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Huellas N.6, Junio 2018

PRIMER PLANO

Testigos en una sociedad que no cree

Algunos pasajes de un diálogo sobre nuestro tiempo entre el teólogo español y el politólogo francés. El miedo al mañana, la falta de consenso sobre los valores, la tarea de los cristianos (y de las religiones). «Mientras exista una humanidad que es un bien para todos, podemos tener esperanza»

Ha sido un discurso histórico. No tanto por el efecto que ha producido en Francia y las polémicas sobre la “laicidad”, sino por una cuestión de fondo que las palabras de Emmanuel Macron dirigidas a los obispos de su país el 9 de abril han evocado: la presencia y la tarea de los cristianos hoy. «Os necesitamos», dijo sin rodeos el presidente. Es importante entender por qué. Más adelante tenéis el texto del discurso que da pie al Primer Plano de este mes. Lo hemos desarrollado a partir del encuentro que se celebró el 5 de abril en el Centro Culturale di Milano, entre el teólogo Javier Prades y el politólogo Olivier Roy, moderado por el jurista Andrea Simoncini. El diálogo se centró en una cuestión decisiva: en una sociedad plural y desorientada, donde a menudo el nihilismo campa a sus anchas, ¿se puede recuperar un camino común? ¿Y de qué modo? ¿Qué papel tienen las religiones? Y, sobre todo, ¿es posible que esta recuperación pase a través del testimonio, gracias a rostros y hechos que muestran una experiencia humana diferente, en lugar de pasar por un camino de abstracción intelectual? Algunas historias que contamos demuestran que sí. Que no solo es posible, sino que es el camino acertado, el modo en que ya puede darse –y se da– un nuevo inicio. No se trata solo de buenos ejemplos. Se trata de captar el alcance universal de estos hechos, como explica en una entrevista el sociólogo Mikel Azurmendi. Es un ejemplo de esos que los no creyentes piden a los cristianos y, en el fondo, lo mismo que nos pide el papa Francisco en su Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate con su llamada a la santidad en el mundo actual. Esto es lo que necesita el mundo hoy (dp).

Andrea Simoncini. El diálogo de esta tarde lleva por título Desde el Mediterráneo a Europa, el testimonio en la sociedad plural. El tema que queremos abordar es el papel que tienen hoy las formas de pluralidad, el fenómeno religioso en particular, y de qué manera pueden convivir en el contexto actual. Pero el punto de vista desde el que me gustaría partir es lo que llamaría la “necesidad de futuro”. Porque me parece que el rasgo dominante de nuestra época es una visión sombría y dramática del futuro. Según el Eurobarómetro, los europeos no se imaginan una situación mejor que la actual para el futuro, más del 60% la imagina igual o peor. Si además atendemos a la cultura más popular –películas, series de televisión, ficción -, aparecen cada vez más escenarios “distópicos” en los que a menudo el futuro se representa como una pesadilla. ¿Influye esta visión sombría sobre el hoy y sobre lo que vivimos? ¿Existe esta necesidad de futuro? ¿Qué cauces encuentra?

Olivier Roy. En efecto, hoy asistimos a una crisis de esos imaginarios colectivos que se revelaron perniciosos para la humanidad, como los fascismos, los comunismos y los nacionalismos. Nuestras sociedades se sustentan sobre la idea del “contrato”, esto es, de un pacto establecido para poder convivir juntos. Sin embargo, esto no da lugar a un imaginario compartido. Y la crisis del imaginario implica una falta de utopía con respecto al futuro y, con respecto al pasado, una falta de nostalgia. No hay una verdadera nostalgia, no hay una verdadera utopía, se vive esencialmente en el presente. Este es el problema. Si observamos, por ejemplo, a los jóvenes que se enrolan en el Daesh, vemos que no son unos utopistas. Al contrario, su relación es con la muerte: no se enrolan para crear una sociedad mejor, sino para morir. Todos los atentados perpetrados en Europa son suicidas. Por tanto diría que lo que está en el centro de este deseo de absoluto no es un proyecto, sino la muerte. Nos encontramos ante una crisis de las utopías. El verdadero problema es lo que oponemos al terrorismo. Oponemos los valores europeos. ¿Pero cuáles son estos valores? ¿Para qué estamos dispuestos nosotros a morir? El terrorismo provoca en las sociedades europeas un fuerte miedo, que es metafísico más que físico, porque pone al desnudo un factor central: no tenemos ninguna respuesta colectiva, y eso genera angustia. No se comprende el motivo por el que estamos amenazados ni cómo podemos defendernos combatiendo o no combatiendo.

