Va al contenido

Huellas N.10, Noviembre 2018

PRIMER PLANO

Como Juan y Andrés

Davide Perillo

Es la chica de origen indio que Julián Carrón citó en los últimos Ejercicios de la Fraternidad de CL. Aquí narramos su historia, su encuentro con el cristianismo, la aparición de un modo nuevo de conocerse a sí misma y a la realidad. «No puedo quitarme de los ojos lo que me ha pasado»

Todavía recuerda la fecha. El 12 de marzo de hace cinco años. Una clase en la universidad. «Allí mi vida cambió, totalmente». Gaia había perdido a su padre recientemente. Un cáncer rápido y feroz que apareció apenas tres meses antes, la noche de San Silvestre. «Yo lloraba. Sufría y lloraba, pensando cómo le había tratado algunas veces, las últimas cosas que nos habíamos dicho, lo último que hicimos juntos». Un dolor fortísimo, agudo, «inconsolable», como suele decirse usando una palabra de la que a veces se abusa, pero que esta vez era real. Todos los intentos de sus amigos por distraerla eran inútiles, todos esos «no te preocupes, pasará. ». Aquel día en clase tampoco era capaz de contener su abatimiento. Se echó a llorar mientras el profesor hablaba y sus amigas de al lado le susurraban «tranquila.». Una chica que no conocía se giró en la fila de delante: «¿Qué te pasa? ¿Estás bien?».
Gaia le habló de su padre y a aquella chica -«nunca la había visto antes, nunca habíamos hablado»- se le saltaron las lágrimas. «Se conmovió. ¡Se conmovió! Esa forma de preguntarme "¿cómo estás?". Nadie lo había hecho. Ni siquiera en el funeral, mientras enterraban a mi padre. Diría incluso en toda mi vida, nadie me había preguntado cómo estaba yo. Era la primera vez que alguien me hacía esa pregunta».
Así fue como Gaia, india por parte de madre y española por vía paterna, que hoy tiene 25 años y vive en un país y en una situación que piden mucha discreción, se imbuyó en algo que nunca antes había imaginado: Cristo. Hemos oído citar su historia en los Ejercicios de la Fraternidad de CL, hace seis meses. Julián Carrón leyó un fragmento de una carta que ella envió a Nacho Carbajosa, responsable del movimiento en España. Su encuentro con el movimiento en Madrid, descubriendo así un modo nuevo e infinitamente más humano de vivir. Su dolor y su intento de alejarse cuando su preciosa relación con un chico tomó una dirección inesperada porque él quería «consagrar su vida a Dios».

Sin embargo, ni siquiera en Londres, donde se mudó, o en la India, donde regresó buscando la felicidad por otras vías, le abandona aquello que había encontrado. «Está dentro de mí», dice en su carta: «Cada día me levanto queriendo ver que Él no me deja sola. No puedo decir que estoy sola. No puedo. Jesucristo debía de ser como vosotros, una persona que ayudaba a los demás a entenderse, a mirar el fondo de su corazón, a conocer el verdadero interior de cada uno, a entender. Exactamente como me sucedió a mí cuando os conocí a vosotros: me entiendo, me conozco más». Y añade: «A veces veo cómo lo trastoco todo. Es como si olvidarme de los pasos que he dado me hiciese más infeliz, me hiciese hasta más tonta.
Pero no puedo olvidarme de lo que ya he vivido, de lo que ya está dentro de mí. Y espero que vuelva a sucederme. Lo busco, miro a la gente esperando que vuelva a aparecer esa mirada, esos ojos. Espero verlo en cada persona que me cruzo». Y en las últimas líneas: «Mi vida es más inquieta, incluso dolorosa, desde que me he cruzado con Él, pero también es algo más: está viva. Es como si Él fuese la fuente de mi vida: yo estaba muerta y ahora vivo».
Otra vida, viva. Otra manera de mirar, ver, tocar las cosas. Si hay una historia que ayuda a ver qué quiere decir don Giussani cuando subraya que «Juan y Andrés, los dos primeros que se encontraron con Jesús, aprendieron a conocer de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad precisamente por el seguimiento de aquella persona excepcional», esa es justamente la historia de Gaia. Seguirla es como hojear las páginas del Evangelio, una tras otra. Ves cómo se va introduciendo otra manera de usar razón y afecto. Algo que empezó justo aquel día de marzo, en un aula universitaria.
Aquella chica que se conmovió con ella se llama Anita. Argentina de nacimiento, vive en Madrid. Esa misma noche recibió un correo electrónico. «Quería darte las gracias por lo de hoy. Me has ayudado mucho cuando me has dicho que nadie puede quitarme este dolor. Pero entonces, ¿por qué tengo tanta necesidad de hablar de ello? ¿Y por qué contigo, cuando me has preguntado cómo estaba? Es como si tú fueras distinta de los demás. Hay algo en tu personalidad que se me escapa de las manos». Luego se lo contará así a un amigo: «Hay una cosa que me dijo que me impactó mucho. "Nadie podrá quitarte ese dolor, pero es signo de que el amor por tu padre es mucho más grande que todo lo que puedas haber hecho o no por él". Nunca nadie me lo había dicho». Se abre una nueva perspectiva.
Unos días después, Anita va a cenar a casa de Gaia. Su madre le habla de sí misma y de su marido, de cómo se conocieron cuando él estuvo destinado en la India con el ejército. Y hace preguntas. Muchas, de todo. «Yo hablaba de cosas que me habían pasado», dice Anita, «y ella: “No, empieza desde el principio."». Anita le cuenta su historia, cómo conoció a gente que la miraba de un modo distinto, que vivía de un modo distinto. El descubrimiento de que aquella diferencia tenía una fuente impensable: eran cristianos. «Recuerdo todos los nombres que pronunció, pues los repetiría mil veces», cuenta Gaia. «Lucía, María, Natalia, Pablo. Hablaba, y yo pensaba: ¡lo que dice de ellos es la misma forma en que me ha mirado ella a mí!».

