María Zambrano, Albert Camus y Zygmunt Bauman. Breve antología de tres autores europeos que reflexionan sobre un ideal que «nos resulta irrenunciable»
Lo único que no puede morir
La unidad que percibíamos se nos fue pulverizando, deshaciéndose en una encadenada pluralidad. Los múltiples estilos parecen tener un carácter común, ligereza alada que no aplasta al hombre, que no lo esclaviza. Pero no es suficiente. La unidad se nos aparece como un problema. ¿En qué consiste? ¿A qué se debe? ¿Cuál es su principio? No podemos reposar en ninguna evocación de la vida europea, por rica que sea y por mucho que nuestra nostalgia la demande. Ella misma, su imagen sensorial, su imagen casi física, lo que podríamos llamar la carne de su vida, nos lanza de sí y nos lleva a preguntarnos por su estructura interna, por su verdadera contextura. Europa no puede reducirse a un fantasma dócil al conjuro de la imaginación. No nos deja en paz, no nos deja descansar en su traslúcida presencia. No se resigna a ser fantasma; quiere, sin duda, ser devuelto a la vida. Y en ella entra poniendo en marcha nuestro entendimiento.
Y es que el amor no se calma con fantasmas. Tiene hambre de realidad, necesidad de «presencia y figura», de íntegra claridad, de entendimiento. Ir a descubrir qué haya sido en verdad Europa no es para nosotros más que ir a descubrir lo que de ella nos resulta irrenunciable. O mejor, para explicarnos bien qué es eso irrenunciable, que nos mantiene en angustioso anhelo, tenemos que intentar ver qué ha sido Europa, encontrar sus ejes, sus principios, el armazón que ha hecho posible su crecimiento y plenitud.
Se trata de explicarnos, de aclararnos lo que seguimos sintiendo vivo, aunque nos digan que ha muerto o está en trance de morir. Se trata, también, de recoger lo que de Europa actúa aún y tiene vigencia, en algunas conciencias al menos; en aquellas que no están dispuestas a adherirse al triunfo de la fuerza, por la única razón de que lo es.
Pero tratando de encontrar la esencia de eso que llamamos Europa, de eso que no aceptamos -seguir viviendo nuestra vida sin su vida-, buscaremos también el principio de su posible resurrección. En suma, y dicho con cierta audacia de la que solo el amor nos dispensa: Europa no ha muerto, Europa no puede morir del todo; agoniza. Porque Europa es tal vez lo único -en la Historia- que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar. Y este principio de su resurrección será el mismo que el de su vida y el de su transitoria muerte.
María Zambrano, La agonía de Europa (Mínima Trotta, Madrid 2000, pp. 41-42)
Podemos recuperar esta solidaridad en cualquier momento
Existe una Europa burguesa, individualista, la que piensa solo en su frialdad, en sus restaurantes, que dice «yo no voto». Es la Europa burguesa, es cierto. Esa no quiere vivir. Sin duda declara que sí quiere vivir, pero ha puesto a la vida en un lugar tan bajo, como para negarle la posibilidad de proseguir en la historia; vegeta, y ninguna sociedad sigue vegetando durante mucho tiempo. En todo esto no veo nada que sea expresión de la medida clásica. Solo veo un nihilismo individualista, el que consiste en decir «no queremos ni romanticismos ni excesos, no queremos vivir en las periferias ni conocer el sufrimiento». Si no queréis vivir en las periferias ni conocer el sufrimiento, entonces no vivís; y, sobre todo, vuestra sociedad no seguirá viva.
La gran lección que nos llega del Este, y lo digo siendo formalmente contrario a la ideología de las democracias populares, reside precisamente en el sentido de participación en un esfuerzo común, y no hay ninguna razón para rechazar su ejemplo.
Desde este punto de vista no comparto para nada una Europa burguesa. Por el contrario, aprobaría una posición que sostuviera: «Conocemos el otro término, lo hemos vivido, lo viviremos cuando sea necesario, y podemos decir que lo hemos vivido porque hemos pasado por sucesos que nos han permitido conocerlo». Hubo, en efecto, una solidaridad nacional francesa y hubo una solidaridad nacional griega, en el sufrimiento. Esta solidaridad podemos recuperarla en cualquier momento y no solo en el sufrimiento. Si reflexionamos a conciencia sobre aquella experiencia, estoy convencido de que entenderemos mejor la noción de "medida", concebida como la conciliación de las contradicciones y, en particular, en el ámbito social y político, como la conciliación de los derechos y deberes del individuo. La posición de la Europa burguesa, en cambio, reivindica únicamente los derechos del hombre. Claro está que son derechos que tenemos que defender, pero esto no implica la negación de los deberes. Y viceversa. No aceptamos los deberes del hombre que se defienden en el Este, si conllevan la negación de todo aquello en lo que se fundamenta el derecho del hombre a ser lo que es. En este sentido, creo que podríamos buscar fórmulas sociales que procuren esta especie de equilibrio difícil de mantener, dejando bien claro que el equilibrio al que nos referimos no puede ser, por definición, cómodo. Cuando, al hablar de un hombre hoy, decimos que es «equilibrado», lo hacemos con un tanto de desprecio. En cambio, el equilibrio requiere un esfuerzo y un valor continuos. La sociedad que tenga este coraje será la verdadera sociedad del futuro. Por otra parte, en mi opinión, ya empieza a manifestarse en distintas partes del mundo y por tanto no sería demasiado pesimista. Existe la esperanza, viene del helenismo que fue el primero en definirla e interpretarla de forma emocionante a lo largo de los siglos. Hoy podemos esperar que esta semilla siga dando sus frutos y nos ayude a encontrar las soluciones adecuadas a los problemas que tenemos.