Javier Prades. Efectivamente, por una parte existe esta percepción de un horizonte “distópico”, de utopía negativa, de tragedia planetaria, de colapso de la civilización. Por otra, existen también las tendencias a elaborar proyectos utópicos. Por ejemplo, la relación entre la biotecnología y la cibercultura no se limita al progreso técnico para asegurar a la humanidad mayores oportunidades que antes; a menudo va unida a un pensamiento que pretende con sus propias fuerzas fabricar el futuro desde ahora. La complejidad de estas cuestiones excede mi capacidad para valorarlas, pero es lo que uno se encuentra leyendo y mirando a su alrededor. Podemos citar el juicio de un gran sociólogo alemán, uno de los más destacados intelectuales europeos, Ulrich Beck, que en su libro póstumo (La metamorfosis del mundo, Paidós Ibérica, 2007) dice que carece de las categorías para juzgar, para comprender el mundo, que se le presenta en la televisión; ya no logra entender el mundo. En este contexto tan heterogéneo, siempre me ha atraído un aspecto que es fruto de mi observación, no de una investigación científica: la percepción del futuro está vinculada a la confianza que se tiene en el hoy. Me hizo reflexionar mucho el famoso accidente de avión de la compañía alemana Germanwings, que se estrelló en los Alpes por decisión del copiloto y que acabó con la vida de 150 personas. Se trataba de un hecho “nuestro”, quiero decir, de los europeos. No tenía nada que ver con los terroristas islámicos, ni con agentes externos a nuestra cultura. La consternación fue tremenda. Consternación en los juicios, sin duda causada también por el sentimiento de dolor hacia las víctimas, pero ciertamente fue un momento de crisis en la inteligencia de la realidad. En esa circunstancia emergió ante todo el mundo uno de esos valores que en acto compartimos todo: la confianza. Si desaparece la confianza, se derrumba la sociedad. En efecto, no hubo discusión sobre este punto: por cómo hemos vivido en Occidente durante siglos, la confianza se reconoce como una condición imprescindible para vivir. Es una dimensión de la experiencia humana que todos reconocemos, al menos cuando la perdemos. Sin embargo, aunque todos estemos de acuerdo acerca del valor de la confianza, más allá de cualquier consideración de tipo ideológico, un minuto después surge la pregunta: ¿cómo podemos garantizarla? Y aquí emergen alternativas muy interesantes. En el debate en la prensa española identifiqué por lo menos dos posturas distintas. Para un conocido filósofo de Madrid el problema era el límite de un sistema que protege de un enemigo externo, de un terrorista, pero no del piloto, por lo cual la solución sería crear sistemas de defensa más perfectos. De una opinión completamente distinta era un gran sociólogo de Barcelona. Para él, frente a la amenaza contra la confianza, que es un bien primordial de la sociedad, debemos apostar por la libertad y crear espacios humanos que eduquen en esta libertad, para afrontar los riesgos de un sistema social evolucionado. Pensando en el futuro, me parece una contribución muy interesante descubrir que la confianza forma parte de la experiencia humana elemental y que, a la vez, nos plantea a todos una pregunta: ¿cómo se genera, cómo se custodia, cómo se incrementa y se comunica tanto en la vida social como en la familia, en el ámbito del trabajo o entre los amigos, a todos los niveles?

Simoncini. Es cierto que las religiones crean vínculos, pero –paradójicamente– crean vínculos que se fundamentan en la pretensión de verdades que, en cuanto tales,
a veces conllevan un conflicto. El modelo de la secularización, que ha tratado de crear confianza de una manera alternativa a la de la religión, parece haber fracasado. O por lo menos, denuncia graves límites. Entonces, en un contexto como el actual, ¿puede la religiosidad, la religión, volver a ser un factor positivo para la creación de vínculos, dejando de ser percibida como un factor del que hay que defenderse?

Roy. Para que la religión sea creadora de un vínculo social son necesarias dos condiciones: que todos sean religiosos, cosa que puede darse en el interior de un monasterio pero no en una sociedad plural; o bien que la religión reconozca el derecho a no creer. Históricamente, cuando creyentes y no creyentes comparten una misma cultura religiosa, es posible que esto se verifique. Cuando a finales del siglo XIX el ministro de Educación francés, Jules Ferry, creó la escuela laica obligatoria, se planteó inmediatamente el problema de cuáles eran los valores a transmitir. Para evitar una guerra entre creyentes y no creyentes, escribió una carta dirigida a los profesores que hoy sería totalmente impensable, donde decía: no hay problema, porque todos compartimos la misma moral. Hoy en cambio el problema es precisamente este: en la sociedad europea occidental ya no hay consenso sobre los valores. Por consiguiente, las religiones tienen un problema, ¿y cuál es la solución? O se repliegan sobre sí mismas y, por decirlo en palabras del pensador estadounidense Rod Dreher, pasan a la “Opción Benito” –vivir en una suerte de “monasterio sin muros” dentro de la sociedad–, o bien, cuando no se comulga con los mismos valores, procuramos buscar un terreno común de acción en base a lo que puede ser compartido por todos.

