En cada corazón humano, en medio de cualquier problema, «Dios está actuando». Sacerdote en una parroquia rural, hoy es obispo de Pavía. CORRADO SANGUINETI responde a nuestras preguntas para señalar la radicalidad metodológica de este Papa
El primer entierro que celebró como obispo fue por un sintecho. No lo conocía, pero sí vio la conmoción de «sus amigos», que aquel día abarrotaron la iglesia: compañeros de la calle, de la estación en donde pasaba las noches, así como los jóvenes y los parroquianos que les llevaban comida y mantas. «Tuvo un funeral precioso. Aquel hombre que no conocía pero que estaba dentro del abrazo de la Iglesia me hizo redescubrir que la fe dignifica una vida que para el mundo no vale nada».
Monseñor Corrado Sanguineti, nacido en 1964, se muestra directo, dócil y muy provocado por estos cinco años de pontificado. Fue ordenado obispo el 9 de enero de 2016. En sus treinta años exactos de sacerdocio se ha dedicado al estudio de las Sagradas Escrituras, entre Roma y Jerusalén, a la pastoral juvenil y, sobre todo, ha sido cura rural en su Liguria natal. Durante 17 años se ocupó de dos parroquias, una de seiscientos fieles, la otra de cien. Antes estuvo en otra de doscientos. Fascinado desde muy joven por el Papa Wojtyla, nada más terminar el liceo clásico entró en el seminario. En su opinión, la Evangelii Gaudium «hay que leerla entera».
¿Qué es lo que más le llama la atención de Francisco?
Sin duda, desde el principio, la esencialidad de su anuncio. También en su forma de hablar, de ponerse. Y su disponibilidad para el encuentro, ese deseo suyo de encontrarse con la gente. Otro aspecto es su ánimo religioso e ignaciano. Lo introduce con mucha naturalidad en ciertos temas: el discernimiento es clave para él; la atención a cómo el Espíritu actúa en el corazón de las personas. Y el sentido tan fuerte de la vida cristiana como combate, como lucha espiritual.
¿Puede explicarlo mejor?
Es un Papa que habla muy a menudo del Enemigo. Esto no lo destaca la prensa, pero él insiste en la presencia del Demonio y, en general, en vivir de manera distinta a la del “mundo”, entendido como mundanidad. Luego, en sus gestos, me llama la atención cómo adopta formas sencillas de espiritualidad popular. Esa invitación que nos hace a los pastores a cuidar y custodiar el sensus fidei de la gente. En mi opinión, es un aspecto que todavía no se ha valorado adecuadamente. En la religiosidad popular él identifica una sabiduría, ve la obra del Espíritu: es muy católica esta percepción de que el sujeto activo que lleva la fe al mundo no es elitista sino que está formado por un pueblo de pobres pecadores, sí, pero guiado por el Espíritu. Y nos enseña que no somos dueños de la Iglesia sino siervos de una realidad que nos precede.
¿Qué es lo que más le pone en cuestión?
Su deseo de aprender de la realidad. Su invitación constante a mirar lo que el Señor hace. Es un reclamo muy fuerte porque corremos el riesgo, también un obispo, de partir de un plan, por legítimo que sea. En cambio, lo que me pide no es ante todo trazar un plan sino seguir lo que Dios hace: los hechos que me suceden, las conversaciones que tengo, las preguntas que me plantean… Aceptar el reto que me llega de la realidad misma. Otro aspecto es, sin duda, su especial atención al mundo de las fragilidades, de la pobreza en sentido profundo. Todavía se la reduce demasiado fácilmente a su acepción sociológica o sentimental. Pero él percibe un vínculo absolutamente inseparable entre los pobres y Cristo.
¿Usted cómo lo vive?