Anita también contó esa cena a un amigo en una carta. Al leerla, te encuentras con el mismo estupor conmovido. «Llegado un momento, la madre me pregunta: ¿pero entonces crees en Dios? Y yo: sí, pero no en un Dios lejano. Es alguien que me acompaña todos los días». Narra hechos, gestos, amistades. Y mientras lo hace, se da cuenta de que son parecidos a los que relata el Evangelio, Jesús y los discípulos. «Los mismos gestos. Ellas escuchaban con los ojos como platos. Hasta que la madre de Gaia me dijo: “Madre mía. ¿un Dios así? ¿Cómo es posible?". No podía creerlo. Me causó una conmoción inmensa».
Al acabar de cenar, Gaia se giró hacia su madre: «¿Ves? Esta es la mirada de la que te hablaba. ¿Alguna vez se la has visto a alguien?». Antes de despedirse, le dice a Anita: «Tú puedes desaparecer mañana, y yo también, podemos no volver a vernos, pero recordaré esta cena mientras viva». «Entendió mejor que yo qué significa que las cosas son eternas», dirá Anita en su carta.

Desde aquella noche, la vida de Gaia se llena de caras nuevas. Y de ráfagas de preguntas. Sobre los amigos, por qué esa manera habitual de acompañarse, de «aguantar tonterías», ya no le basta. Sobre la relación con su novio, que entra en crisis por el mismo motivo. Repite a Anita lo que ahora también aflora en su corazón cuando está con Javi, Lucía y los demás. «No consigo explicar a nadie lo que me ha pasado estando contigo. Necesito que lo vean».
Poco después se va a Italia, de Erasmus a Pisa. Los primeros días son duros: cambio de país, de idioma, de clases. Todo es distinto y extraño. Gaia lo cuenta con gran lucidez: «Necesitaba esa novedad, ese "¿cómo estás?", otra vez». Lo busca en una iglesia, de la que la invitan a salir porque «estamos cerrando». Se entristece. Sus compañeras de apartamento no la entienden. Le gustaría volver a casa. Hasta que en una clase una chica le toca la espalda: «Perdona, ¿pero eres española?». La había visto escribir un WhatsApp. Se llama Martina, es italiana, empiezan a charlar sobre el curso, los apuntes. «Si quieres, te los paso». «Me llamó la atención. Una desconocida que se ofrecía a ayudarme». Pero el verdadero golpe llega después, al acabar la clase. «¿Tienes algo que hacer? Si no vente, te presento a unos amigos». Se encuentra así en una sala con una veintena de personas que están estudiando, o discutiendo sobre lo que están leyendo o acaban de oír. Ella se queda impactada. «Se notaba una diferencia con todos los demás: eran felices». Le pregunta a Martina quiénes son, por qué parecen tan unidos. «Somos de un movimiento católico, CL. ¿Lo conoces?». «En aquel momento empecé a llorar», le dirá Gaia a Anita. «Les miraba y veía exactamente la misma mirada que había visto en Madrid. Idéntica».

