Cuarta entrega para profundizar en la figura de Jesús a partir del libro del Papa. Con la parábola del fariseo y el publicano Jesús no se limita a enseñarnos “cómo debemos orar” ni menos aún intenta caricaturizar la oración del fariseo, sino que quiere manifestar que su misericordia con los más necesitados de perdón es infinita
Las parábolas de Jesús son relatos que narran sucesos o historias de la vida real, no son cuentos o fábulas. Por otra parte, la mayoría de estas parábolas –si no todas– están al servicio de su predicación concreta; es decir, no son formas amenas de ilustrar una idea genérica de tipo moral mediante un relato ficticio. Jesús no fue un sabio maestro de ética que intentó inculcar verdades generales con historias fáciles de memorizar. Si Jesús hubiera sido un maestro «que cuenta historias amenas para corroborar una moralidad prudente», el final de su vida jamás hubiera sido la cruz1. En realidad, cada parábola fue pronunciada en una situación concreta, en unas circunstancias determinadas de la vida de Jesús. Y la mayoría con la finalidad de justificar su predicación y su comportamiento. Como afirma J. Jeremias, «las parábolas son –no exclusivamene, pero sí en gran parte– armas de combate»2. Por tanto, para poder entender el verdadero significado de las parábolas es necesario leerlas en el contexto social e histórico en que fueron pronunciadas. Ejemplifiquemos lo que acabamos de afirmar estudiando una parábola concreta: la del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14).
¿Una enseñanza sobre la oración?
El lector sencillo suele pensar que este relato parabólico fue compuesto por Jesús para enseñar cómo debemos orar mediante la crítica de un modo falso de orar. La interpretación usual, por tanto, suele centrarse en el modo de orar de los dos personajes. De hecho, la reconstrucción habitual de la historia narrada es la siguiente: el fariseo y el publicano subieron juntos al templo para orar; el primero se colocó en la primera fila, mientras que el segundo se quedó a la entrada del templo; durante su oración, el fariseo no perdió de vista al publicano. El fariseo ora además con soberbia, como se ve por las palabras que usa en su oración y por su postura erguida. El publicano, por el contrario, reza con humildad: no se atreve a levantar la vista y se golpea el pecho; incluso a veces se le describe postrado o arrodillado.
Comprendida así, la historia resulta inverosímil. En un artículo anterior hemos visto el gran desprecio que los fariseos sentían por los publicanos y el escrupuloso cuidado con que evitaban su trato; por tanto, es muy improbable, sino imposible, que un fariseo tolerase la compañía de un publicano; y mucho menos cuando subía al templo a orar. Además, en el texto, nunca se dice explícitamente que los dos hombres subieron juntos al templo. El único dato que parece sugerirlo está representado por las palabras del fariseo en su oración: «Te doy gracias porque no soy... como ese publicano». Pero, como veremos, estas palabras ni siquiera suponen que el fariseo es consciente de la presencia no lejana de un publicano que también ora.
Por otra parte, creemos necesario señalar que Jesús no intenta caricaturizar la oración del fariseo, a pesar de que así se deduzca de una lectura superficial o se oiga en predicaciones dominicales o catequéticas. Ni siquiera la posición de pie del fariseo–que algunas traducciones prefieren expresar como “erguido”– es prueba de orgullo: esa era la postura normal de los judíos en la oración; así lo confirma el v.13, donde se dice que también el publicano estaba de pie. La única diferencia física entre el fariseo y el publicano es que aquél se coloca más cerca del altar, es decir, penetra más en el interior del recinto sagrado del templo, mientras el publicano se queda lejos, quizá en el atrio más exterior, llamado de los Gentiles.
El trasfondo palestinense de la parábola
Tampoco la oración atribuida al fariseo es una caricatura. Basta citar un ejemplo de oración judía de los primeros siglos de nuestra era, recogida en el Talmud de Babilonia, para ver las muchas semejanzas con la del fariseo de la parábola: «Te doy gracias, Dios mío, porque me has dado mi parte entre los que están sentados en la escuela (donde se enseña la Ley), y no entre los que están sentados en las calles. Porque yo madrugo, y ellos madrugan: yo madrugo para (escuchar) las palabras de la Ley, y ellos madrugan para (ir a) cosas vanas. Yo me afano, y ellos se afanan: yo me afano y recibo salario, ellos se afanan y no reciben salario. Yo corro, y ellos corren: yo corro a la vida del mundo venidero, y ellos corren a la fosa de la perdición» (bBerahot 28b). Como el orante judío que pronunciaba esta oración, el fariseo de la parábola de Jesús da gracias a Dios por no ser como los demás hombres pecadores, es decir, atribuye su virtud, su hallarse en el buen camino, a Dios. Incluso no envidia a los otros, a pesar de que quizá, aun viviendo a espaldas de la Ley de Dios, les vaya en este mundo mejor que a él.