(Traducción nuestra del italianov: Il futuro della civiltá europea, Castelvecchi, 2012)
Cf. A. Camus, «L’Avenir de la civilisation européenne» [1955]
(en Articles, préfaces, conférences (1949-1956), en Oeuvres completes, vol. III. París: Gallimard, 2008, colec. La Pléiade; p. 1011)
Nosotros y nuestra civilización transgresora
Cuando escuchamos la palabra "Europa", no nos queda inmediatamente claro si esta se refiere a la realidad territorialmente confinada, sujeta a la tierra, dentro de fronteras meticulosamente descritas en tratados políticos y documentos legales aún por revocar, o a la libre esencia que no conoce límites y que desafía toda sujeción o restricción espacial. Y es la dificultad o más bien imposibilidad de hablar de Europa a la vez que se separan clara y limpiamente la cuestión de la esencia y los hechos de la realidad lo que distingue un debate acerca de Europa de la mayoría de conversaciones comunes acerca de entidades con referencias geográficas. (...) Geográficamente, Europa nunca ha tenido fronteras fijas, y es probable que continúe sin tenerlas mientras la "esencia" continúe existiendo, ya que ha sido libre o solo superficialmente sujeta a un terreno cualquiera en el espacio. Y siempre que los Estados de Europa tratan de imponer sus fronteras "continentales" comunes y contratan a guardas fronterizos sólidamente armados y a oficiales de inmigración y aduanas para mantenerlas, nunca parecen sellarlas por completo o hacerlas resistentes o impermeables. Cualquier línea que circunscriba Europa será siempre un reto al resto del planeta y una invitación permanente a la transgresión. Europa como ideal (llamémoslo "europeísmo") desafía la propiedad en monopolio. No se le puede negar al «otro» puesto que incorpora el fenómeno de la «otredad»: en la práctica del europeísmo, el esfuerzo por separar, expulsar y externalizar se ve constantemente socavado por la atracción, admisión, acomodación y asimilación de lo «externo». Hans-George Gadamer lo consideró la «particular venta-ja» de Europa: su habilidad de «vivir con los otros, de vivir como el otro del otro», la capacidad y necesidad de «aprender a vivir con los otros incluso si los otros no eran así». «Todos somos otros y todos somos nosotros mismos». La vida europea se conduce en la constante presencia y en la compañía de los otros y de los diferentes, y el modo de vida europeo es una continua negociación que se mantiene a pesar de la otredad y la diferencia que divide a aquellos ocupados en la negociación y a los que esta afecta.
Tal vez es por esta internalización de diferencias que marca la condición de Europa que (como memorablemente afirma Krzysztof Pomian) esta llegase a ser el lugar de nacimiento de una civilización transgresiva: una civilización de transgresión (¡y viceversa!). Podemos decir que si se mide por sus horizontes y ambiciones (aunque no siempre por sus hechos), esta civilización, o esta cultura, fue y sigue siendo un tipo de vida que es alérgico a las fronteras, y ciertamente a toda fijeza y finitud. No tolera bien los límites, es como si estableciese fronteras solamente para señalar su incurable deseo de traspasarlas. Es una cultura intrínsecamente expansiva: una característica unida al hecho de que Europa fue el único lugar que, además de ser una civilización, se llamó a sí misma civilización y se vio como civilización, esto es, como un producto resultante de una elección, una intención, una organización, y por tanto transformando la totalidad de las cosas, ella misma incluida, en un objeto en-principio-inacabado, un objeto de escrutinio, crítica y tal vez de acción reparadora. En su versión europea, la "civilización" (o "cultura", un concepto difícil de separar del de "civilización" a pesar de los sutiles argumentos de los filósofos y de los menos sutiles esfuerzos de los políticos nacionalistas) es un proceso continuo -siempre imperfecto y sin embargo obstinadamente en lucha por la perfección- de rehacer el mundo. Incluso cuando el proceso se realiza en nombre de la conservación, la irremediable incapacidad de las cosas de quedarse como están y su costumbre de desafiar exitosamente toda reparación indebida a menos que sean reparadas debidamente es la suposición común de toda conservación.
Se ve, incluso por los conservadores, como un trabajo por hacer, y ciertamente la suposición es la principal razón para ver ese trabajo como un trabajo aún por hacer.
Zygmunt Bauman, Europa. Una aventura inacabada (Losada, Oviedo 2006, pp. 19-21)
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