Una pareja de jubilados y la visita del párroco. El encuentro con la comunidad cristiana que abre de nuevo la vida. Y la hace fecunda
María Pía y Roberto viven en Cantalupo, un pueblo de tres mil almas entre Milán y Varese. Ambos están jubilados. Una tarde de diciembre de 2014, durante la ronda de bendiciones de las casas por Navidad, les visita el nuevo párroco. «Salíamos poco de casa, enteramente ocupados en cuidar de nuestro segundo hijo, Mario, un chicarrón de 36 años, en silla de ruedas, que no anda y no ve desde que nació. Nos sentíamos solos».
«Desde que don Roberto entró en nuestra casa, empezamos a conocer una vida de comunión desconocida hasta entonces, a pesar de haber sido de la parroquia toda la vida. Simplemente nos invitó a pasar unos días en la montaña y nosotros dijimos que sí. Allí conocimos a los amigos de CL. Había entre ellos una manera distinta de tratarse. Nos acogieron con calor y sencillez», recuerda María Pía. Y Roberto añade: «Antes la fe y la vida eran como vías paralelas. Ahora se han unido. Antes hacíamos solo lo que podíamos hacer con Mario. Ahora, lo mismo, pero desde hace tres años podemos hacer con él cosas antes impensables. Como ir a la Jornada Mundial de la Juventud a Polonia. Y el pasado mes de septiembre, al camino de Santiago. Sin estos nuevos amigos, habría sido del todo imposible». Todo esto los rejuvenece y Roberto lo explica así: «Es demasiado pronto para ser viejos». Y la mirada más bella es la de Mario, que trabaja en una centralita para el ayuntamiento, y no se quiere perder ni un plan ni una catequesis, mientras su sonrisa no se le quita de la cara.
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