En Pata Rat, entre las chabolas de los que viven en un vertedero. Y en Bucarest, con los huérfanos que conmovieron al Papa con sus preguntas. Visitamos la ONG rumana que apuesta todo por la familia y la educación, en el país de la Unión Europea con la tasa más alta de abandono infantil
Madalina tiene dieciséis años, lleva en brazos a su primera hija, de un año, y en su vientre la segunda. Los otros cuatro niños son hermanos suyos. Habla poco y sonríe con los ojos bajos. Se ha pintado los labios. Dice que todo va bien, que están bien, en el interior de una chabola que, como las demás, es un amasijo de uralita, metal, plástico y cartones: dos puertas de madera destartaladas sirven de techo, las suelas de los zapatos clavadas en las tablas de madera a modo de guarniciones. Ella está aquí todo el día y, aunque es jovencísima, piensa que no puede hacer nada para cambiarlo, aunque «esperemos que sí» exista un futuro para los más pequeños.
A siete kilómetros del centro de Cluj, segunda ciudad de Rumanía, está Pata Rat. Un vertedero donde corre un aire gélido y acre con unos pájaros negros revoloteando. A los pies de la montaña de basura viven como Madalina otras trescientas cincuenta familias, en tiendas y chabolas. Todo aquí, también la tierra y las personas, parece hecho pedazos, como los deshechos que remueven las excavadoras. Los hombres recogen vidrio, plástico y hierro para la reventa. Cuando les va bien, suman 100 lei al día, unos 20 euros. La nieve amortigua de momento el olor irrespirable de este paraje lleno de perros vagabundos y niños de todas las edades, con rostros sucios y hermosísimos. Los mayores esperan que les mires mientras hacen una voltereta en un colchón embarrado. Madalina da las gracias a los asistentes sociales que nos han traído hasta aquí, «porque ayudan a nuestros niños». Pata Rat es uno de los frentes en los que trabaja FDP-Protagonisti în educatie, la ONG rumana nacida hace veinte años cuya historia quedó marcada por el encuentro con los niños huérfanos de la residencia de Vidra, en la periferia de Bucarest, en agosto de 1998. Los mismos que hace unos meses, en una audiencia privada, conmovieron al papa Francisco con sus preguntas (ver Huellas de febrero). Entre los proyectos de la asociación se encuentra el de Pata Rat, donde han instalado una unidad móvil, un contenedor. Les cuesta mucho contar a la gente el trabajo que hacen aquí. «La única forma de entenderlo es venir a verlo. Porque es otro planeta», dice Simona Carobene, directora de FDP. Con ella está la coordinadora, Alexandrina, y dos jóvenes asistentes sociales, Ana y Ángel, que trabajan "sobre el terreno". Para la mayoría este lugar no existe; si la prensa habla de él, lo señala simplemente como un problema ambiental. Ellos, en cambio, cada mañana acogen en este contenedor a los niños más pequeños del vertedero, les preparan el desayuno y hacen juntos cosas muy simples: «jugar, entrar en relación con el agua, aprender a lavarse, a tratarse, a dormir».
Se necesita tiempo. A unos veinte minutos en coche tienen una guardería para los más grandecitos. Es una estructura especial, en colaboración con el Ayuntamiento. «En las guarderías normales no les aceptarían», dice Alexandrina. Las primeras veces, las maestras lloraban ante sus reacciones debidas al shock que supone pasar del vertedero aquí. Todo se ha pensado adrede para ellos, desde el programa del sueño, porque se dormían sobre los platos, hasta la lavandería. Al principio les ponían la ropa limpia y la sucia la metían en una bolsa para que la llevaran a casa. Pero era mortificante, así que compraron unas lavadoras industriales; lavan y secan sus ropas y se las devuelven limpias. «No es inmediato que los padres se fíen y entiendan el valor de la escuela para sus hijos», continúa Alexandrina. «Al principio íbamos todas las mañanas a visitar a las familias, de una en una, para convencerlas otra vez; ahora son las madres las que los llevan al autobús».
Ángel dice que es paradójico, pero por la tarde vuelve a su casa descansado. «Este trabajo me hace más humano. Me ayuda a mirar las cosas como son, a no tener pretensiones, a hacer lo que puedo sabiendo que sus vidas no están en mis manos». Lo que anima a Ana a continuar es «ver cómo me miran los niños. Nos tienen un afecto impresionante solo porque pasamos tiempo con ellos. Necesitan compañía y tiempo». Subraya Alexandrina: «Es necesario perseverar en el trabajo educativo.