Descubriendo que los pobres son el “lugar” donde el Señor sale a mi encuentro de manera particular. Es sobre todo esta experiencia. Luego llega a incidir en mi manera de usar el dinero, los bienes, de estar con la gente. Los dos últimos años antes de mi nombramiento episcopal, yo era preboste en la catedral de Chiavari y conocí bien el mundo de los mendigos que había en los alrededores; el Papa nos pide entrar en relación con ellos, no darles cinco euros para quitárnoslos de encima. Desde entonces se convirtieron en amigos míos. En Pavía también visito las diversas realidades de acogida, de caridad, los albergues. Están naciendo amistades que me son muy queridas. Es una provocación preciosa para mí. En sus vidas hay una riqueza humana inesperada. Aprendes a ver por qué Francisco valora cada fragmento de bien, incluso en caminos aún inmaduros, imperfectos, o desde el punto de vista moral marcados por desórdenes graves. Lo que más le importa es ese hilo de oro que el Señor mantiene incluso dentro de las vidas más desordenadas. Como decía en su primera entrevista con el padre Antonio Spadaro, «estoy convencido de que en cualquier vida, incluso en la más perdida, Dios actúa». Es algo radical. Ningún hombre queda excluido de la relación con Dios y Francisco quiere recuperar esto.
¿Qué le ha llamado la atención de la Evangelii Gaudium?
Lo primero que me llamó la atención fue el tono. El Papa escribe un documento programático, sí –lo dice claramente–, pero yo lo leo como una provocación a redescubrir en primera persona la belleza y la alegría del Evangelio. Porque todo nace de allí.
Dice: «Invito a cada cristiano a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él»…
¡Es precioso! La invitación a renovar el encuentro, pero un encuentro que yo no puedo generar. Es el Señor quien lo renueva, yo debo dejarme encontrar, buscarlo todos los días. Esa es la tonalidad de la Evangelii Gaudium, de uno que te dice: prueba a volver a mirar tu vida, prueba a redescubrir esta Presencia que ya te está esperando, que te está buscando.
Para usted, ¿qué quiere decir «dejarse encontrar»?
Para mí significa volver a empezar, cada mañana, delante de Él, reconocer que mi vida está marcada por un encuentro, y que esto le da una orientación. Al menos como tensión de corazón, trato de entrar en la jornada atento a sorprender cómo volverá a acontecer Jesús en la trama de los hechos que se suceden. Me parece muy importante dar tiempo a la relación con Cristo, que es relación con alguien vivo, sobre todo en la oración: la liturgia, la escucha de la Palabra de Dios, la adoración del Santísimo. Son estructuras de una vida de oración que se me proponen desde el seminario y que siento cada vez más verdaderas, como posibilidad de mantener el corazón en esta posición de espera de cómo Jesús se hace contemporáneo. Una jornada sin rezar carece de lo esencial.
¿Qué nos pide a todos nosotros el programa de Francisco, qué Iglesia delinea?
Una Iglesia muy hermosa. Que vive ante todo la pasión del anuncio, ese gusto, ese ímpetu que el Papa retoma de Pablo VI, «la dulce y confortante alegría de evangelizar». Por lo demás, la “Iglesia en salida” no es una palabra clave sino el estallido de una alegría que uno no puede guardarse para sí. Es una Iglesia totalmente apasionada por encontrarse con el hombre real. Por eso se inclina sobre él tal como es. La Evangelii Gaudium está llena de contenidos –todo el capítulo IV– que tienen que ver con la dimensión social, tocando temas muy incómodos. Hay que leerla entera. Porque la prensa hace su selección y cuando el Papa habla de inmigración, pobreza o medio ambiente, lo publica. Pero cuando habla de familia, vida que nace y diferencia sexual, lo silencia. Por ejemplo, en los párrafos dedicados a la “cultura del descarte” habla inmediatamente del niño no nacido, hay una página sobre el aborto que es de las más fuertes que he leído nunca. Está el amor a cada hombre concreto, desde que empieza a vivir en el seno de su madre hasta que se apaga y necesita ser acompañado con dignidad. La otra dimensión es la de una Iglesia que no se auto-organiza sino que vive de la novedad del Espíritu. En el último capítulo, hay párrafos preciosos donde se ve que el corazón de todo está en la certeza de que el Señor resucitado existe, ¡no da igual saber que existe o no! Cambia todo. Hay quien dice que la Evangelii Gaudium es una mirada excesivamente optimista. No estoy de acuerdo.
¿Por qué?
La positividad de Francisco no es en absoluto ingenua. Es la certeza de que quien actúa en la historia es Cristo. Lo cual no significa no ver los dramas, sino partir de la certeza de que hasta en los caminos más enredados y en los problemas más complicados el Señor sabe abrirse paso. Incluso personas muy alejadas de la Iglesia, cuando encuentran un rastro de humanidad verdadera, se interesan por ella, al menos por un momento. Francisco, en este cambio de época, provoca a la Iglesia, a todos nosotros, a arriesgar más. A tener menos miedo.
