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Huellas N.10, Noviembre 2018

RUTAS

Valentin Silvestrov. «Algo que nadie ha hecho jamás»

Luca Fiore

«La inspiración no viene de ti. Pero tienes que estar atento para poder acogerla». Nos encontramos con el compositor ucraniano, muy amado por Arvo Pärt y Adorno, que ha devuelto la melodía a la música culta. Pero reivindica su pertenencia a la vanguardia

Si me preguntara por el nombre de un compositor contemporáneo, el primero que le citaría es Silvestrov. Valentin es sin duda el más interesante». Arvo Part, desde hace años el compositor vivo más estimado e interpretado en el mundo, no concede entrevistas; pero en una de las últimas, en el New Yorker, citó el nombre de este amigo suyo ucraniano, nacido en Kiev hace ochenta y un años. Ya en los Sesenta, se había percatado de él Theodor Adorno, el filósofo y musicólogo de la Escuela de Frankfurt: «Mi opinión es que cuenta con un gran talento. No comparto la idea de algunos puristas que consideran su música demasiado expresiva».
Teclead su nombre en Spotify o YouTube y escuchadlo: Valentín Silvestrov. Líneas melódicas sencillas, a veces incluso cantabili. Impensable para un autor nacido y criado en el ámbito de la vanguardia rusa, en cualquier caso de la música culta contemporánea que, en los oídos del hombre común, suena a disonancias y cacofonías. Sin embargo Silvestrov reivindica con fuerza su pertenencia a la vanguardia. En su largo currículo cuenta también con su expulsión de la Unión de los compositores soviéticos a causa de «opiniones burguesas» respecto de la invasión de Checoslovaquia en 1968. De aquella experiencia de exilio nacen sus Silent Songs, en las que pone música a textos de los grandes clásicos del siglo XIX: de Puskin a Lermontov, de Keats a Shelley. Escuchad también las Bagatelas, las Sacred Song y la que se considera como su obra maestra: Requiem for Larissa, la misa escrita por el fallecimiento de su esposa. Este verano el Ravena Festival ha invitado a la Orquesta y Coro de la Obra nacional ucraniana para interpretar su música en la Basílica de San Apollinare in Clase.
Cuando nos encontramos le agradecemos su disponibilidad y le explicamos que Tracce (la edición italiana de Huellas) es la revista del movimiento católico de Comunión y Liberación. Y el maestro pregunta: «Liberación, ¿de qué?».

Un vez la Madre Teresa planteó esta misma pregunta y alguien contestó: «Del pecado»...
Interesante. También escribir música es un tanto vano, pecaminoso. Yo trato de hacerlo de modo que no lo sea, al menos lo intento.

¿Y cuándo no lo es?
Cuando se compone por una exigencia interior y no por otras razones. Por vanagloria o por dinero, por ejemplo. No estoy diciendo que no hay que ganar dinero haciendo música. Digo que la inspiración es un don y no se puede vender. El manuscrito sí se puede vender (se ríe).

¿Qué es lo que le ayuda a ser fiel a la inspiración?
La inspiración no viene de ti. Pero hace falta estar atentos para poder acogerla. Cuando se parte solo de lo que uno quiere, no se llega lejos. Yo tengo esta experiencia: si algo me sale, ya no recuerdo cómo empecé a escribirlo. Quizás sea un instinto, un instinto que no recuerda.

¿Quiere decir que usted se limita a descubrir una música que ya existe?
No, no se puede decir de manera tan simple. Porque entonces acabas diciendo que «fue una fuerza de lo alto que me arrebató. Fue Dios.». No. No quiero decir esto. La obra de arte copia la creación. Tome este árbol: existe y tiene un nombre. No se puede decir que existiera antes de germinar y crecer, ¿vale? Pero en la semilla el árbol ya existe, ya está todo lo que vendrá. El mundo está lleno de estas semillas. Y esto no vale solo para la botánica, sino también para la música. En el ámbito de una música clásica, esto es bastante sencillo de entender.

