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Huellas N.02, Febrero 2019

PRIMER PLANO

Lo que no se parece a nosotros no es una amenaza en sí mismo

Pierre Lucien Claverie

«La verdad se hace real cuando es acogida y vivida, encarnada» La vida de Pierre Claverie, obispo de Orán y uno de los mártires recientemente beatificados en Argelia, estuvo habitada por una verdadera “pasión por los otros”, por el conocimiento del otro, del que es diferente. Un hombre enamorado de Cristo que gastó su vida en favor de una convivencia «posible y real»

Las diferencias culturales, sociales y religiosas nos plantean situaciones en las que la convivencia es todo menos algo obvio. La convivencia se realiza solo cuando es realmente deseada y cuando estamos dispuestos a pagar un precio por ella. Sabemos además, por experiencia cotidiana aquí en el Magreb como en otros países, que se han establecido relaciones personales y amistades que han desafiado y desafían todas las provocaciones racistas y los anatemas políticos o religiosos. A este nivel, la convivencia es posible y real porque algunos hombres han sabido salir de sus guetos y sus "burbujas" y se han relacionado con otros hombres.
Estos encuentros son la garantía de un posible futuro común. Generalmente, se dan entre hombres libres que no se sujetan a las normas y los vínculos de sus grupos. Han rechazado los prejuicios y a veces los juicios inmutables sobre los demás, que vienen de sus tradiciones, anteponiendo a ellos el acercamiento y el conocimiento de las personas. Así han descubierto y han aprendido a estimar a los demás a través de lo distinto. Ya no pueden decir "los árabes", "los africanos", "los judíos", "los cristianos". sin pensar inmediatamente en ese amigo árabe, africano, judío o cristiano, que les ha liberado de los tópicos racistas y asesinos. (...) No se puede hablar de convivencia ni reflexionar sobre las condiciones de su posible realización sin esperar que estas relaciones personales se multipliquen, se profundicen y formen la trama de una sociedad renovada y plural, donde sea que los hombres estén llamados a cohabitar con sus diferencias. Pero para salir de nuestros guetos y "burbujas" hace falta abrir ciertas puertas dentro y fuera de nosotros. Si los encuentros que tenemos se revelan dificultosos y superficiales, cuando no llegan al rechazo, es porque nuestras puertas están cerradas todavía y nos impiden un verdadero conocimiento del otro. A veces, incluso puertas que creíamos abiertas se vuelven a cerrar violentamente a causa de ciertas circunstancias imprevistas: una crisis económica, una campaña xenófoba, una instrumentalización política de ciertas dificultades locales, una batalla ideológica. El punto de partida para una convivencia no puede ser más que una apertura acompañada de un conocimiento verdadero y exigente. Nuestra fe nos invita a ello cuando nos enseña a buscar en los demás la riqueza que el Señor ha puesto en ellos, riqueza espiritual y cultural en sus distintas facetas. Cada pueblo, cada cultura, cada religión, encierra en sí un aspecto del misterio de la vida, que es un misterio divino que nadie llega a conocer del todo. (...)

Reflexionando sobre cómo «dar razón de nuestra esperanza» (1 Pd 3,15-16), el Consejo ecuménico de las Iglesias definía así en 1980 la misión cristiana:
Testimonio: proclamar el amor de Dios y su reino de una manera conforme a ese amor, un amor tejido de fuerza y sufrimiento, que respeta la dignidad y los tesoros espirituales de nuestros hermanos musulmanes y de todos los hombres.
Servicio: la diaconía de todos los seres humanos en dificultad es parte integrante de nuestra vocación cristiana. Servir es compartir el amor de Dios y su reino mediante gestos de amor. En este nivel de servicio a los hombres es donde los cristianos y los musulmanes pueden vivir sus encuentros más significativos.
Diálogo: nosotros buscamos el aspecto positivo de nuestro interlocutor, esperando que él también vea el nuestro. En la medida en que el diálogo tiende a establecer relaciones entre los hombres, abatiendo los muros que los separan, reforzando y afirmando la comunión entre los hombres, entonces está ligado al servicio y a la presencia.
Presencia: concebimos la presencia cristiana como una vocación a una convivencia buena, llevada con paciencia, alegrándose con los que ríen y doliéndose con los que sufren. Muy a menudo no caben las palabras, pero los gestos hablan mejor que las palabras. (...)

Para que haya diálogo, y no el cruce entre dos monólogos o un diálogo entre sordos, todo debe arrancar de una pregunta. Si solo tenemos que compartir afirmaciones, no pasaremos de un simple nivel de intercambio de información, cuando no entramos en polémica. En ese caso, de hecho, «el diálogo no sería más que un medio para debilitar las convicciones del otro y para intentar reducirlo o derrotarlo», escribe el tunecino Mohamed Talbi, para quien «el modo más seguro para evitar (la polémica) repetir los propios errores o pecados contra el espíritu consiste en renunciar a asignar al diálogo, como objetivo patente y/o escondido, la conversión del otro» (Islam et Dialogue, 1972). Más que reafirmar recíprocamente nuestras verdades, ¿no sería más útil escucharnos y escuchar juntos las preguntas que nos plantean los cambios de nuestro mundo? (...) El preludio del diálogo es la pregunta. No solo un interrogante movido por la curiosidad, sino una pregunta vital, compartida por todos. Entonces, se decide ponerse en marcha juntos para responder a la luz de las respectivas tradiciones religiosas. (...)