¿Miedo de qué?
De tener que controlarlo todo, de ver las cosas como son. Hoy el problema de la gente es encontrar un motivo para vivir, algo que dé gusto y pasión a la vida.
¿Qué significa para usted seguir al Papa?
No imitarlo torpemente sino identificarme con su experiencia, con lo que la alimenta, con su amor a Cristo, hasta imitar un cierto modo de obrar.
¿Por ejemplo?
Estar con la gente, salir a su encuentro. Una decisión que tomé inmediatamente es estar lo más accesible a la gente posible. Mi secretario lo sabe (ríe) porque esto implica un gran esfuerzo. Concretamente he decidido que los sábados por la noche y los domingos voy a ver a familias que me invitan. También lo hacía de sacerdote. Me ayuda mucho ver la vida real y nacen relaciones muy hermosas. Aparentemente, parece que son ellos los que me piden ayuda, pero yo recibo muchísimo, no solo de lo que me cuentan, sino de su vida en acto.
¿Qué recibe?
El contacto con la realidad te ayuda a redimensionar tus pensamientos, tus impresiones, tus lamentos. Pero sobre todo, cuando te hablan de la vida en pareja, de la educación de los hijos, vuelves a descubrir que la vida misma es fuente de petición. La vida misma pide una Presencia más grande que la acompañe. Y aprendes a no tener la pretensión de decir: ahora yo te resuelvo tus problemas. El Papa Francisco no es alguien que resuelva las cosas, que te dé las “respuestas”, y ese es otro aspecto fundamental.
¿Se refiere a su insistencia en «abrir procesos»?
Exacto. Es un método, una concepción muy radical. Significa que empieza algo que no llevas adelante tú, sino Otro. De hecho, por ejemplo, te das cuenta de que la posibilidad de la fe vuelve a prender de un modo imprevisto e imprevisible. Cosas que para ti no son nada, para otro son decisivas y ponen en marcha un proceso.
¿En qué consiste la «conversión pastoral»?
Francisco es profundamente innovador y profundamente tradicional. Nos pide formas nuevas, pero no desecha el pasado. Ciertas dimensiones de la praxis pastoral que –bien miradas– ya son “Iglesia en salida”. Por ejemplo, visitar a los enfermos. Hasta los más alejados o reacios, cuando sufren, acogen nuestra visita. O la bendición de las casas. A mis sacerdotes les he propuesto que lo replanteen, que la realicen a lo largo de todo el año, dándole tiempo, con todas las familias, evitando cualquier ofrenda de dinero. O mantener las iglesias abiertas en los horarios de descanso. En un diálogo a puerta cerrada con los obispos, Francisco nos dijo que le habían llamado la atención dos cosas de la Iglesia italiana. Primero, que los sacerdotes siguen siendo cercanos a la gente. Segundo, la riqueza de obras de caridad y voluntariado. Suponen una riqueza increíble, pero también una posibilidad educativa inmensa. Cuando pienso en los universitarios que hacen la ronda de los pobres con Cáritas aquí, en Pavía… Quizás no tengan fe, pero empiezan a implicarse dentro de un gesto que les interpela.
¿Por qué para usted, por su experiencia humana, Cristo es alegría?
Es una belleza sin parangón. En la experiencia cristiana, yo he visto y veo el renacer de lo humano. Se comprende de manera potente en los santos, canonizados o no, cuando encuentras ciertas presencias cuya humanidad es un espectáculo del que hasta ellos mismos se sorprenden porque otro actúa en ellos. Esa belleza no sería posible sin Jesús. Antes del cristianismo, pienso en el mundo griego y latino, era inconcebible, imposible, la humanidad de la madre Teresa, de Wojtyla, de don Giussani, de ciertas personas de a pie. Como decía el entonces cardenal Ratzinger, cuando le preguntaron qué era lo que le convencía de la verdad de la fe cristiana, «la belleza moral de la humanidad de los santos». Sería absurdo que toda esa belleza y bondad tuviera como fuente una gran mentira. Eso es lo que provoca incluso a los que no tienen fe. Cuando uno se admira de la humanidad de Francisco, puede preguntarse de dónde nace. La primera apología de la fe es toparse con esta humanidad, es el testimonio.
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