es diferente; y por otra, una apertura acrítica. Sin razón no hay democracia, en cambio se lanza a la opinión pública dos ideales abstractos: una sociedad cerrada y fuertemente identitaria («primero nosotros», es el eslogan de los populismos de derechas) contrapuesta a una sociedad universalista donde toda identidad se diluye en la indiferencia. ¿Es posible un equilibrio entre estos opuestos?

Tiene usted razón, asistimos a una batalla de abstracciones o eslóganes. Unos dicen: «Abrámonos al mundo»; los otros: «Estamos en nuestra casa». De hecho, estamos al mismo tiempo en casa y en el mundo. Hay que saber plantear la cuestión en términos políticos. El problema entonces es cuál es el punto de partida político para nuestra reflexión. Respondo de manera categórica: tenemos que partir de la comunidad de ciudadanos, de nuestras naciones democráticas que se gobiernan por sí mismas y dan a sus ciudadanos una educación común. Por tanto, no hagamos nada, no digamos nada que deslegitime a nuestras naciones: eso supondría destruir la estructura base de una vida humana capaz de justicia. Por tanto, este cuerpo cívico puede conducir a una política migratoria más o menos generosa o más o menos restrictiva, en función de una serie de parámetros que deben considerarse con una amplia y prudente deliberación. Diferentes políticas migratorias pueden ser igualmente legítimas, pero una vez más no destruyamos la legitimidad de la democracia nacional que se autogobierna. Por eso soy crítico con el pacto de Marrakech, que parte del principio de que el fenómeno fundamental no es la vida cívica de los estados sino los movimientos migratorios. Las migraciones se presentan como el hecho principal de nuestra época, un hecho que tiene a su favor la justicia y la fuerza, y que los estados por tanto deben facilitar por todos los medios posibles. Creo que esta es una perspectiva equivocada y muy dañina.

Toda nación tiene su propia identidad, pero también es verdad que toda identidad, igual que toda persona, crece y se desarrolla, sigue siendo ella misma y al mismo tiempo cambia. En una defensa sombría de esa identidad a menudo se usa la religión. ¿Pero no le parece que cierto nacionalismo resulta tan secularista como el laicismo ilustrado y que por tanto los católicos deberían estar atentos a ciertos cantos de sirena?
No tengo la sensación de que los católicos sean tan sensibles a las sirenas nacionalistas. Pero lo cierto es que se les ve turbados por el incremento de un laicismo agresivo y sin duda por el asentamiento cada vez más visible del islam en el espacio público. Se sienten marginados de la vida común. Y no saben muy bien cómo afrontarlo.



 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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