Prades. En la historia del pensamiento europeo se ha abierto una fractura muy profunda entre el uso de la razón y el ejercicio de la confianza, de la fe. Lo que es universal se refiere a un uso de la razón purificado de cualquier efecto contaminante debido al afecto, a la libertad o a las relaciones personales. De esta manera, nosotros los europeos hemos asegurado durante siglos la neutralidad, la objetividad y la universalidad de la razón. Obviamente, en esta perspectiva la religión podía asegurar un vínculo, pero a un precio demasiado alto: la irracionalidad, la no-universalidad, y por lo tanto correría con todos los riesgos que derivan del fanatismo y de la arbitrariedad. Estos problemas no se superan de un día para otro. Por eso es sumamente interesante seguir la evolución de algunos representantes, al menos los más grandes, de la sociología de la religión contemporánea, que empiezan a decir que aquel modelo epistemológico no funciona, porque si nosotros asumimos como punto de partida una división de la totalidad de la experiencia humana tendremos por una parte una razón instrumental, técnicamente excepcional, pero sin alma, sin humanidad, sin capacidad de crear vínculos; y, por otra, tendremos una experiencia de relación totalmente sentimental, emotiva, incapaz de contribuir a la paz social. El desafío que supone construir o reconstruir los espacios a los que se refiere Roy paso por una tarea paciente, quizás de siglos, de testimonio en acto de la integridad de la experiencia humana. ¿Cómo podemos reconocer los valores compartidos cuando emergen en la experiencia? No existe una “mesa” de los valores para ponerse de acuerdo, sino que cada vez que todos reconocemos en acto en la sociedad una dimensión compartida de lo humano, damos un paso adelante en esa dirección. Esta dimensión es la que debemos cuidar y perseguir: un uso de la razón que es posible tanto para el hombre religioso como para el que no lo es. De hecho, solo mirando juntos el acontecer de esa dimensión vivida de lo humano podremos realmente dar un paso hacia la convivencia y el consenso social, que ha dejado de ser un sistema moral predefinido. De ello, lamentablemente, tenemos un sinfín de ejemplos. ¿Cómo se recompondrá el nexo entre la verdad –el gran ideal de la Europa ilustrada– y la libertad –el gran ideal de la Europa contemporánea–, el ideal de la plena realización de uno mismo? ¿Qué es lo que puede volver a articular armónicamente la verdad y la libertad? Creo que Occidente puede recuperar una categoría típicamente hebrea y cristiana: el testimonio. Es un modo de contribuir al bien de todos que pasa a través de la comunicación de una experiencia vivida. Un modo de comunicar lo que es verdadero: esto es imprescindible. Occidente no puede renunciar a la verdad y no puede renunciar a la libertad. Ambas se plantean en el gesto del testimonio.
En este sentido, no todos los vínculos religiosos constituyen una contribución al bien común. El desafío es muy profundo. ¿Qué podemos ofrecer como cristianos al debate común? Personalmente, no soy muy favorable a la “opción Benito”, tal como se suele presentar. Vivimos en el mundo de todos, compartimos la vida de todos y no pienso que el “gueto” sea el camino a seguir. En cambio, creo que nuestra responsabilidad es la de vivir un tipo de realidad que, en cuanto tal, implica dimensiones que queremos proponer a todos. Me llamó la atención que Beck, en el libro citado, afirmara que no será un puro acto de pensamiento lo que nos empuje a ir “más allá” de las fronteras del pensamiento establecido; no recuperaremos las categorías del pensamiento ni descubriremos categorías nuevas simplemente reflexionando sobre ello. Hacen falta- él utiliza una expresión de la sociología– Handlungsräume, espacios de acción. Esto me lleva a pensar –es una lectura personal– que es cierto que todo pensamiento creativo, que impulsa más allá los confines de lo “ya sabido”, nace en el interior de un espacio viviente. No habrá novedad de pensamiento sin un vínculo social comunitaria de la vida cristiana. Si se quiere llevar adelante una novedad de pensamiento, no hay que aislarse en teorías: hay que vivir. Y se vive junto a otros, se generan espacios de creatividad que al expresarse, al ponerse de manifiesto y al testimoniar lo que viven, hacen progresar al pensamiento. He podido comprobarlo siempre que he mirado a grandes testigos, pienso en el papa Benedicto XVI y en el papa Francisco.