Sencillo, pero no tanto...
Piense usted en los tiempos de Mozart: existían entonces cánones, que eran como una suerte de recetas de cocina, con los que se escribía: la Fuga, la Forma sonata. Esto daba lugar por un lado a una inercia creativa, por la cual la música acababa sirviendo a la forma; por otro, también estaba Mozart, del que se cuenta que, cuando escribía una sinfonía, la sentía en un instante toda entera en su cabeza. No sé si sería verdad. Pero allí está la idea de la semilla que, sembrada en el oído de un músico que dispone de ciertos cánones, llega a ser árbol. Hoy los esquemas compositivos han saltado y las semillas ya no tienen terrenos seguros en donde arraigar.

Usted fue un protagonista del movimiento de las vanguardias de los años Sesenta. Luego dio la impresión de ir en otra dirección.
Yo nunca he cambiado mi ruta. Siempre he seguido adelante convencido de que, según el espíritu de la vanguardia, es preciso ser libres también de las lógicas de la vanguardia misma.

¿Qué es la vanguardia?
Vanguardia es hacer algo que nadie ha hecho todavía. Cuando hiela el Dniéper, el río de mi ciudad, hay una vanguardia que intenta ser la primera en cruzar el río desafiando el hielo.
Y no intentas alcanzar la otra orilla porque eres vanguardista, sino porque necesitas algo que está allá. Si llegas vivo, demuestras a los demás que se puede hacer. Aquel que te siga no correrá el mismo riesgo que tú. Así ha sido para la música. Cuando se formula un método de composición que se puede enseñar a otros, deja de existir la vanguardia. Se convierte en una forma, como en el caso de la Forma Sonata. Y, al igual que en la música clásica, el canon de escritura no garantiza la calidad de una obra.

Gustav Mahler decía: «La tradición consiste en custodiar el fuego y no en adorar las cenizas».
Arnold Schonberg, el padre de la vanguardia musical, el que inventó la dodecafonía, amaba a Mahler, pero entendía que ya no podía escribir como él. La generación de los años Cincuenta pensaba que Schonberg había envejecido, porque en sus composiciones aparecía, de alguna manera, la melodía. Comparto esa valoración. Pero poco a poco se empezó a creer que la melodía era solo un retorno al pasado y a buscar una pureza de estilo. Al comienzo esto dio ciertos resultados. Luego todo se convirtió en un balbuceo estructuralista.

¿En qué sentido lo dice?
En lugar de un tema reconocible, la melodía, lo importante llegó a ser la estructura compositiva. Contaba solo la calidad de su hechura. Ya no se escribía
música para ser escuchada. Es como si en una poesía se abandonara el significado para hacer emerger tan solo el sonido de las palabras. Había cierta música que trabajaba solo con los timbres. Repito que algún resultado sí se alcanzó.

¿Por ejemplo?
Se dieron pasos de gigante desde el punto de vista técnico, de la orquestación, de las "microdinámicas". Pero cuando escucho este tipo de composiciones al comienzo me doy cuenta de estos aspectos, pero luego me canso. Creo que depende de que no existe continuidad; es como si uno se encontrara en un lugar donde falta el aire. Es como si te mostraran una cosa, luego otra, luego otra más, sin ningún nexo. El tiempo no tiene tensión. No se da un acontecimiento que da paso a otro. Te parece que la música se mueve, en realidad todo es estático.

¿La melodía es la continuidad entre los elementos?
Sí, la melodía no es la "melodicidad". La primera es una invención del hombre, la segunda se encuentra en el viento, en las aves, en el trueno. La melodía tiene que ver con la poesía. Por ello, si yo la quito, elimino un proceso sonoro que ya existe en la naturaleza. Yo puedo repetir fielmente, con los instrumentos, el sonido de un riachuelo que discurre. O bien puedo escribir una melodía que es el símbolo de ese riachuelo. La melodía de Schubert sobre el riachuelo es más pobre desde el punto de vista sonoro, pero es más rica en el plano semántico, del significado. La vanguardia ha intentado reproducir fielmente los sonidos de la naturaleza. Y esto, de alguna manera, ha cambiado la conciencia de las personas, porque volvían a escuchar el riachuelo como si fuera música.

