Una exposición en el Louvre para conocer a «el último de los antiguos y el primero de los modernos». Que se veía a sí mismo en la lucha de Jacob con el Ángel
Una tormenta furiosa en el mar bajo un cielo lívido. La costa se atisba lejana en el horizonte. En el barco un manípulo de hombres espantados y angustiados tratan de mantener el rumbo, como si estuvieran montados en un caballo embravecido. En medio del caos y el terror, solo uno duerme profundamente pacificado. Es Jesús. Hasta once veces en el curso de su vida artística Eugene Delacroix pintó este tema. No eligió el momento más habitual, en el que Jesús se despierta y aplaca las aguas, sino el que le precede. Le impresionaba que, en aquel contexto tormentoso, un hombre pudiera gozar de un verdadero estado de paz. «Con una aureola amarillo limón claro, Jesús duerme, luminoso, en la dramática mancha violeta, azul oscuro, rojo sangre del grupo de los discípulos atónitos», escribió Vincent Van Gogh acerca de este cuadro.
Obviamente, la tormenta era una metáfora de la época inquieta, y también arrolladora, en que vivió Delacroix. Había nacido en 1798, creció en el clima del romanticismo y fue testigo e intérprete apasionado del tumultuoso asomo de la modernidad en la sociedad francesa.
Se hablará mucho de Delacroix estos meses porque el Louvre le ha dedicado una gran exposición, la primera monográfica desde hace muchos años, organizada por el museo más importante del mundo. En septiembre, esta misma muestra se trasladará al Metropolitan de Nueva York. Además, el Louvre ha montado una pequeña exposición al lado, dedicada a la última obra maestra del pintor francés, los frescos de la Capilla de los Ángeles en la centralísima iglesia parisina de Saint-Sulpice. Naturalmente, las pinturas, entre ellas la maravillosa Lucha de Jacob con el Ángel, no podían ser trasladadas, por lo tanto lo que se expone son los dibujos, las cartas, las maquetas y las obras de otros artistas que inspiraron a Delacroix. Se le definió como el último de los antiguos y el primero de los modernos. Ciertamente fue un artista que irrumpió en una escena artística envarada en el academicismo. Como dijo Charles Baudelaire, testigo insigne del París de esa época, se veía por entonces mucha pintura muerta, rehén de estereotipos que gustaban a la oficialidad, incluida la católica. Fue menester un pintor como Delacroix para romper aquel encantamiento. Alguien más movido por la pasión y por un impulso humano que por los dictados filosóficos de la época. Alguien enamorado del mundo, capaz de sacudirse de encima los esquematismos que oponían la Francia laica y jacobina a la católica y conservadora.
Ojos y alma. Delacroix era un ferviente republicano, pero en su vida realizó nada menos que 122 pinturas de tema religioso, poquísimas por encargo, la mayoría siguiendo una apasionada necesidad personal. Baudelaire, su gran valedor, escribió esto acerca de las obras sagradas de Delacroix: «Quizás solo él, en nuestro siglo de poca fe, haya concebido cuadros religiosos que no resultaran vacíos y fríos, como ciertas obras de concurso, ni pedantes, místicos o neocristianos como los de todos los filósofos del arte que ahora hacen de la religión una ciencia de lo arcaico».
Delacroix tuvo el mérito de liberar a la pintura. Permitió que los colores volvieran a inflamarla, con él irrumpió un estilo suelto, liberado de obsesiones estilísticas, capaz de registrar, incluso en su impetuosa manera de trazar las pinceladas, la espera, las esperanzas y los tumultos que le agitaban a él y a los hombres de su tiempo. En síntesis, abrió de nuevo las puertas del arte a la vida. La pintura, escribe, «es una potencia silenciosa que habla primero a los ojos y luego alcanza y se adueña de todas las facultades del alma». Fue un pintor impulsivo que dejaba espacio a la imaginación y encontró en los temas religiosos un estímulo extraordinario. Por ejemplo, llama la atención que por dos veces pintara un tema que no tenía precedentes, que las fuentes no relatan pero que tiene una verosimilitud absoluta: las mujeres que con extrema ternura recogen el cuerpo de Esteban después de su martirio.
Para Delacroix la pintura expresaba también una lucha. Lo demuestra su última obra, en la capilla de los Ángeles en la iglesia de Saint-Sulpice. Un trabajo exigente, realizado cubriendo las paredes con una mezcla de aceite y cera. La escena más hermosa y conocida es precisamente una lucha, la de Jacob con el Ángel, inmersa en un gran escenario natural. Como escribió Baudelaire, Jacob salta «como un ariete tensando toda su musculatura». Es la lucha que Delacroix retomaba cada mañana al trabajar en esta obra. Apunta en su Diario: «¿Cómo se explica que, en lugar de abatirme, este combate me levante, que en lugar de desanimarme me consuele?».
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