No obstante, entre la oración del Talmud y la del fariseo en la parábola de Jesús existe una diferencia importante. En aquélla, el orante se compara con los otros hombres en general: los que están sentados en las calles en lugar de acudir a escuchar y aprender la Ley de Dios, etc.; no hay ninguna alusión a un individuo en particular. En la oración del fariseo hay una primera parte de comparación general: «No soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros»; pero a continuación añade una referencia personal al publicano, como si éste orara a pocos pasos de él: «Ni como ese publicano». De este modo se logra identificar la malicia del fariseo: su insolente soberbia que le lleva a despreciar al publicano en la presencia de Dios.
En realidad, si tenemos en cuenta las características propias de la lengua aramea, no es esto lo que dice el texto. En arameo se usa muchas veces el demostrativo “este, ese” con sustantivos totalmente indeterminados, es decir, no posee ningún valor o hay que concederle el valor de nuestro artículo indeterminado “uno, una”. Este fenómeno lingüístico puede parecernos extraño, pero es real. Pues bien, aplicando esta regla a las palabras de la oración del fariseo en la parábola, la traducción sería: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni como un publicano; ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo» (Lc 18,11s). En esta traducción –perfectamente posible desde el arameo–, la insolencia del fariseo ante Dios ha desaparecido: no aparece señalando con el dedo, o con un gesto, al publicano que tiene detrás. Su oración es, en la forma y el tono, idéntica a la oración del Talmud que citábamos antes: acción de gracias a Dios por el privilegio, la gracia, de no seguir el camino de los pecadores, de los que no conocen o no quieren conocer la Ley de Dios.
De este modo, leyendo “como un publicano” en lugar de “como ese publicano”, el relato parabólico gana a la vez verosimilitud y expresividad. Nada indica que los dos hombres han subido juntos al templo –cosa que, como hemos dicho, sería muy improbable–, ni que el fariseo tiene conocimiento de que, mientras él ora en el recinto interior, está orando también el publicano. Incluso más bien se da a entender lo contrario: si el publicano se coloca “lejos” (v.13), y se tiene en cuenta que los atrios del templo de Jerusalén, separados por balaustradas, ocupaban una amplia explanada, lo más natural es suponer que el fariseo no sólo no ve al publicano, sino ni siquiera sabe que ha subido también al templo a orar.
También la descripción de la actitud del publicano es más expresiva si se lee a la luz del colorido palestinense. Se dice, en efecto, que ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; entre líneas es preciso suponer: menos aun se atrevía a levantar las manos, que era la postura normal judía en la oración, y sigue siendo todavía en Oriente. Ora con la cabeza baja y las manos sobre el pecho, golpeándose. Estos golpes de pecho no representan un gesto ordinario en la oración: expresan un fuerte dolor interno, una desesperación, producida por el sentimiento de la lejanía de Dios. La situación del publicano y de su familia era desesperada: para él, el arrepentimiento entrañaba el abandono de su vida pecadora, de su oficio, y además la reparación, que consistía en la restitución de lo defraudado más un quinto. ¿Y cómo podía saber a quiénes había defraudado? En estas condiciones, su súplica de misericordia es desesperada.
La sorprendente conclusión
Imaginando así los hechos, las palabras con que Jesús expone la enseñanza de la parábola son mucho más expresivas: «Os digo que éste –el publicano– bajó a su casa justificado, y no aquél –el fariseo–». ¡Qué sorpresa para el que daba gracias a Dios por no ser como un publicano! Y no se olvide que esta parábola está introducida con estas palabras: «Propuso también esta parábola a algunos que ponían su confianza en sí mismos porque eran justos y menospreciaban a los demás» (v.9); es decir, está dirigida a los escribas y fariseos, que son quienes, por ser judíos piadosos y observantes de la Ley, podían poner la confianza en sí mismos en lugar de colocarla en la bondad de Dios. Seguramente ninguno de ellos pudo imaginar la conclusión de la parábola. ¿Qué había hecho mal el fariseo para que Dios le rechazara?