¿Ha cambiado nuestro modo de escuchar el mundo?
Ahora, por ejemplo, estoy aquí sentado y disfruto de la ausencia de música. Mandelstam, Pasternak dicen que no hay música mejor que el silencio. La atención hacia este aspecto se la debemos a la vanguardia. Piense usted en John Cage y en su 4’33”, en el que hace tocar a un pianista cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio. Él sostenía que esa era su obra más lograda. Y no bromeaba.

Se dice que usted escribe música con la actitud de quien pinta un icono...
Antes de que empezara a escribir música sacra, ya la Cuarta Sinfonía, que es muy dramática, la llamé "irónica". En el sentido de que no eres solo tú quien la miras, sino que también ella te mira. Al igual que los iconos. Es una música que te escucha.
¿Qué significa?
La música puede proceder expedita. O bien puede, en cierto sentido, detenerse para escuchar al que la escucha, permitiéndole darse cuenta de lo que acaba de presenciar. Hay que encontrar las justas proporciones en las pausas. Hace falta que la música esté siempre a la espera de sí misma. La espera es un parámetro importante y se puede reflejar en pequeñas cosas.

¿Puede poner un ejemplo?
Tome la secuencia de notas Do-Mi. Es una simple tercera, banal. O bien puede ser una tercera recién nacida, que se puede escuchar como un milagro. Todo depende del contexto en el que se inserta. Hace falta introducirse en el contexto de tal modo que las palabras viejas, Do-Mi, se renueven.

Usted ha escrito mucha música sacra.
Mi relación con este tipo de música no está ligado a la Iglesia. Yo pienso
que estas oraciones famosas, el Aleluya, el Credo, el Himno de los serafines (en eslavo antiguo, ndr.), fueron pronunciadas por alguien concreto en la antigüedad. Son testimonios de su estado de ánimo, poesía de aquella época. Me relaciono con estas palabra al igual que hago con las de Goethe, Lermontov o Puskin. No es mi música la que confiere a los versos su poesía. Esa ya existe. Lo mismo pasa con la sacralidad de las oraciones. Pero si las notas son adecuadas, las palabras sacras lograrán transmitir su sacralidad a la música misma.

¿Hubo un momento en que se dio cuenta de que el cristianismo era importante para usted?
Todavía no se había derrumbado la Unión Soviética, estábamos en la etapa de la Perestroika. Mi mujer, Larissa, y yo estábamos en San Petersburgo y entramos en una iglesia. Yo había leído ya los Evangelios. Escuché predicar a un sacerdote, con un cierto talento, hablaba de la pureza y la verdad. Una homilía sencilla sobre la moral. Sin embargo, me di cuenta de que estaba llorando. Hay veces que te dicen «sé bueno» y te deja indiferente, otras veces te conmueves. Es como si ese sacerdote hubiera tocado el "centro" que regula las lágrimas. Esto es la oración cuando no es formal, se dirige a esos “centros" que, normalmente, duermen en nosotros.

¿Este descubrimiento cambió de alguna manera su modo de hacer música?
¿Quién sabe? No me parece que lo haya hecho de modo particular. No me pasó como a Arvo Párt, que sufrió un vuelco radical. En mí esto actuó como detrás de las cortinas.

Es curioso que usted y Part, ambos exponentes de la vanguardia, ambos nacidos en la Unión Soviética atea, sean conocidos en todo el mundo por su música sacra. ¿No le parece?
Mandelstam escribe: «“¡Jesús!" -dije por error, y ni siquiera / pensé que eran mis labios los que lo decían». Y sigue: «El nombre divino, como una gran / ave se alzó desde mi pecho. / Densa la niebla ondea delante de mí; / a mis espaldas una jaula vacía, abierta.». Yo me encuentro en una situación por la que no puedo responder de modo automático a la pregunta: “¿Eres creyente?". No se puede responder a esta cuestión de una vez por todas. Valerij Lamakh, un amigo artista, que era también filósofo, ha escrito: «Los creyentes ayudan a vivir a los no creyentes y los no creyentes ayudan a vivir a los creyentes». Es una frase que me recuerda al padre de joven endemoniado que le dice a Jesús: «Creo, Señor. ¡Ayuda a mi incredulidad!». Detrás de una pregunta así, no se abre un espacio para una fe inmóvil, sino para un hombre que tiembla.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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