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Huellas N.7, Julio/Agosto 2018

PRIMER PLANO

Claudel «Ver lo imposible»

Fabrizio Sinisi

El niño corre y juega en total libertad, /y come lo que le gusta, /y duerme lo que le hace falta. / Pero es justo que, cuando llega su tiempo, el joven, / mirando el rostro de la mujer, se sienta / inundado de gozo, /y que en él se despierte una potencia nueva, /y que la mire, y que la vea como en la noche de abril / se ve el jardín blanco a la luz del rayo».
Este pasaje de L’Échange expresa con claridad diáfana una cuestión decisiva -quizás incluso la cuestión- de toda la obra de Paul Claudel: ese momento de la conciencia en que nos hacemos adultos. Llegar con todo nuestro yo, sin dejar de lado nada de lo que somos, a una madurez que da lugar a una experiencia nueva de la libertad. Y la libertad, en Claudel, se activa siempre como consecuencia de un evento, a menudo un evento dramático. Sucede en La anunciación a María, con los personajes que deben afrontar la repentina partida del padre de familia, la enfermedad de Violaine, la traición de Mara. Sucede con Yse, en Partage du midi. Y sucede con Proeza, protagonista de El zapato de raso, una mujer dividida entre tres hombres, tres razones, tres visiones del mundo mediante las cuales debe conquistar para sí un nuevo modo de mirar la realidad, una modalidad nueva y más "suya" de tocar y poseer el mundo entero. En esta obra, más que en cualquier otra, Claudel muestra que el camino mediante el cual nos hacemos adultos y abrazamos la totalidad de las cosas es el sacrificio.
Precisamente con El zapato de raso - en la versión escrita por Giampiero Pizzol, que lleva por título Cruzando el mar del deseo- se abrirá este año el Meeting de Rímini. «Una locura», explica el director Otello Cenci, «que nadie ha intentado hacer antes en Italia. Una historia universal, una narración de cómo, atravesando todas las borrascas, nuestro corazón puede arribar a puerto y ocupar su lugar en el mundo».

Una nueva edición de El zapato de raso es ya de por sí un evento importante desde el punto de vista histórico y cultural: la enorme magnitud de la obra (que, en una puesta en escena del texto integral duraría once horas) y el infinito número de personajes (unos setenta) han motivado la necesidad de reelaborar el texto. Además, la obra maestra de Claudel ha encontrado en Italia múltiples resistencias, quizás debidas a motivos ideológicos, de manera que muy pocos hasta ahora han tenido la oportunidad de verla, incluso parcialmente, representada. El Meeting ofrece una posibilidad inédita de disfrutar de uno de los grandes hitos del teatro del siglo XX, coincidiendo con el 150° aniversario del nacimiento de Claudel.
La decisión de representar El zapato de raso no solo resulta particularmente feliz por su valor historiográfico y por coincidir con la efeméride recordada, sino porque goza de una extraordinaria pertinencia con el título del próximo Meeting. «Tea¬tro total», se ha dicho de ella por su monumentalidad. La acción, en efecto, abarca el mundo entero y su eje gira en torno al nexo inseparable entre las peripecias de los distintos personajes -incluso las más pequeñas, aparentemente mínimas- y el destino del todo. La trama sigue un esquema narrativo complejo: en un imaginario siglo entre el XVI y el XVII, Doña Proeza, casada con Don Pelayo, cortejada por Don Camilo, está profundamente enamorada de Don Rodrigo, que a su vez la ama apasionadamente. Pero este amor no llegará a consumarse: todo el texto se construye siguiendo el desarrollo y la profundización de las razones de esta renuncia y de este sacrificio.
El globo terráqueo entero aparece en el escenario para celebrar el drama de la naturaleza humana ante la voluntad de Dios. No hay lugar de la Tierra que se quede al margen de las vicisitudes de El zapato de raso: Europa y el Nuevo Mundo, Asia y Oriente. Un movimiento inmenso, un despliegue de fuerzas y de mundos que giran en torno al amor de un hombre y una mujer que nunca llegan a unir sus cuerpos. El deseo de lo eterno y de lo infinito, que nada en la tierra puede saciar, se despliega sin embargo en la historia y en la tierra, arde en los hombres y entre los hombres. Rodrigo y Proeza viven en la carne, en este mundo, pertenecen a la tierra, pero todo esto nunca les basta. Todo pide una superación, un ir más allá. En los albores de la modernidad, el barco del hombre choca contra el drama por el que nada ni nadie basta para saciar el deseo del corazón humano.
Von Balthasar, que consideraba El zapato de raso uno de los hitos de la cultura occidental y que lo tradujo del francés al alemán, escribió: «En el siglo XVII de Claudel el mundo crece bajo la quilla de Colón, cuya línea paralela a la tierra ya no busca el horizonte por encima, hacia el cielo, sino hacia adelante. Y pronto acontece el descubrimiento terrible y beatificante: la línea se acoda, se curva hacia atrás sobre sí, el globo es un círculo para siempre. La humanidad no es solo geográficamente, astronómicamente, destinada a sí misma, sino que su anhelo dirigido a lo alto hacia los Ángeles se curva de nuevo: si debiera darse un Paraíso, no podría estar sino en la tierra; en una tierra tal vez consumida en su propio anhelo y en su culpa, en una tierra consumida por el fuego punitivo y amoroso de Dios, pero a fin de cuentas tierra renacida y transfigurada».
El drama, el dolor, el sacrificio de los seres humanos darán a luz a dos criaturas nuevas, tocadas por Dios aquí en la tierra, en los límites de la naturaleza, luchando con ella y venciéndola, en una misteriosa paradoja que los personajes de El zapato de raso protagonizan. «Solo la alegría es madre del sacrificio», dice Rodrigo. «¿Y qué alegría le ofrecéis vos?», le pregunta el siervo chino. «La de ver la que ella me causa», responde Rodrigo. «¿Llamáis alegría el tormento del deseo?», sigue interrogándolo el siervo. Y Rodrigo: «No es deseo, sino reconocimiento [agradecimiento], lo que ella ha leído en mis labios». Todo sacrificio brota del agradecimiento, toda renuncia nace de la gratitud por un don recibido. Y aquí el drama personal se inserta en un plano cósmico: las acciones de Rodrigo y Proeza rompen la lógica natural, se convierten en testimonios que rasgan literal¬mente la estructura del mundo tal como la conocemos, la perforan y la vuelven transparente. Los personajes de lugares y culturas distintas, o incluso en las antípodas del cristianismo, pertenecientes a mundos que Claudel conocía muy bien debido a su trabajo como embajador de Francia, advierten una diversidad radical. Hasta el punto de sufrir una fascinación que les hace vacilar en sus convicciones: «El bien que puede hacerme», confiesa Don Camilo, «me parece más terrible que el mal»