Y trabajar sobre la vida en comunidad, porque no existen soluciones rápidas». Y en este sentido, hay algunas más sanas y otras atroces, como la de quien propone la esterilización. «A lo mejor, los resultados se verán dentro de diez años, quizás nosotros ni los veamos, pero si no se educa no cambiará nada».
Los sueños. Es la misma apuesta educativa, lenta e imprevisible, hecha con los niños que encontraron en el orfanato de Vidra hace veinte años. En todo este tiempo, sus necesidades han trasformado el trabajo de la ong: la difícil búsqueda de las familias de origen, las casas de acogida, el acogimiento familiar, una empresa social, la adquisición de pisos donde pueden vivir hoy que son adultos, algunos tienen hijos y es dificilísimo que encuentren trabajo y un alquiler, porque están marcados por la fragilidad o la discapacidad y la gente los mira con recelo. Ellos, en cambio, poco a poco van haciéndose mayores e independientes. Carmen trabaja como asistente social. Recuerda que los conoció ya creciditos. «Eran rebeldes, pero estaban a la espera de algo». Todos los días se presentaban en mi oficina preguntando: «¿qué hacemos hoy?». Su espera incansable la cambió, le hizo desear para ellos algo cada vez mejor. «Somos una gran familia», dice. Aquí donde el destrozo de las familias abarca a todas las generaciones, el malestar es tan antiguo como la ruptura de los vínculos familiares provocada por el régimen, cuando unos padres demasiado pobres tenían que dejar a sus hijos al Estado, que prometía criarlos. «Hoy la pobreza es sobre todo desarraigo, soledad, pobreza de relaciones», dice Simona, «no hay confianza». Rumanía sigue encabezando la lista de países de la UE por casos de abandono infantil. Los datos hablan de 57.000 niños, 20.000 en institutos. Cada año, mil son abandonados al nacer y unos 19.000 son los llamados "huérfanos blancos", con ambos padres emigrados. Impensable en un país europeo, además con un crecimiento considerable. Pero la destrucción viene de lejos y no se resuelve con subsidios. Los orfanatos siguen existiendo y son un escándalo para Europa, que pide que se cierren, pero faltan ayudas reales para las familias, se ofrece dinero sin ninguna propuesta educativa. En la sede principal de FDP en Bucarest, nos encontramos con algunos de los veinte empleados. Para ellos este trabajo es «una experiencia de vida», lo dicen varias veces. Por eso todos han aceptado un trabajo a tiempo parcial (directora incluida). Para una ONG es duro sobrevivir, especialmente si toma la decisión de dejar de trabajar con fondos europeos. «Muchas veces los proyectos no obedecían a la realidad», explica Simona. «Pero, sobre todo, exigían un nivel organizativo y burocrático que ocupaba -lo tenemos calculado- el 40% del tiempo, sacrificando la posibilidad de estar con las personas para las que trabajamos». Estar con ellos es la esencia de su método. Por eso prefieren arriesgarse a trabajar en proyectos financiados con donaciones privadas y otros fondos eventuales. «Esta opción nos impulsa a crear una red de ayudas, porque cuando tienes una necesidad te pones en juego e implicas la realidad que te rodea, desde las instituciones a las personas, una por una». Para ella es clave «hacer junto con otros, no ser autorreferenciales en el trabajo que se desarrolla abre horizontes insospechados. Además, siempre pasa algo que te abre camino». Una donación inesperada o una pareja de amigos italianos que, en su 25 aniversario de boda, en lugar de celebrarlo con una fiesta, pagó el alquiler a una de sus familias.