Simoncini. ¿El testimonio como capacidad de mantener juntas verdad y libertad es posible en otras religiones, por ejemplo en el islam? Concretamente, ¿cómo relacionarse con religiones que no reconocen la libertad? ¿Existe un espacio común? ¿Cómo se construye este espacio?

Roy. Creo que no se trata de un problema teológico, en el sentido de que no se trata de comparar lo que dice la Biblia con lo que dice el Corán. El problema estriba en cómo expresa la gente su religión en la sociedad. En el islam, llevamos unos cuarenta años lidiando con ese fantasma de la unicidad, es decir, con el intento de uniformar la sociedad bajo la sharía. Pero es un plan que ha fracasado. Lo demuestran la historia, la política y simplemente las cosas que pasan. Desde Irán hasta Túnez, la mayoría de los musulmanes ha sacado sus conclusiones. Luego está el camino del Daesh, del Isis: puesto que todo esto ha fracasado, no nos queda otra que morir y arrastrar a todos con nosotros en esta muerte. Hoy vemos que numerosos musulmanes creyentes se plantean el problema de què significa ser creyentes en una sociedad que no lo es. Es la misma pregunta que tienen muchos cristianos. El concepto de testimonio me indica que en el mundo musulmán existe un retorno a las religiones sufíes –lo vemos en distintos países como Egipto o Marruecos, pero también en Irán, Turquía, en las clases medias, en intelectuales y profesionales–, crecen las comunidades sufíes, no políticas, que se concentran en qué quiere decir ser un creyente en una sociedad que no lo es.

Prades. Resulta interesante lo que está pasando en el mundo musulmán. Y también el hecho de que emerja la cuestión que usted señala: qué significa que ya no lo es. Es una pregunta que se advierte más fácilmente en Occidente, en un contexto social que se puede considerar no creyente. Quizás en las sociedades islámicas sería importante reconocer en acto qué quiere decir vivir la experiencia humana elementalmente religiosa: es decir, percibir que Dios no puede querer una relación forzada con Él, impuesta. Históricamente los cristianos, pero ciertamente también el mundo musulmán, han podido tergiversar esta dimensión de la experiencia religiosa, que no puede dejar de ser libre. Encontrar un espacio compartido, cosa que –insisto– no puede suceder en abstracto, es un problema que atañe a los sujetos populares, las comunidades, a las relaciones, al mestizaje entre personas y culturas. La urgencia de contribuir a la recuperación de la dimensión estrictamente personal, interpersonal, corporal, carnal de la experiencia religiosa abierta a todos, abierta al otro: este es el desafío. El “gueto” no funciona. El cosmopolitismo abstracto no funciona. Una unicidad como la de la comunidad islámica en sentido clásico no funciona. Necesitamos algo distinto: una experiencia concreta y particular que lleve en sí misma un horizonte y un horizonte universal. No pido nada absurdo, porque la experiencia humana es así. Ningún niño se contenta con el principio general «Las madres quieren a sus hijos». Cualquier niño quiere que su madre le quiera, eso es todo. ¿Cómo llegará a comprender el alcance universal del juicio «la madre quiere a su hijo»? No porque lea la enciclopedia de la pediatría contemporánea, sino porque vive la relación con su madre, concretamente, corporalmente, humanamente. Si esto vale para la experiencia humana tout court, vale también para el musulmán, el budista, el cristiano, el ateo, vale para todos. Que exista esta dimensión concreta de la experiencia vivida que nos introduce en lo universal es la gran gracia que puede ocurrir en la vida de cada uno de nosotros y es la gran contribución que podemos dar al bien de todos. El intento de desvincular la inteligencia de los valores de la relación que los genera ya ha mostrado sus resultados en la historia de Europa. Podemos no mirarlo, podemos quedarnos en una cultura ab-stracta, desligada, podemos insistir en ello... hasta que desaparezcamos todos. Pero si queremos ofrecer un futuro, necesitamos vínculos humanos verdaderamente humanos, que puedan medirse con esta pregunta: ¿qué significa para nosotros el vínculo por excelencia, el vínculo con Dios, frente a aquel que no reconoce el vínculo con Dios? Mientras no contestemos a esto, no avanzamos. Mientras que un musulmán no conteste a esto, no se avanzará. El Pew Research Centre dice que para el año 2060 el 63% de la población mundial estará formado por musulmanes y cristianos. Por el bien de todos, espero que de aquí a 2060 hayamos dado algún paso adelante en la comprensión de este vínculo constitutivo entre el ejercicio universal de la razón y la confianza, la fe.

