La muerte de Francesco Frigerio, en Uganda desde hace nueve años, y el testimonio de la comunidad. Una «correspondencia imposible»
«Cuando les enseño a nadar en sus pruebas también estoy dividido entre esos dos sentimientos. Pues si los sostengo siempre y si los sostengo demasiado nunca sabrán nadar ellos solos. Pero si no los sostengo en el momento justo esos pobres hijos quizás beban un mal trago. Tal es el misterio de la libertad del hombre, dice Dios… Así hablaba Péguy de la responsabilidad de los padres, pero Francesco en cierto modo siempre nos ha tomado la delantera poniendo en juego su libertad de la mejor manera». Son palabras de Gianni Frigerio en el funeral de su hijo, entre el silencio y la conmoción de más de mil personas que el 19 de enero abarrotaron la basílica de Treviglio (Bérgamo), el pueblo natal de Francesco.
Poco antes de graduarse en Ingeniería civil, el deseo de comunicar al mundo lo que daba forma a su vida –Jesús y el encuentro con el movimiento– le llevó hasta Kenia, a construir para AVSI la Little Prince Primary School, en el suburbio de Kibera. Precisamente en Kenia conoce a Sara, que será su esposa. Juntos se trasladan a Kitgum (Uganda) para trabajar en AVSI, hasta que Francesco abre una empresa constructora y se mudan a Gulu, y más tarde a Kampala. Entretanto nacen Luigi, Lucia y Giuseppe.
En estos años Francesco construye también el santuario de los mártires Jildo y Daudi en Paymol (en la colina de Wi-Polo, al norte) y la Luigi Giussani High School, una verdadera joya en Kampala. Trabajaba llevando siempre en su corazón el gusto por la belleza y la atención a los detalles. «Para un constructor, hacer un santuario es lo máximo», nos contaba, «pero reformar un baño está asumiendo el mismo valor. Para mí no es obvio. Había caído en el chantaje de concebirme en función de lo que hacía. En cambio, en la compañía del movimiento he vuelto a descubrir que mi valor está en ser Francesco, tal como me ha querido el Señor».
El pasado 10 de enero, Francesco y un compañero suyo murieron en un accidente en la carretera que va de Kampala a Gulu. «En las primeras horas me descubrí, con gran escándalo, enfadado y lleno de dudas», cuenta uno de nosotros, Andrea. «Ningún pensamiento era suficiente para calmarme. Me preguntaba, más sinceramente que nunca: ¿pero qué añade el ser cristianos? ¿Qué cambia realmente?». O la reacción de un chico del CLU: «Al enterarme, no podía creerlo. Han empezado a surgir ciertas preguntas. ¿Qué significado tiene la vida? ¿Qué la hace digna de ser vivida? ¿Qué relación es capaz de afrontar la muerte?».
Para todos nosotros, era imposible separarnos de estas preguntas, pero cuanto más nos las hacíamos, más evidente era que lo que nos estaba pasando tenía algo de milagroso. En esos momentos de dolor y angustia, nos descubrimos unidos, nuestra meta final y la tarea de la vida se hicieron más límpidas. Cristo era evidente en los rostros de los amigos, como dice Manolita: «Mientras vivíamos juntos todo esto, Cristo poco a poco se fue haciendo carne en Sara y en nosotros. En esta compañía de amigos, Él se hizo presente». La muerte de Francesco se convirtió en ocasión de una certeza inesperada para todos. Entre nosotros nació una unidad nueva, partiendo del deseo de Sara de estar juntos, y siempre acabábamos hablando y cantando. Continúa Andrea: «Cuando más miraba a Sara, más brillaba en mi corazón esa imposible –¡más imposible que nunca!– correspondencia».
De muchas maneras experimentamos lo mismo, nuestra pobre mezquindad invadida por la certeza de Sara. No podíamos hacer otra cosa que mirarla, para aprender dónde tenía puesta ella su mirada. Cada acción suya afirmaba la Resurrección. No como un salvavidas ante la desesperación sino como la certeza de una presencia que le mudaba el rostro cada vez que hablaba de su marido.