Empezó a estar con aquellos jóvenes, que se convirtieron en «mis ángeles de la guarda». La invitan a la Jornada de apertura de curso en Milán. Gaia va, en parte porque es con un tal Carrón («qué extraña alegría cuando supe que era español»), en parte porque «quería entender qué quería decir con presencia».
Lo que sucede en Milán lo cuenta ella misma en una carta. «Salí alucinada por cómo había hablado de mí, de mis problemas, de lo que me interesaba. Me impactó muchísimo la Magdalena». Pero hay algo que no entiende: «¿Por qué dice Carrón que todo esto era Cristo? En mis amigos he visto eso de lo que él habla, ¿pero por qué Cristo y no simplemente ellos, su humanidad?».
Es una pregunta que la acompaña. Tenaz. «Tenía que entender lo que me había pasado. Se lo repetía continuamente a mis amigos: necesito ir hasta el fondo de la cuestión». De regreso a Pisa, lo primero que hace es comprarse una Biblia «de segunda mano, la única que encontré en español». Y ponerse a leer, cada vez un pasaje, empezando por la Magdalena y esa página que escuchó por primera vez en la Jornada de apertura de curso. «"Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?". Y luego la llama por su nombre: “¡María!". ¡A mí me había pasado lo mismo! “¿Por qué lloras? ¿Cómo estás, Gaia?". ¡Lo mismo!». Luego va hacia atrás, al Antiguo Testamento, los salmos. Cada noche un fragmento, «no podía dejar de hacerlo. Leía, y hablaba de mí. Por ejemplo, todas las mañanas, antes de salir, leía el capítulo 1 del Génesis. Abría la puerta, bajaba a la calle y todo era distinto. Los palacios de Pisa, el cielo, lo que me rodeaba. Un espectáculo. Y luego el Evangelio. Necesitaba leerlo. Era como si no pudiera separarme de la vida de aquel hombre. Tenía que saber más».
Es conmovedor releer algunos correos electrónicos de ese periodo. Un continuo pasar de los textos a la vida, y viceversa. Escribe a un amigo: «Un día leí un libro de la Biblia que se llama Salmos y encontré esto (Salmo 8): "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?...". ¡Qué distinto es mirar todo lo que te rodea cuando reconoces que todo es para ti, que “todo lo sometiste bajo sus pies"!». O también: «“Jesús les dijo esta parábola: ¿quién de vosotros que tiene cien ovejas.?". Lo he oído esta mañana en misa, y no podía dejar de llorar. ¡Eso es lo que Él ha hecho conmigo! Ha dejado a las demás ovejas y ha venido a buscarme a mí, que estaba perdida tras la muerte de mi padre. Ahora empiezo a entender. Empiezo a darme cuenta de por qué Carrón dice que vosotros sois Cristo. Pero necesito saber más.».

Es la vida la que le va respondiendo, tomando la misma forma que esos relatos: un encuentro, un hecho, un atractivo que pasa de uno a otro y que va ensanchando la razón mientras las relaciones se van haciendo más estrechas. Gaia invita a sus amigos a estudiar a su casa. Sus compañeras de apartamento se quedan sorprendidas: «¿Por qué estudiáis juntos? Ni siquiera vais a la misma facultad.». Pero empiezan a quedarse: primero Diletta, luego también Lisa, alemana. Que poco después le dice: «Gaia, estar con vosotros me ayuda a tomarme en serio el Erasmus y mi estudio. Me gusta mucho más estar así que todos los días de fiesta, como quería hacer al principio.».
Lee la Escuela de comunidad continuamente. Va a misa y sale «llorando, porque las lecturas siempre hablan de mí. Estoy en silencio y escucho, con una sensación en el pecho de espera: lo espero todo, absolutamente todo. Espero una palabra nueva de Él. Espero que me siga hablando, que me explique algo nuevo». La visita una amiga suya de España, atea, y ella no deja de abrir la Biblia: «¿Ves? Esto es lo que me está pasando».
Para sus amigos italianos es una provocación constante. Empieza el Adviento. Gaia no sabe nada, nunca ha oído hablar de la Navidad, «nunca había visto el presepe, como llaman aquí al belén». Le explican de qué se trata y ella se lanza a buscar en las páginas del Evangelio. «Hay un punto donde dice: “...y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa 'Dios-con-nosotros'". ¡¡¡Dios con nosotros!!! ¡Dios conmigo! ¿Cómo voy a prepararme para esto?».