No hay diálogo sin convivencia. Y no hay convivencia sin respeto de las diferencias. No hay respeto del otro sin una atención hacia lo que él es, hoy, en su realidad y en sus intenciones. No puede haber atención a la realidad de los demás sin salir de dogmatismos, prejuicios y divisiones del pasado.
En otros términos, no hay diálogo sin verdad. Lo que está en juego en nuestros encuentros depende de la tasa de verdad que contienen y que fundamenta sobre roca nuestras relaciones. Lamentablemente, nuestros diálogos se apoyan en demasiados atajos y reservas mentales. No siempre osamos decir lo que pensamos a aquellos de los que opinamos. Es más fácil decírselo a otros o quedárnoslo dentro, con todo lo que supone: deformación del juicio, amplificación de las reacciones, subida de la tensión y, al final, amargura por no lograr cambiar a las personas o situaciones. Todo esto se da en las relaciones cotidianas, en donde la cobardía compite con la maledicencia cuando la verdad deja de nutrir la amistad.
«No hay que decir cualquier verdad», es cierto. O mejor dicho, no todas las verdades se pueden decir en cualquier momento o de cualquier forma. Soltar una verdad cuando el otro no está en condiciones de recibirla y de sacar todas las consecuencias para su vida y su obrar, determina bloqueos y violencias letales. Todavía no somos lo bastante lúcidos hacia nosotros mismos ni lo bastante fuertes interiormente para acoger la verdad como el mejor servicio que un amigo puede ofrecernos. La fragilidad de nuestras convicciones, la debilidad de nuestra personalidad o de nuestro carácter no siempre toleran contestaciones
o puestas en tela de juicio. Como al salir de una prolongada oscuridad, nuestros ojos se ciegan ante la luz. Para que resulte verdaderamente útil, hace falta proporcionar la verdad a la capacidad de acogerla que tiene el otro. No hay nada hipócrita en esta actitud, porque lo esencial no es afirmar una Verdad trascendental, sino realizarla en seres de carne y hueso tal como somos (...). La verdad no es más verdadera por el hecho de ser proclamada. Es verdadera cuando es acogida y vivida, «encarnada». Debemos hacer posible esta «encarnación». Todos tenemos que comprometernos en el encuentro y el diálogo entre los hombres, entre los cristianos, entre cristianos y musulmanes. Cuando nos esforzamos por analizar las situaciones concretas más allá de discursos inspirados por las ideologías, nosotros estamos haciendo la verdad. Cuando defendemos los derechos de los hombres, de cada hombre, estamos creando el clima de la verdad, al margen del cual no puede haber encuentro ni diálogo. Cuando tratamos de comprender las razones que mueven al otro, partiendo de un conocimiento mejor de su historia (real), de su cultura (viviente), de su religión, estamos creando relaciones verdaderas.
Por tanto, cuanto más profundizamos en la realidad, tanto más las situaciones se revelan complejas y se mofan de eslóganes fáciles. Lo que no es blanco no siempre es negro. Todo lo que no está de nuestra parte, no siempre está en contra de nosotros. (...) No todo lo que no se parece a nosotros es una amenaza. (...) Purificando nuestro conocimiento y nuestra memoria, se aclara nuestra mirada y llegamos a descubrir al otro, a lo mejor en el claroscuro de una visión limitada, pero al final verdadera. (...)
Como cristianos, no podemos rechazar al otro sin traicionar nuestra fe y nuestra identidad, sean como sean, tratando de comprenderles mejor, de servirles mejor y de amarles mejor. Una vez observados y analizados lúcidamente los obstáculos objetivos que hacen de cualquier relación una aventura arriesgada, no podemos sustraernos al compromiso. (... )
Citemos otra vez a Talbi: «Nadie, creyente o ateo, debe hacer trampa con su fe o sus ideas (...). No se trata, por tanto, de buscar a toda costa, por mero espíritu de conciliación (...), soluciones acomodaticias, por un sincretismo superficial que confunde todo el proceso. El diálogo, en este contexto que nos interesa, no es una medida política, no es el arte del compromiso. Se coloca a un nivel superior. Implica una sinceridad total y, para ser fructífero, exige que cada uno de nosotros sea plenamente él mismo, sin agresividad ni compromisos». (...) ¿Vuelve el tiempo de las cruzadas? No. Está claro que reivindicando el derecho a la sinceridad para todos, musulmanes en contextos cristianos y cristianos en contextos musulmanes, debemos andar juntos las etapas de «un difícil encuentro». Si vuelve a aparecer la exigencia de apostolado, intrínseca en cualquier convicción, como dice el mismo Talbi, esta «debe ser purificada de las escorias de la polémica y del proselitismo generador de ceguera. En esta perspectiva, el apostolado se concreta esencialmente en un apertura atenta al otro, en la búsqueda incesante de lo verdadero mediante la constante profundización e interiorización de los valores de la fe y, al final, puro testimonio... Significa que la mejor forma de apostolado es el testimonio de un alma que ha ganado la batalla de la perfección moral. Dicha forma de apostolado es la única fecunda, y la única adecuada a nuestra época, y puede prescindir del proselitismo». Me alegra concluir con esta apelación de un musulmán a todos los hombres de buena voluntad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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