Según J. Jeremias, la parábola contiene indicios suficientes para comprender por qué Dios obra de un modo tan sorprendente e incluso, en opinión de los oyentes de Jesús, injusto. «La jaculatoria del publicano es una cita. Reza las primeras palabras del Salmo 51, añade solamente “A mí, pecador” en un sentido adversativo: “Dios mío, ten compasión de mí, aunque soy tan pecador” (v.13). Pero en el mismo Salmo 51 se dice: “El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito, oh Dios, no los despreciarás” (v.19). Así es Dios, dice Jesús, como está escrito en el Salmo 51. Dice “sí” al pecador desesperado y “no” al justo ante sus propios ojos. Él es el Dios de los desesperados, y su misericordia con aquellos cuyo corazón está quebrantado es ilimitada. Así es Dios»3.
Así pues, con esta parábola, Jesús dice a quienes lo acusan de acoger a publicanos y pecadores: Dios es también el Dios de los pecadores desesperados; su misericordia con estos hombres, de corazón destrozado, es inmensa. La acogida de Jesús a publicanos y pecadores es la acogida del mismo Dios a estos hombres, doblemente menesterosos: padecen el desprecio de los otros hombres, y sienten que Dios les tiene cerrada la puerta que lleva a él.
Paralelismo con la parábola del hijo pródigo
Situada así la parábola del fariseo y el publicano en el marco del ministerio de Jesús, salta a la vista su gran parecido con otra, que forma también parte de la defensa que hace Jesús de su buena nueva del perdón: la del hijo pródigo (Lc 15,11-32). La oración del publicano: «¡Oh Dios, ten piedad de mí, aunque soy pecador!», es muy semejante, incluso en la forma, a la del hijo pródigo a su padre: «Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; no soy digno de llamarme hijo tuyo; tómame como uno de tus jornaleros». De igual modo, la actitud de espíritu del fariseo es muy semejante a la que reflejan las palabras del hijo mayor al padre, que ha ordenado organizar una gran fiesta para celebrar el retorno de su hijo perdido: «Tantos años como te sirvo, sin haber jamás traspasado tu mandato, y jamás me has dado un cabrito para holgarme con mis amigos». Por boca de este hijo mayor hablan los escribas y fariseos, que se rebelan ante la idea de que Dios pueda conceder el perdón a pecadores imperdonables.
En esta parábola, el perdón no está concedido con palabras, sino viene indicado por las decisiones que el padre toma: manda a los siervos ponerle el mejor vestido, una sortija en la mano y calzado en los pies, tras lo cual organiza una gran fiesta para celebrar el hallazgo del hijo perdido. Inmediatamente después el relato se centra en la reacción airada del hijo mayor, que se niega a participar en la fiesta porque considera injusto el comportamiento del padre. Aquí el relato explícita las razones de la reacción escandaliza del hermano apelando a un meticuloso sentido de justicia: «Hace muchos años que te sirvo sin quebrantar tu mandato, y jamás me has dado un cabrito para holgarme con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo, que ha consumido tu hacienda con mujerzuelas, has matado para él el novillo cebado» (v.29s). La respuesta del padre no niega lo que las palabras del hijo tienen de verdad; sin un mínimo de justicia, las relaciones entre los hombres, incluso en el seno de la familia, serían imposibles. Pero el padre justifica su conducta apelando a la situación especialísima en que se encontraba el pródigo: sin el amor generoso del padre, sin su perdón, el hijo muerto no habría resucitado, sería para siempre un hijo muerto.
Con las dos parábolas, y otras pronunciadas en polémica con los fariseos escandalizados por el perdón concedido a publicanos y pecadores, Jesús dice: lo único que puede poner barreras al perdón de Dios, a su bondad misericordiosa, es el corazón del hombre, su resistencia al arrepentimiento. Ante el pecador arrepentido, Dios es siempre misericordioso. Y gracias a que el corazón de Dios es así de grande y espléndido, el hombre sabe que siempre tiene abierta la puerta de la casa de Dios.
Notas
1 Cf. C.W.F. Smith, The Jesus of the Parables, Philadelphia 1948, 17.
2 J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, trad. de F.J. Calvo, Estella 1970, 26.
3 J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, 177.
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