La relación con uno de los chicos se hace más intensa. Le conoce en una cena. Él también ha perdido a su padre. También él le ofrece como primeras palabras un "¿cómo estás, Gaia?" que lleva dentro todo. Se enamoran. Y ella, que está impactada por cómo ve a sus amigos estar juntos, que se quedó estupefacta cuando Marco y Martina le dijeron que «en nuestra relación somos tres: cuanto más amamos a Cristo, más nos amamos entre nosotros», empieza a descubrir lo mismo en sí misma. Lo comprende una noche delante del río Arno, cuando llevaba en su corazón el salmo que acababa de releer («cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos») y esa belleza estalló en mil preguntas: «¿Por qué me quieres tanto? ¿Qué he hecho para merecerlo?». Él la mira: «Gaia, Cristo responde». «Nos abrazamos y nos quedamos así cinco minutos», le cuenta ella a un amigo. «Ha sido el momento más verdadero que he tenido nunca con un chico. Y solo estábamos abrazados».
Por Navidad, Gaia se fue a la India a pasar las vacaciones. Su madre le recomendó ser cuidadosa con su familia: los cristianos no son bien vistos en casa. Sobre todo con su abuela. Ella, que se pasó el vuelo leyendo a don Giussani y una Biblia llena ya de post-it («cada vez que encontraba algo que me había pasado a mí, lo señalaba»), se queda descolocada: «Cada vez que me encontraba con algún pariente, siempre me decían lo mismo: “¡Gaia, cómo has cambiado!". Y yo no podía decir por qué, no podía hablar de Cristo.». Igual con la misa. Quería ir en Navidad, encontró en internet la iglesia y los horarios, ¿pero cómo? ¿A escondidas?

Llegó la noche del 24 («una cena normal, para nosotros no era víspera de nada, pero estábamos todos en casa»), y las preguntas de sus tíos y primos la llevan en un momento dado a tomar una decisión. «Me di cuenta de cómo había cambiado todo para mí. Y me arriesgué». Se pone a hablar de Jesús, de cómo lo conoció, de Anita, CL, la Biblia, la misa. «Una hora y media seguida, sin que nadie me interrumpiera». Al final un aluvión de preguntas y objeciones: los curas, el arzobispo... Gaia mira continuamente a su abuela, que parece triste. En una pausa, la sigue hasta la cocina y hablan. «Gaia, no me disgusta el hecho de que me lo hayas ocultado. Es que tienes otra cara. Eres feliz. Y me gustaría mucho entender qué te ha cambiado así. Eso es lo que me disgusta: que no puedo vivir lo mismo». Cuando Gaia regresa a Europa, su abuela la despide así: «Reza». A su mente acude entonces aquella frase: «Cristo responde». Y algo que le decía su padre: «Promete dejarte llevar: lucha, sonríe, baila, estudia, viaja, canta. Todo siempre un poco más. Y no tengas miedo al futuro: debes disfrutar de la vida». «Hoy hay una Presencia que cuando lucho, sonrío, bailo o estudio me hace cada vez más feliz».
Una presencia que no consigue arrancarse del corazón tampoco ahora, cuando la vida la ha llevado a otra parte. Entretanto, lo que contaba en la carta que se leyó en Rímini. Aquel chico fue descubriendo poco a poco que su vocación era otra: la virginidad. Hoy está en el seminario. Fue un golpe para Gaia. Algo que la dejó «un año entero sin ganas de hablar con nadie», como le escribe a un amigo, y que la llevó a intentar «cortar con todo el mundo». Algo que le despertó otras mil preguntas («¿cómo puede un hombre dejar a la mujer que ama por una cosa así? ¿Cómo es posible que no se pierda nada? ¿Qué diferencia hay entre la Gaia que solo se conmovía mirando el cielo y la que ahora está llena de melancolía?»). Pero eran preguntas capaces de abrir, porque convivían con una certeza que ella ya no puede quitarse de encima. «Él dice que con lo que está haciendo me ama aún más. Y para mí no suena abstracto. Lo sé porque las únicas personas que he visto amar tan profundamente tienen una cosa que les hace distintos de los demás: han encontrado a Cristo. Es la única diferencia». Es un juicio de valor plantado en su corazón como un roble. Razón y afecto juntos, sin un milímetro de distancia.
Gaia ha buscado en otros lugares: Londres, la India. Otras relaciones, otros caminos, una filosofía hinduista... Nada. «Voy, escucho, tomo con ellos el té, hago sus lecturas. Pero no explican nada de mí. Y un día me dan ganas de llorar, pensando en Anita, en Javi.», decía hace un tiempo en unos correos electrónicos. «No me puedo arrancar de los ojos lo que me ha pasado. No hay ninguna otra cosa en la vida que tenga el mismo valor».


 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página