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Huellas N.11, Diciembre 2018

PRIMER PLANO

«Excelencia, dentro de diez años el cristianismo volverá a florecer»

Matteo Severgnini

Es el director de la Luigi Giussani High School de Kampala. Participó como oyente en el Sínodo de los obispos sobre los jóvenes convocado por el papa Francisco.
Este es su relato del mes que ha pasado en el corazón de la vida de la Iglesia, donde la sorpresa de monseñores y arzobispos puede venir de la frase de un chaval


Me invitaron, como oyente, a participar en el último Sínodo sobre “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional". Para mí, que desde hace unos años dirijo la Luigi Giussani High School de Kampala, en Uganda, ha sido como ser catapultado al corazón de la vida de la Iglesia. Durante un mes he participado, con obispos y cardenales del mundo entero, en un gesto que ha nacido de la preocupación del papa Francisco, no solo por el futuro de los jóvenes sino por el de todos.
Estos días en Roma han sido para mí una ocasión verdaderamente única de conversión. He conocido a muchísimas personalidades de todo el mundo, he escuchado decenas y decenas de intervenciones, he participado en círculos menores donde se elaboraban propuestas para el documento final, he podido leer una breve intervención en el aula sinodal. Luego he tenido el privilegio de encontrarme y hablar con el Papa con una facilidad que nunca habría imaginado. Le llevé las cartas que me habían entregado algunos de mis alumnos de Kampala y pude hacerle las preguntas que más me apremiaban. Incluso visité durante un cuarto de hora inolvidable a Benedicto XVI.
De modo que, cuando un amigo me preguntó a quemarropa: «¿Qué significa para ti amar la Iglesia hoy?», no pude evitar pensar en todos los rostros que he encontrado. En el pasado, habría respondido de manera mecánica o formal. Ahora ya no puedo hacerlo. Hoy la respuesta no puede prescindir de esta realidad humana, que es a todos los efectos, con motivo del Bautismo, carne de mi carne. Es un poco como si tuviera que responder a la pregunta de Jesús: «¿Y tú, quién dices que soy yo?». Para decir quién es Cristo para mí, no puedo prescindir del cuerpo físico con el que se me da a conocer. Nunca había reconocido de un modo tan claro y al mismo tiempo dramático la realidad de la Iglesia, tal como es, hecha de hombres limitados como todos.
Otra cosa que pude volver a ver, aun en un contexto tan particular y aparentemente alejado de los dramas cotidianos de la gente común, es la imposibilidad de acallar la necesidad de infinito que arde en todo corazón humano. Cristo es el único capaz de responder de manera leal a este grito. Cada vez que en el aula sinodal intervenía alguien refiriéndose a la presencia real de Cristo en su vida, se generaba un silencio que antes no había. Pienso en el testimonio del cardenal Louis Sako, el Patriarca de Bagdad, o el de Safa Al Abbiaun, un chico iraquí. En ambos aparecía la radicalidad propia del martirio. Era un silencio lleno de la presencia de Cristo, que en ese momento mostraba que existen hombres que viven a la altura de su deseo.