Y Rodrigo dice de Proeza: «Lo que amo no es cuanto en ella hay de turbado, de confuso, de incierto... lo inerte, lo finito, lo perecedero..., sino su ser sin más, su pura vida..., un amor tan fuerte como el que a mí me hace desearla, como una llamarada impetuosa, como una risa en mi cara». Rodrigo descubre que en Proeza ama algo más profundo que sus «finos rasgos»: ama su «ser sin más», «su pura vida». Es un amor más fuerte que ambos, fuerte como el deseo, un amor que les da vida incluso en el sacrificio y que no se apaga en la distancia sino que -paradójicamente- en ella se salva y se cumple. Un amor grande como el universo salva y cumple el amor de dos pequeños, concretos y singulares seres humanos, atados a un drama que parece insoluble. Lo revela el diálogo entre el Ángel de la Guarda y Proeza:
Ángel de la Guarda: Era bueno que le enseñaras el deseo.
Doña Proeza: ¿El deseo de una ilusión? ¿De una sombra eternamente esquiva?
Ángel de la Guarda: Se desea algo existente; la ilusión no es nada. Desear a través de una ilusión es desear lo que existe a través de lo que no existe.

El deseo, parece decirnos Claudel, es siempre auténtico, es siempre un relámpago de algo real y verdadero. E incluso en este amor ilegítimo e inalcanzable, brilla algo inmortal:
Doña Proeza: ¿Y [Rodrigo] me amará siempre?
Ángel de la Guarda: Lo que te hace tan bella no puede morir. Lo que hace que él te ame no puede morir.

Y también en el diálogo entre Don Camilo y Proeza:
Don Camilo: Decidme Proeza: cuando oráis, ¿sois toda de Dios? Y cuando le ofrecéis ese corazón completamente lleno de Rodrigo, ¿qué lugar queda para Dios?
Doña Proeza: ¿Puede pedirnos Dios que por él renunciemos a todos los afectos?
Don Camilo: La obra de la cruz no quedará completa hasta que no haya destruido en vos todo lo que no sea la voluntad de Dios.

He aquí cómo colmar el espacio entre lo particular y el todo, entre el individuo y el universo: la voluntad de Dios, el abrazo amoroso de la cruz como el lugar del mayor esplendor humano. Es la gran paradoja cristiana que sufrió y fascinó a Claudel, así como desde siempre escandaliza (y fascina) a sus detractores. Este es el punto en el que «las fuerzas que mueven la historia son las mismas que hacen feliz al corazón del hombre». En una época como la nuestra, en la que la cruz «flota en la mar», «allí donde se pierden los límites del firmamento conocido, a igual distancia del mundo viejo que he dejado y de otro nuevo», solo desde lo que está "más allá del mundo" puede venir el sentido "del mundo". Claudel nos muestra cómo incluso el más pequeño y sórdido detalle puede ser traspasado por lo eterno. Y así brillar con una luz jamás vista antes, planteando a cualquiera la pregunta que, en esta versión, Proeza dirige al final a Don Camilo: «¿Y por qué vuestros ojos también no podrían ver algo que creéis imposible?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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