Dos días después del accidente, el nuncio apostólico, Michael August Blume, celebró el funeral en Kampala. La iglesia estaba a rebosar. El cuerpo entró acompañado del canto Quando uno ha il cuore buono (Cuando uno tiene buen corazón), elegido por su mujer y que cantábamos al menos tres veces al día. Todo estaba cuidado al detalle. Sara quiso que la primera lectura fuera la del día del accidente. «Samuel, Samuel…». «Habla, que tu siervo escucha». La llamada de Samuel coincidía con la de Francesco, y con la de cada uno de nosotros. Luego, la carta de san Pablo a los Romanos. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿el peligro?, ¿la espada?». El Evangelio, el mismo de cuando se casaron, las bodas de Caná. Sara lo eligió porque habla de un matrimonio: la promesa de un banquete con Dios para siempre.
Al terminar la misa se leyó el mensaje que Julián Carrón le envió a ella y a los niños. «Quiero estar especialmente cerca de vosotros en este momento de dolor en que vuestro padre ha alcanzado la meta a la que todos esperamos llegar. Con la certeza de Cristo ante nuestros ojos, podéis mirar esta separación con toda la esperanza que ahora todos necesitamos». Luego Sara dio las gracias y explicó la frase y la foto del recordatorio. «Cuando uno tiene buen corazón no tiene miedo de nada; de todo disfruta, solamente quiere amar. Estas líneas describen totalmente el corazón de Francesco. Él vivía de esta certeza y amaba infinitamente su vocación, su familia, sus amigos, la gente con la que trabajaba o con la que se encontraba. Siempre decía que no hay que irse a la cama enfadados, que el sueño debe alcanzarnos cuando el corazón está en paz con todo». En la foto está mirando a la cámara. Mira a su mujer, que está inmortalizando ese instante. «Estamos en el viaje de novios, en las cascadas de Iguazú. Una belleza paradisiaca, el paraíso; tras admirarlo, Francesco se giró y me miró como diciendo: este paraíso que tengo delante es el destino de todos nosotros. No me mires a mí, mira allí donde todo es más claro y bello. Os espero».
La misa tuvo una dimensión misionera inesperada. Mucha gente estaba asombrada, incrédula. Un eritreo, conocido nuestro, nos preguntó si acaso en la cultura italiana no se llora frente a la muerte, y un italiano ateo no dejaba de decir: «¿Pero seguro que esa es su mujer? ¿Cómo puede tener esa cara?». Otro comentaba: «Yo estaría desesperado. Veros me hace pensar que tal vez todo sea cierto. Me dan ganas de volver a acercarme a la Iglesia».
Al día siguiente fue la misa en la Luigi Giussani High School, que él sentía tan “suya”, y el lunes con el arzobispo de Gulu, John Baptist Odama, en el suburbio de Kireka donde está el Meeting Point International, otro lugar muy querido por Francesco. Al acabar, su padre, Gianni, se levantó y quiso dar las gracias. «Hoy vosotros sois el rostro de Cristo para mí». Con plenitud en el corazón, cantamos juntos hasta tarde. No hay otras palabras para describir aquellas horas: ¡una correspondencia imposible!
A finales de enero, en las vacaciones de la comunidad ugandesa, las primeras después de muchos años y que Francesco tanto deseaba, Rose decía: «¿Qué es la salvación? La salvación es que la realidad entera es Cristo que nos llama. No son las buenas personas, los buenos momentos que me atraen, es siempre Cristo, y esto hace que cada momento sea intenso y eterno».
Esta eternidad la conoce Sara por experiencia. Como le pasó en San Valentín. «Le pedí a Franci que me diera un signo del Paraíso, un regalo. Quería que me donase, aunque fuera por unos segundos, la experiencia que él ya está probando, que me hiciera gustar un poco de su felicidad». La jornada fue normal, por la noche salió con unos amigos a cenar algo sencillo. Pero a la mañana siguiente se despertó con un punto de amargura, le parecía que su marido no había cumplido su deseo. Luego llegó el don… como una intuición recibida. El restaurante donde había estado se llamaba “Paraíso”. «Franci está en el paraíso, y el paraíso es la comunión que vive con los santos y sus seres queridos; para mí el paraíso en esta tierra es vivir la comunión con la compañía que Cristo me ha donado por el camino».
Qué gratitud poder vivir toda la vida en presencia del Misterio. Todo habla de Él, por eso nada se pierde, todo tiene sentido, la muerte no es la última palabra porque Cristo ya la ha vencido. Esta es la gran promesa que se nos ha testimoniado a todos.
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