Simoncini. Si la posibilidad de crear un vínculo no se encuentra en teorías o discursos, sino en la experiencia entre las personas, en una situación tan confusa y difícil, ¿por dónde veis que se puede volver a empezar?

Roy. Diría que por la cercanía, la proximidad, la vida cotidiana, la vida profesional. No hablo de grandes movimientos – ya tenemos suficientes ONG y organizaciones que funcionan bien–, veo la necesidad de volver a crear un vínculo social partiendo de la base. La vida de barrio, los sindicatos, la fábrica... se han agotado, todo eso se acabó. Nuestras sociedades han destruido los vínculos horizontales. Ahora es necesario trabajar a título personal.

Prades. En mi opinión, como decía antes, lo más necesario es la confianza. ¿Qué es lo que la crea o la restablece? Todos experimentamos la sospecha: entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre compañeros de trabajo, frente a los políticos, frente al jefe o al subordinado. La sospecha es una carcoma que mata. Y no es que uno se pueda librar de ella porque decida librarse o porque diga que él no tiene ese problema, no sería cierto. La confianza, ese bien social que reconstituye el tejido humano, es frágil. Es tan necesaria como frágil. Por lo cual, si no existe “un excedente” de confianza, estamos condenados al escepticismo. Pasados los cuarenta años, las desilusiones merman las energías para seguir construyendo, seguimos como por inercia, por un deber, en el sentido negativo del término. En mi experiencia, lo que reconstituye la confianza es la misericordia. No puedo dejar de decir que para una convivencia viva, buena, real, se necesita mucha, pero mucha, misericordia. Probablemente cada uno de nosotros podría ofrecer muchos ejemplos de esto. Yo cito uno que ha tenido mucho eco a nivel nacional en España, donde se ve que lo que es un bien para uno es un bien para todos y que, por el contrario, si no es un bien para todos tampoco lo es para uno. Es un hecho de los sucesos. Un niño de ocho años desapareció mientras se iba de su casa a la de su abuela, en un pueblo muy pequeño. Durante dos semanas todos lo buscaron pero no se encontró rastro del niño, que era hijo de padres divorciados. La policía empezó a sospechar de la nueva pareja del padre como posible culpable del secuestro. Unos días después, hallaron el cuerpo sin vida del niño. Lo había matado esa mujer, quizás por celos. La madre habló dos o tres veces dirigiéndose a los medios, expresando su dolor, manifestando su gratitud por la vida del niño, por su presencia buena durante ocho años. Se hizo cargo del dolor de su exmarido, del drama de la mujer que cometió el delito, y pidió a los españoles no añadir al dolor el rencor, el odio o el resentimiento. El impacto en las redes sociales y en la presnsa fue increíble. En España sigue habiendo mucha agresividad y al hilo de un suceso así suele formarse un corro que grita: «¡Asesino! ¡Matadlo! ¡No podemos más!». Bastó que una mujer fuera increíblemente capaz de abrazar el dolor causado por el mal para desmontar el odio. Durante unos días resonó en la prensa un silencio conmovido delante de la única persona que legítimamente hubiera podido pedir venganza y que, en cambio, pidió que no se extendiera el odio en nombre de su niño. Estas cosas no se pue inventar, solo se pueden reconocer cuando suceden. Yo no consigo olvidarlo desde que pasó. Lo que conmueve es el hecho en sí, pero lo que devuelve la esperanza es que la experiencia más que humana, que es no odiar al asesino de tu hijo, produce una correspondencia en todos los corazones. No hubo ni un periodista que se atreviera a criticar a esta mujer. Desmintiendo así a Nietzsche, a su crítica de la “moral de esclavos”, que renuncia al superhombre. Me llama la atención que, ante un gesto de verdadera humanidad, no estamos tan degradados como para no poder captarlo en su valor universal. No sé de dónde sale una mujer de este tipo, ni sé si es una mujer de Iglesia, pero hay un modo de vivir la humanidad que da testimonio de su universalidad para el bien proprio y de todos. Mientras existan personas así en Europa, podemos tener esperanza.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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