Adi es el administrador, pero su relación con FDP comenzó cuando abrió con su mujer, Gabi, una de las casas de acogida para los chicos de Vidra. «Con ellos hemos crecido, hemos aprendido a responder a las necesidades que se presentan». Dorin, en cambio, es el psicólogo que sigue el proyecto patrocinado por la Fundación Real Madrid: el fútbol como instrumento de desarrollo e inclusión social para 65 chiquillos con padres pobres o enfermos o en la cárcel. Los visitamos en el Faur, una zona postindustrial donde, en los terrenos de la ferrovía, han crecido casas y chabolas. Los padres son casi todos analfabetos y lo que sueñan para sus hijos es que puedan estudiar. Para sus hijos el mayor sueño es ser un gran futbolista. «Nosotros les enseñamos que siempre hay que tener un "plan B"», dice Dorin con ternura. Elvira y Gheorghe nos invitan a entrar en su casa en ruinas, donde viven con sus cuatro hijos. Ionut, el pequeño, sonríe tímido con los pies desnudos en el suelo de tierra. Tiene un problema en la pierna, su padre tiene el rostro hinchado y su madre una hernia, pero no tienen asistencia sanitaria y no van al hospital porque tampoco tienen «ropa decente». Hablamos con ellos de lo que se puede hacer. Para Dorin y estas familias, los entrenamientos de fútbol marcan el comienzo de una relación que lo abarca todo, la salud, el trabajo, la vivienda, los amigos. Poco más adelante, Florin y Ana María, con sus hijos Andrej y Cristian (todos duermen en un mismo colchón), hablan de sus deudas y dicen que durante dos meses no han mandado a los niños al colegio porque no tenían nada que darles para la merienda. Luego comparten la «mayor alegría de su vida», el viaje a Madrid de su hijo mayor gracias al proyecto del fútbol.
Las bodas de Alina. Son familias pobres pero nunca abandonarían a sus hijos. María es madre de dos niños más altos que ella. Ella sufre enanismo, ellos un pequeño retraso intelectual. Los cría sola. Por salir al paso, acabó en una red de negocios sucios, pero gracias a FDP y a una red de voluntarios pudo librarse de la trampa. Llevan tres años acompañándola. «He cambiado totalmente», dice. «No tanto desde el punto de vista material, sino como persona. Me siento segura de poder seguir adelante con mi vida y con mi familia».
Para los antiguos niños huérfanos es mucho más difícil ser padres y madres. A veces, por los mismos celos, porque sus hijos tienen lo que ellos no tuvieron, es decir, unos padres al lado. Luego te encuentras a Costica, que se casó en noviembre con Alina. En la foto de la boda parecen dos niños vestidos de mayores, porque se quedaron pequeños de estatura, como muchos niños abandonados que sufren problemas de crecimiento. Además ella, que tiene una minusvalía menor, ahora espera un hijo. «Alina era una de las personas más enfadadas con el mundo que yo conocía», cuenta Simona, «pero él empezó a quererla y ella empezó a cambiar. Realmente les debo muchísimo a estos chicos». Vuelve a recordar cómo les miraba el Papa. «Los conocía mejor que yo».
Stefy no pudo estar en el encuentro con el Papa. Su enfermedad se agravó y murió el 23 de enero. Llevaba al cuello el rosario bendecido por Francisco para ella. «Al final estaba tan agradecida», continúa Simona, «ella que vivió furiosa toda su vida». No tenía a nadie más en el mundo, solo a su madre, en la cárcel por haber matado al padre. Había que cambiarla dos o tres veces cada hora, pero aquí los enfermeros solo lo hacen si les das una propina. «Así que pasábamos las noches con ella. Pero cuando llegó al final, no nos dejaron estar. "No sois nadie", nos decían». Ni siquiera querían entregarnos su cuerpo, que habría acabado en una fosa común. «Trabajamos día y noche para entregar toda la documentación que demostrara el vínculo que nos unía a ella». Con la ayuda de muchos, lograron enterrarla y hacerle un funeral. «Tuvimos que luchar», cuenta Iulia, trabajadora social, «pero aprendimos a enfrentarnos a una necesidad constante aquí, la de prepararnos para acompañar a morir a muchas personas, para que no estén solas y puedan tener una sepultura digna».
Intentos. «Llevar vida donde hay muerte. Esto hace Jesús», les dijo el Papa. Y a la pregunta que le hizo llorar («¿por qué hemos tenido esta suerte?»), respondió: «El "porqué" es un encuentro que sana, que ofrece un abrazo que cura». Quienes han sufrido y sufren mucho buscan, más que los demás, satisfacciones inmediatas que eliminen un dolor tan profundo. Eso hace «tan necesario el tiempo», dice Simona. Un tiempo sin cálculos, sin balances, vivido con gratuidad. Piensa en una amiga suya que delante de sus «intentos», le dijo: «¿Por qué hablas de "intentos"? Ya está todo. Como tú has sido mirada, así ellos se sienten mirados por ti. Independientemente de lo que pasará después».
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