Estos días volvía a pensar en la imagen con que el Papa cerró el Sínodo durante la homilía conclusiva: la del ciego de Jericó, Bartimeo. Él grita, pero nadie le hace caso. Solo Jesús escucha el grito de su corazón y le pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?». Que es algo parecido a la pregunta que abrió el Sínodo: «¿Qué buscáis?». Cristo, ante todo, nos pregunta qué deseamos porque, como dijo el Papa, «la fe brota en la vida concreta», dentro de la situación de cada uno. Y añadió: «La fe que salvó a Bartimeo no coincidía con una idea clara de Dios, sino con buscarle, con querer encontrarle». La fe es fruto de un encuentro. El Sínodo de los jóvenes también ha sido esto para mí: ver un nuevo matiz del rostro inconfundible de Jesucristo. Al terminar los trabajos, Francisco tuvo un gesto que realmente me sorprendió. Después de un mes así, con discusiones, encuentros, testimonios, el Papa volvió a poner delante de todos la santidad de la Iglesia, la Madre. No la adecuación de sus hijos, ni por tanto la de los que estábamos sentados en aquel aula. «Los hijos sí, estamos manchados todos». Que haya una Madre santa es garantía de que cada uno, con su inmundicia, pueda volver a ser abrazado por lo que es. Nadie queda fuera. Por eso, «es el momento de defender a la Madre».
También hubo un encuentro que me llamó mucho la atención, con monseñor Frank Caggiano, obispo de Bridgeport, en Connecticut. Tomó la palabra en uno de los círculos menores y dijo: «Yo no niego que todos estos jóvenes tengan muchos deseos, preguntas, dramas, ¿pero por qué la Iglesia?». Es decir, ¿por qué tendrían que venir a nosotros para encontrar respuesta? Planteó esta pregunta muy en serio, sin dar por supuesto la respuesta. Y luego esa fórmula, “¿por qué la Iglesia?", que se hacía eco del título del libro del Curso básico de cristianismo de don Giussani... Al final de su intervención, me acerqué al obispo americano y le agradecí sus palabras, porque no nacían en absoluto del pesimismo. Le conté una frase que un universitario del movimiento le dijo a monseñor Mario Delpini durante una cena en la que participé en esos días: «Excelencia, dentro de diez años el cristianismo volverá a florecer». El arzobispo de Milán, bastante sorprendido, igual que yo por cierto, le preguntó de dónde podía nacer una afirmación tan perentoria. El chico le contó que había organizado unas vacaciones para los de primero de universidad. Decía que la mayoría ni siquiera sabía hacer la señal de la cruz. Al terminar aquellos días juntos, algunos preguntaban: «¿Pero vosotros quiénes sois? ¿Cómo podéis mirarnos así, estar con nosotros de esta manera?». Y terminaba diciendo que «les dijimos: esto es el cristianismo, esto es la Iglesia». Monseñor Caggiano abrió los ojos de par en par y me contestó: «Eh, sí, es como la Iglesia de los orígenes. La gente se acercaba a los cristianos porque vivían de manera distinta y se encontraban con las personas una a una». Y añadió: «Pero, ¿qué tenían que haber visto para que hubiera decenas dispuestos a morir por su fe?».

El sábado de las votaciones para aprobar el documento final fui a cenar con monseñor Paolo Pezzi y el padre Mauro Lepori. Fue un momento sencillo y maravilloso. Los tres estábamos muy contentos y agradecidos por lo que había sucedido. Formábamos un trío de lo más variopinto: el arzobispo católico de Moscú, el abad general de la Orden cisterciense y el pobre director de una pequeña escuela en Uganda. Sin embargo, sobre todo en la última semana, como me hizo notar monseñor Pezzi, habíamos manifestado una unidad sin haberlo programado. Esos fueron los rostros más familiares, los que me ayudaron a entender, conocer y preguntar. Tanto que algunos se dieron cuenta de esta relación de preferencia y nos buscaban durante las pausas para tomar café con nosotros. Al final nos convertimos, con nuestra pequeñez, en una “realidad identificable”. Refiriéndose a este aspecto, el padre Lepori decía: «Durante el Sínodo, nuestra pertenencia a la vida de CL no se ha expresado de una manera asociativa, sino a través de nuestras personas y nuestras vidas. La contribución del movimiento a la Iglesia está en la experiencia de cada uno, generada por el seguimiento al carisma que genera la posibilidad de encontrarse con todos». Comprendo que esta comunión viene de la experiencia real de que Cristo entra en mi vida y, cuando acontece, me convierte.
El día que regresé a la escuela vino a visitarnos una benefactora americana. Se dedica a financiar proyectos que promueven la educación de las niñas. Yo no tenía mucho tiempo, pero le enseñé nuestra escuela, le expliqué quiénes somos y cómo procuramos educar. Al final, la señora estaba visiblemente conmovida. Me dio por pensar que el origen de su conmoción era el mismo que me conmovió escuchando las palabras del papa Francisco, y el mismo que está en el origen de la gran “maquinaria" del Sínodo. Esta mujer me dijo: «Nunca he visto algo igual». Lo que vio es lo que vieron los universitarios de primero en Roma y también los mártires de la Roma de los primeros cristianos. El cristianismo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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